Era un sábado por la mañana cualquiera. La ciudad había despertado y, en medio del sonido del tráfico, las conversaciones telefónicas, gente acelerando el paso y el olor a café de una cafetería cercana, cinco jóvenes tomaron asiento en un banco algo apartado. Lo extraordinario suele hacer acto de presencia en las situaciones ordinarias. Ellos eran la somnolencia en un mundo con insomnio, usaban palabras y signos de puntuación para entender lo que les rodeaba, dejaban huellas de tinta sobre un espacio en blanco. En la vulgaridad de aquel banco se desató la más insólita de las tormentas de ideas, con lluvia de metáforas, relámpagos de fantasía y truenos de expectación. Sus mentes se desperezaron, se les desenredaron las ideas, rompieron con los grilletes de la imaginación que habían sido impuestos por el que dirán. Pero al fin y al cabo, solo eran cinco jóvenes sentados en un banco con la mirada perdida, buscando comprensión en lo inentendible. «
«El final» de Nazayda Balmaseda Ramos
Una avalancha de emociones digna del pico más nevado cayó sobre un solitario individuo en el centro de la carretera. Los engranajes de su mente empezaron a moverse chirriando mientras las piezas de un complicado puzle encajaban. Por fin lo comprendía. Caminó, hacia delante, hacia un destino inexistente, hacia la nada, hacia un todo. Por fin comprendía que jamás vería una sola alma que se pareciese a la suya, que la soledad lo llenaba por dentro, como si fuera un recipiente en el que depositar los sueños perdidos. Caminó, deseando encontrar algo que lograra desarmar, piedra a piedra, el oscuro castillo rebosante de incertidumbre que se escondía en sus pesadillas. Caminó, olvidando la esperanza y, de una vez por todas, dándose cuenta de que era el último de los suyos.
«Relojes» de Sonia Siverio Morales
Las agujas del reloj pasan rápido, sin detenerse, siempre están ahí con su suave tic tac, te ven crecer, reír, llorar, amar, sufrir, vivir, envejecer y finalmente morir. El tiempo es un concepto demasiado abstracto, parece que fue hace unos segundos cuando te cogía por primera vez entre mis brazos. Crecías poco a poco, tu primera risa, tus primeros pasos y antes de que pudiera darme cuenta, en un par de pestañeos ya ibas de aquí para allá investigando cualquier objeto extraño que te encontraras. Te sentaste a mi lado mientras intentabas armar aquel nuevo juguete, yo te ayudaba en silencio, de vez en cuando alzaba la mirada y te veía concentrada, intentando lograr ese pequeño reto que para mi era insignificante pero para ti era lo más importante, en ese momento sentí envidia de ese reloj que te vería crecer mientras que el mío en cualquier momento detendría su tic tac.
Los alumnos de Jóvenes Escritores se basan en la exposición fotográfica «Síndrome» de Tato Granelo para realizar sus relatos.
«Síndrome todo» de Jon García-Valdecasas Vispe
Me encuentro en un sueño, a cada paso que doy todo da un paso para atrás. Es un bucle, un recuerdo que hace mucho que se desvaneció Las montañas se elevan por encima de las nubes. Me encuentro solo. Solo con mi sueño, solo con mi deseo. Cierro los ojos y entonces oigo una voz. – ¿Quién eres? Me doy la vuelta y veo una niña. Es rubia, delgada, con mirada insegura y preocupada. Y me vuelve a preguntar: – ¿Dónde estás? – Yo…yo estoy en un sueño. – Que clase de sueño. Me mira disgustada y me dice: – ¿ Quien eres ? – Yo…yo soy. – No sabes quien eres – ¿Qué crees que esto? – Es un sueño – No, no es sueño, es justo lo contrario. La niña se pone de puntillas y me susurra al oído: – Purgatorio Mi pulso se acelera. La niña me sonríe y me dice: – Suerte Michael Me doy la vuelta y veo como todo lo que creía mi paraíso se corrompe por un color oscuro. Me giro y la niña ha desaparecido. Suspiro, cierro los ojos y pienso que es un sueño. Acaso no lo es todo.
«Síndrome de la vocecita» de Elena Monzón Cejas
Lo poco que me queda de consciencia se agita como las olas del mar cuando la veo en el coche , hilos de sangre recorren su cara. Siento preocupación, pero no por ella, sino por miedo a que alguien esté merodeando por allí. Es mi oportunidad perfecta. Me acuerdo de cómo holgazaneaba en el trabajo enfrente de mis narices, cómo me molestaba estar opacado por su figura. Fingí ser su amigo para saber más de ella , saber la jugada del enemigo te permite anticiparte , usé todas mis artimañas para que la despidiesen, siempre con mensajes anónimos, pero como era extrovertida y se llevaba bien con los clientes no lo hicieron. Ella sabía qué era la empatía, para mí era un misterio incomprensible. Su grito de socorro me sacó del ensimismamiento- !Por favor ayúdame!- ¡si sale de esta cambiará de actitud no la dejes morir! exclamó una voz en mi cabeza durante unos instantes. Con paso sereno me alejé de la calle, los gritos del exterior y los de mi interior cesaron al unísono. Mi oscuridad es superior que esas vocecitas del bien o el mal.
«Síndrome del Riesgo» de Diego Sicilia
Aquellas escaleras bajaban al mar. Era una hecho, una realidad. Bajaban al mar. Al fondo del mar. A las profundidades más inhospistas de el. A aquel sitio donde los peces no eran bellos y coloridos. Dónde le luz importaba más que el alimento. Las escaleras bajaban al territorio más terrorífico del universo. Ya que si bien el cielo se puede observar con un telescopio. Las profundidades no se pueden explorar más que con la vista. Y la vista es parte del humano. Lo que por ende obliga que cualquier humano que quiera llegar tiene que arriesgarse a morir
«Síndrome de ausencia» de Marta Ramos
A 23 de febrero de 2019 me disponía a entrar al mar. No hacía frío y tampoco había nadie a mi alrededor, excepto mis compañeros de la escuela literaria, pero ellos no sabían lo que me disponía a hacer. Cada uno tenía un papel y un boli o un teléfono, y todos íbamos a escribir. Cada uno en su mundo. Cada uno en su realidad, y todas diferentes al resto. El caso, yo me disponía a entrar a ese mar, un mar de colores extraños, pocos azules y más rojos y rosados, y algún que otro y excaso amarillo. Cuando entré en aquel mar, no sabía bien como sentirme. Era raro, no me estaba mojando, pero yo realmente sentía que estaba allí, bañandome. Aquello me hizo recordar a aquellos años de verano que pasaba en aquella playa, pero por entonces la playa era azul, ahora era distinto, ya era roja, todo había cambiado. Faltaba ella. La persona con la que años atrás me había sumergido allí. Aquella foto me trasladó a esos años, me trasladó a aquel mar. Y todo esto pasó a través de esa foto, en mi mente, en mi mundo, rodeada de todos mis compañeros pero mentalmente sola. Sola en aquel mar. Sin ella.
«Síndrome de culpa» de Iris Paz García
Calculaba que llevaba ahí sentado alrededor de unas dos horas. Ya había oscurecido. Él seguía concentrado en la imagen del mar. Era el caos de la razón. Hacía que tuviera sentido que hubiera partículas de sal en una masa líquida, que la marea se correspondiera con la atracción gravitatoria de la luna y con que una composición líquida incolora fuera suficiente para asustar a la gente. Estaba a toda lógica y era el desequilibrio de su vida. Por eso acudía allí cada tarde, aferrándose a la reflexión y perdiendo la noción del tiempo. Salió de su ensoñación cuando la luz de una de las farolas se fundió. Como si se tratase de una secuencia, a las otras les ocurrió lo propio. Se había producido un apagón en toda la ciudad. Lo siguiente fue percibir la presencia de alguien más que tomaba asiento a su lado. La voz arrastraba las palabras, era grave y ronca. – ¿Por qué estás aquí? – Sólo quería pasar el rato. – Te he visto antes por aquí. Te gusta el mar, ¿no? – Lo odio más que a nada. – ¿Por qué? – Es complicado. – ¿Y qué no lo es? – El verano pasado, mi esposa me preguntó si quería acompañarla a la playa. Habíamos discutido. Ni siquiera recuerdo por qué. Alguna tontería. Le dije que no. El mar la arrastró, y la siguiente vez que la vi fue en su funeral. – ¿Murió aquí? – Sí, en esta misma playa. – ¿Y por qué vuelves? – Porque, de haberle dicho que sí, podría haberla salvado. No puedo quitarme de la mente esa idea. Así que siempre regreso. Me imagino que pudo haber ocurrido, lo que pude haber hecho, lo que debió haber pasado. Las luces regresaron y el chico comprobó que su interlocutor no era más que un anciano. El viejo que siempre le había mirado cuando él observaba el mar. – Si no quieres que te ocurra lo mismo que a tu mujer, pisa la arena antes de que la marea te arrastre y te ahogue. Deja de navegar en el mar de la culpa y de crear espejismos hechos de espuma. Has nadado en el fondo durante demasiado tiempo. Vuelve a tierra firme.
«Síndrome del infierno» de Nazayda Balmaseda Ramos
Todo comenzó con aquél ruido. Aquél tan ensordecedor y aplastante que te hacía comprender lo que realmente era el deseo de arrancarte los oídos. La gente comenzó a gritar, uniéndose a la horrorosa algarabía. El mar se desbordó, queriendo abarcar toda la arena que, vacía ya de humanos, se mezclaba con el océano. Incapaz de moverme, me quedé donde estaba, arrastrada por el flujo de gente cuando, de repente, el agua me salpicó. Salvo que no era agua, era una marea negra y densa parecida al petróleo que avanzaba lenta y agónicamente. Me quemó nada más tomar contacto con mi piel. Sin embargo, apenas lo noté, mis sentidos estaban embotados. Y fue entonces cuando el culmen de aquella dantesca escena se pronunció: el cielo cambió de color violentamente a un marrón oxidado propio de la más atroz de las películas de terror, mientras el sonido tan sólo subía el volumen, dejándome de una vez por todas sorda. Me di cuenta de que me encontraba sola, acompañada únicamente por el faro, que, indiferente ante el horror que se desarrollaba ante él, seguía iluminando el negro océano, incondicional. Sola, ante la certeza de que, casi sin darme cuenta, llegué al infierno.
«De vuelta al horror» de Enrique Esteban De Cáceres
Una historia de sangre. Todo volvió a comenzar con un grito infantil y una bombilla parpadeante. Como ya sabían los niños, los monstruos se acercaban. El orfanato había sido su única casa desde hacía demasiado tiempo, tanto que incluso algunos recordaban el exterior. Otros simplemente no lo conocían, y unos pocos afirmaban que esto era una cárcel por la falta de ventanas y puertas al exterior. La cuestión era que no había salida. Los cuidadores se marchaban y eran reemplazaba por otros nuevos. Siempre eran amables, pero parecían carecer de nombres. Luego estaban los Guardianes, o así los llamaban los cuidadores: grandes estatuas negras, tan duros como el metal mismo y que en vez de cara tenían una máscara a la que le sobresalían dos círculos de lo que parecía un hocico. Se movían por los pasillos y no te prestaban atención a no ser que incumples las reglas. El problema era que solo había dos formas de salir: aguantar lo suficiente y crecer, para que los Guardianes te llevaban con ellos para liberarte; o que, como esa noche, los monstruos te llevasen. Se movieron sombras debajo de la puerta. Cabía la posibilidad de que trajesen a un chico nuevo. La luz se apagó y la puerta se abrió. Una sombra humana se proyectó al interior del dormitorio. Vienen a por ti.
Emo gótico, bruja oscura, león de resaca, vaquero chungo, pingüino disfrazado de humano, presa fugada, persona políticamente correcta, bruja buena y unicornia y unicornio. Después escribieron un minirelato basándose en su personaje.
Diego Sicilia
Levantó mi cara, al fondo vislumbro una sombra. Mi sombra. Mi muerte. Mi vida. Mi mera existencia. Se encontraba exactamente allí. Y ese echo daba a entender una cosa. Que no era más que una mota. Que La duración de mi vida acaba en lo que un suspiro termina.
«Pinguivenganza» de Sonia Siverio Morales
No soy mas que un medio para recolectar información sobre esos patilargos que se hacen llamar humanos, mi trabajo es ayudar a planificar un ataque contra los que no paran de destruir el lugar donde hemos habitado pacíficamente durante siglos, habéis iniciado una guerra y ahora nos toca mover ficha.
Shakespeare mintió. Convirtió la macabra realidad en un mito sobre el poder del amor. Lo que dejó escrito poco tenía que ver con la verdadera historia. No se mencionaba que los Capuleto eran una estirpe de hechiceros. Al igual que otras de las familias aristocráticas de la época, recibían una educación y tutela muy especial, dentro de la cual también estaba incluido el manejo de la magia. Shakespeare olvidó detallar que Julieth era la bruja más brillante de su tiempo e increíblemente diestra en las artes oscuras.
Los Capuleto identificaron a Julieth como su arma más poderosa. Tan bella como mortífera, sedujo a Romeo con espejismos de una muchacha dulce e inocente. Un vano reflejo de una cruel y astuta estratagema. Romeo, joven y frágil, no se percató del engaño.
Julieth tenía la mente fría y el corazón helado. Le hizo enloquecer de amor. Ella sabía que debía de encontrar la forma de matarle sin que pudieran llegar a sospechar de ella. Y por eso fingió haber tomado un brebaje somnífero para comprobar los verdaderos sentimientos de Romeo. Ella ya sabía que Romeo no podría soportar la idea de su eterna ausencia y que superpondría la muerte por encima de la vida. Y después fingió su propia muerte, llevada por la de su supuesto amado. Quizás el mayor de los embrujos de Julieth fue convertir al amor en el verdugo de Romeo.
Los Capuleto lograron vencer a los Montesco. Pero había alguien más. William Shakespeare conocía la historia real, pues le habían llegado rumores sobre que los Capuleto sabían manejar la auténtica magia. Indagó al respecto hasta recabar todos los detalles como para completar la historia. Julieth, sin embargo, consiguió detenerlo antes de que la honra de su familia acabase destrozada por completo. Lo capturó. Le dijo que si tan ansioso estaba por escribir la historia, escribiría la que ella deseaba. Le administraba veneno todos los días y fue ese mismo veneno el que menguó la vida del dramaturgo. No podía permitirse dejarle con vida o correría el riesgo de que la verdad saliera a la luz y, si escribía la historia tal y como ella quería, lograría inmortalizar la imagen de los Capuleto. Conociendo la trágica historia de la pobre Julieth, ¿quién diría ahora que no era más que una bruja? Terminaría por acallar los rumores.
Hay quienes cuentan que la tinta con la que está escrita la obra original de Shakespeare es el mismo veneno que le suministraba Julieth a este.
Julieth logró restaurar el honor de su familia, ser reconocida y admirada entre los suyos. Romeo falleció habiendo vivido en un engaño amoroso.
Todo se acabó resumiendo en una terrorífica obra de teatro con Julieth como la artífice y directora, Romeo como el actor principal y Shakespeare como el títere más obediente que jamás haya existido.
Admiro a los pájaros porque conocen la manera de echar a volar. Aprenden a volar antes incluso de saber valerse por sí mismos. Emprenden el vuelo sin pararse a pensar en los peligros del camino. Admiro a los pájaros porque saben convertir su felicidad en una melodía y saben cantar su dolor. Admiro a los pájaros porque callan cuando no tienen nada que decir. Admiro a los pájaros porque, aún habiendo estado encerrados en una jaula, vuelan como si nunca hubiera pasado nada. Como si nunca hubieran dejado de hacerlo. Y a veces pienso que si fuéramos pájaros no sabríamos volar. Porque estamos encerrados en la jaula del conformismo, porque nos da miedo cantar y decir aquello que tenemos que decir. Porque no sabemos que tenemos alas y, de saberlo, estaríamos aterrorizados de caer al suelo. Y a veces pienso que en realidad es el silencio, el miedo, la necesidad de refugiarnos en la jaula por el que dirán y el temor a lo desconocido lo que termina por rompernos las alas.
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