Todo empezó aquel día, lluvioso, frío, silencioso.
Eran las once y media. La sirena del recreo había sonado hace mucho, pero yo, al fin conseguía salir de mi castigo. Cargué con mis cosas hasta un banco y me desplomé antes de decirme algo. Lloré, lloré puesto que nunca me habían castigado, lloré por los creían que eran mis amigos y que de la noche a la mañana dejaban tiradas mis esperanzas de que la amistad perdurase para siempre.
Llevo varios días así. De banco en banco. Contándole a todos mis penas. Por mucho que siga solo y distanciado, la cosa a cambiado.
Principalmente porque tengo un amigo. Una amigo que no es real, pero que lo trato como si fuera, un amigo que ni me traicionará y que siempre estará hay para cuando lo necesite. Un amigo de verdad.
Ahora hablo solo. Le hablo al aire según la gente, pero en verdad converso con él. Si observas bien la escena verás que manejo un mazo de cartas y que juego con…el viento. Aunque claro en verdad juego con el. Le gustan los naipes más que a mi, me dice que tras cada carta tapada se esconden cosas y que si fuera por el se pasaría toda la vida desvelando los secretos de simple papeles recortados y con dibujos que significan algo.
Mis padres dicen que debería hablar con alguien, que tengo que socializar con los demás y ser feliz.
—Papa, mamá. Yo ya tengo un mejor amigo, mi mejor amigo soy yo.
Siempre era igual, millones de partículas desapareciendo, evaporándose lo físico, solo quedaban sentimientos y pensamientos sin ser palabras, cuando me convertía en la fría nada lo que formara un todo moría, las formas ya no estaban, solo estaba mi alma, sin cadenas, ocupando este mundo encarcelado. Empecé a saber que podía convertirme en invisible a los diez años cuando quise desaparecer durante una discusión de mis padres, lo conseguí durante cinco minutos, ellos estaban tan concentrados en odiarse que no se dieron cuenta. No sé como comencé a conseguirlo, supongo que tampoco me ha importado nunca, simplemente cierro los ojos y deseo evaporarme.
La verdad es que durante mi adolescencia nunca entendí los problemas de las personas esclavas de su cuerpo, porque yo los podía evitar, había un examen que no me salía me volvía invisible y me colaba en el despacho del profesor, un chico que me gustara y tuviera novia cogía su móvil y hacía que rompiera con ella, y así, pequeñas aventuras con las que conseguía arruinar pequeñas vidas. Siempre me he sentido superior a todo lo mundano, superior a los colores, a los objetos y a las personas, superior a sus intereses. Así comencé a perfeccionar mi don, toda una vida tratando de hacerme fácil lo difícil, tratando de ayudarme. Yo y mi don. Pero entonces comencé a crecer y los problemas de la madurez comenzaron a ser demasiado visibles para mí, huir cuando me apetecía dejó de ser una solución, pero me había vuelto adicta a la sensación de desaparecer. Me había enamorado de la sensación de ser sentimientos sin forma, arte sin palabras, persona sin cuerpo. Tras un divorcio y cinco asquerosos hijos llegué a este punto, cincuenta años, récord conseguido, tras varios años de práctica he conseguido desarrollar mi don hasta volverlo absoluto, llevo un año siendo invisible. Se me ocurrió la idea de ser permanentemente invisible cuando mis hijos ya eran lo suficientemente felices como para ignorar a su depresiva madre, cuando me di cuenta de que trabajar como contable era demasiado contacto con lo material. Ser una persona se volvió demasiado estresante, dinero, rutina y amor, demasiadas tonterías para mí. Decidí que suicidarme sería más aburrido, ¿Para qué matar a mi cuerpo si yo siempre había sido mucho más que eso? Así pasé a ser simplemente yo y mi don, solo yo con todo un planeta a mi disposición. Hago de todo, admiro dramas familiares, me río con las rupturas y disfruto lágrimas, discusiones y gritos, muy divertido la verdad. Cuando el viento suena muy fuerte son mis suspiros, cuando alguien siente un escalofrío son mis uñas, cuando alguien se cae sin razón alguna son mis manos empujándolo. Los periódicos dicen de todo sobre mí, mujer secuestrada, raptada, asesinada, mi favorito es el de desaparecida, es el único verdadero.
Sus puños chocaron incesantemente contra mi cara. La sangre empezó a brotar de mi nariz, mis sienes y mis labios. Dejé de protegerme, ahí acaba todo. Rendido, mi agresor se distanció de mi magullado cuerpo, buscando una piedra en ese oscuro callejón para terminar la faena.
Él no la encontró, pero yo sí. Cuando descubrí que la suerte me sonreía, aproveché la oportunidad. Lentamente cogí la piedra que estaba cerca de mí y en un segundo me levanté, y en medio segundo asesté un golpe crítico en su cabeza antes de que él pudiera hacer nada. Ya en el suelo, hice lo que me hizo, pero él no se recuperó. En sus últimos instantes me dijo que sabía que pasaría esto, que lo vio venir y que solo quería evitarlo, solo nos engañaba.
Exhaló su último aliento y le cerré los ojos, en ese instante sus párpados y sus dedos se pusieron al rojo vivo. Vi como un haz de luz surcaba lentamente mis venas y cómo llegaba a mi corazón dolorosamente y después a mi cerebro. Muero…o eso creo.
Me deslizo por una rampa en una especie de membrana naranja y el aire corta mi cara por la velocidad. Traspaso varios metros y caigo a una oficina enorme. En el cristal que está frente a mi se oye la voz de un aburrido empleado que me explica que estoy en DESTINO, una especie de empresa secreta que computa el futuro de las personas a través de secuencias de actos y de contactos. Por mis cualidades he sido reclutado y dentro de las normas de legalidad y privacidad de la empresa soy óptimo para ser secuestrado y elegir el destino de cincuenta personas. Tras esto, podría volver a mi cuerpo con una casa nueva, dinero en cuentas y demás cosas para solucionarme la vida. Acepté desconcertado y en la pantalla veo escrito: “Usuario 0127 ha mirado el destino de su propia persona como recompensa extra por usar a cincuenta personas”. Busco el mío por curiosidad en el teclado y observo que está bloqueado. Faltan cincuenta personas, -salta una voz-. Nunca debí aceptar… Hoy he terminado, hoy escribo esto desquiciado porque no seré el último usuario, hoy descubriría mi destino y escribo esto a toda prisa porque no lo quiero conocer. Sabedlo novatos, mi antecesor fue asesinado por mi, porque se desesperó. Sólo nos usan. En 30 segundos estaré cayendo de nuevo, a saber dónde. Sabed que no sé si esto es una ilusión, pero sé que mi destino es cualquiera, puede ser cualquiera.
LA NIÑA DEL VESTIDO ROJO de JON GARCÍA VALDECASAS VISPE.
Sé lo que pasó esa noche, todo el pueblo lo sabe, toda la ciudad lo sabe, pero ellos no saben lo que sé yo.
Todo el mundo dice entre lágrimas:
Oh, qué lástima, murieron tan jóvenes.
Pero la verdad solo es un reflejo más pequeño que la mentira.
Recuerdo esa noche en cada momento de mi vida. El sofocante humo me invadía la cara, no podía ver, no podía respirar, no podía ver con claridad, salvo un pequeño boceto de una niña.
La niña tendría más o menos seis años, tenía unos relucientes rizos amarillos y vestía un magnífico vestido rojo con unos zapatitos negros.
La gente me decía que estaba loco, que el accidente me produjo alucinaciones, pero yo recuerdo lo que vi. La niña me miró con esos ojos pálidos y se fue acercando a mí poco a poco. Y ya cuando estaba a mi misma altura me miró tirado en el suelo intentando sobrevivir y ella se río.
Esa risa macabra suena como un eco dentro de mi cabeza. Y entonces me dijo.
Tranquilo Franklin, hoy te vendrás conmigo y con mi familia a nuestra casa. A jugar con mi pelota, no te acuerdas lo contento que te ponía.
Y así como un veloz rayo de sol desapareció.
Investigué a la niña años y décadas y ahora estoy aquí, en la casa que mencionaste para descubrir la verdad. Subí las escaleras, agarré el manillar de la puerta y bruscamente la abrí. Y allí encontré el peor miedo que nadie pueda imaginarse.
Nada, no había nada, ni pistas ni enigmas. Solo una habitación vacía.
Me equivoqué. La mentira solo es un reflejo más grande que la verdad.
Su mente viajó a través del tiempo y recordó una vez más aquel momento en el que todo era un simple e inocente juego de niños. Cerró los ojos y pareció volver a escuchar el viento gritar «Corre» y los árboles guiándola hacia el mejor escondite. Los volvió a abrir y se acercó al reloj, donde observó una vez más aquella preciosa ciudad que había perdido su belleza en algún momento para ella.
Rememoró aquella emoción que había sentido en aquel momento. «Voy a ganar. No me va a encontrar»—había pensado—«Este es el mejor escondite».
Pero lo que nunca imaginó es que así pudiera ser, que se quedaría en aquella vieja torre del reloj, con la única compañía de los números romanos en hierro que no la darían nunca por muerta y no se irían de regreso a casa.
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