«MIL INTENTOS» DE CELIA, LUCÍA, SATH Y PAULA

«MIL INTENTOS» DE CELIA, LUCÍA, SATH Y PAULA

Mil Intentos.

Amely,
tú mejor que nadie sabes que las disculpas no son lo mío. Ambas sabemos que el orgullo es mi mayor defecto. Pero tú ya te has disculpado suficientes veces, así que creo que es mi turno.

Creo que da igual la cantidad de veces que te cuente que no me da vergüenza salir contigo, de alguna manera siempre terminas sintiéndote insegura. Aunque lo he intentado tantas veces, el miedo siempre termina venciéndome y callándome como un pañuelo de dudas alrededor de mi boca. Me gustabas, me gustas y siento no encontrar el valor de gritarlo a los cuatro vientos, a pesar de que han sido muchas las veces que me he imaginado haciéndolo, y lo mucho que me gustaría.

Sé que te duele ser mi secreto y deseo más que nadie que dejes de serlo. Tengo miedo a perderte o perderme a mí en el intento. Tengo miedo a dar un solo paso en falso y acabar con todo sin quererlo, sabes que las voces del resto me controlan sin remedio.

Quiero que sepas que te quiero, a pesar de las circunstancias y de lo que pueda pasar en el futuro. Sé que a estas alturas, un «te quiero» no es suficiente para reparar el daño que todo esto te provoca. Por tu manera de ver el mundo, por tu paciencia a la hora de entenderlo todo, por abrigar mi corazón en los días más lluviosos, y por ser mi luz al final del túnel.

Espero que con estas palabras comprendas cómo me siento. Tú mejor que nadie sabes que las disculpas no son lo mío.

«MI SANGRE» DE HÉCTOR, OTTO, GAB Y ARI

«MI SANGRE» DE HÉCTOR, OTTO, GAB Y ARI

«MI SANGRE» DE HÉCTOR, OTTO, GAB Y ARI

¿Cuándo creíste que estabas solo?

Las arañas y las polillas se arrastraron hasta ese lugar de tu interior donde antes resplandecía luz.

Sé que a veces tienes que ver a la sangre correr serpenteante por las paredes del lavabo para saber que tienes un alma y que estás vivo. Alegas que dormirás plácidamente, pero tú y yo sabemos que deseas a ese alguien que extermine a tus huesos; que silencié a las corrientes gélidas que fluyen por tus venas como viento de invierno. Sé que quieres resbalar a una negrura estrellada, pero, por favor, no alejes tu vida de la mía.

Y aquí estamos otra vez, intentando comprender como tu mundo se desmorona; intentando calmar al oleaje que arrecia con fuerza contra tu frente. Vamos, necesito que me mires. Quítate las manos de los ojos; deja que las lágrimas correteen por tu cara. Alísate las mangas y vuelve a mírame. ¡MÍRAME, joder! Déjame perderme por esos iris que una vez albergaron fuegos artificiales y nubes de purpurina; déjame perderme por esos iris que una vez diferenciaron la sangre del agua.

He reparado a Platty. Tenía un fallo en la cadena. No sé si tu mente está demasiado débil para recordar, pero con ella pedaleábamos hasta los confines de nuestro mundo. Bajo la sombra del puente, jugábamos a las Pokémon. Tú siempre ganabas. Normal, cabrón, si siempre usabas las holográficas…

No, por favor, no bajes tu mirada. No, joder, vamos. He pensado en conducir hasta ese lugar que ya tu sabes. Niegas. Vale, ya me ha quedado claro. Está bien. Pero ¿me dejarás saber tus planes para esta noche? Porque si crees que te voy a dejar aquí, en esta habitación, que, por cierto, apesta, estás equivocado. Hoy, el látigo que fustiga estruendosamente a tus pensamientos descansará esta noche. La ametralladora rotatoria de tu mente dejará de aniquilar a esos atisbos de luz.

Lloras. Mi alma se retuerce, presa de la nostalgia. Quien te vio y quien te ve. ¿Qué hay de aquel chico que soñaba conquistar oídos? ¿Qué hay de aquel chico que soñaba con subirse a un escenario, frente a su piano? Mamá me ha llamado hoy por la mañana. Me ha dicho que tus quejidos anoche eran insoportables. No tuvo el coraje para adentrarse a esta habitación suicida. Yo, hermano, seré un tocapelotas. No me moveré de aquí si no es para llevarte a una clínica. Sé que quieres yacer en el cementerio de las lápidas de neón. Ese lúgubre lugar donde los epitafios están escritos en neón; ese lúgubre lugar repleto de chiquillos como tú, con la cabeza germinada de sueños que se quedan en eso, en semillas.

He saltado a una fosa de leones para sacarte de aquí.

Eres mi sangre.

Las lápidas de neón claman por tus huesos. Los quieren devorar, lenta y macabramente.

Pero no lo lograrán.  

«LEYENDA» DE OTTO FARRUJIA

«LEYENDA» DE OTTO FARRUJIA

«LEYENDA» DE OTTO FARRUJIA

Estoy en una isla, sin nadie en quien confiar. Ocho días seguidos, ocho horas cada uno, y ni una puñetera línea. Ni una puta palabra. Y las que he escrito, corridas ya como lágrimas de rímel por la sal de mi sudor, son vacuas, carentes de esencia. Carentes de ese efecto que adormece a las infestaciones que se producen en mi mente. Esto que pretendo escribir no es rap, ni hip-hop. Tan solo otro lastimoso intento de hacer que ellas cesen con su macabro juego. Tan solo otro intento de que ellas se acallen para siempre. A medida que las bolas arrugadas de papel son barridas por el viento para terminar en ese lugar donde los límites de la cordura se confunden con los de la locura, voy siendo consciente de que tengo una mente muy loca que limpiar. Es en ese momento cuando siento como la presión se cierne violentamente sobre mi cabeza, como si una tarántula tocase un desafinado piano con sus férreas patas sobre mi cráneo.

Oh, abuelo, tú eras uno de esos clásicos. Uno de esos vinilos que por mucho polvo que tengan encima, siempre ha de ser escuchado. Auscultado para apreciar su grandeza. Cuando tan solo era un niño que tergiversaba la realidad, te imaginaba como un tocadiscos gigante. En este caso, tú eras el disco negro que no paraba de describir círculos. Viajabas bajo esa punta de diamante, sintiendo lo mismo que un astronauta que orbita alrededor del sol. Enfundado en un suéter de punto y en unos tejanos descoloridos, peinado pulcramente, comenzabas a mecerte al son de las grandes voces flamencas, mientras escrutabas la foto de la abuela que reposaba junto al tocadiscos. Abrumado por la magnanimidad de tus movimientos, tan solo podía quedarme allí, observándote desde ese estriado sillón.

Estabas aquí cuando escribí esa canción que jamás se hizo para sonar en la radio; estabas aquí cuando salté al precipicio sin fondo del que tú tantas veces me advertiste; estabas aquí para presenciar cómo me aislaba en esos ritmos y mixes que tan poco me han devuelto a cambio. Siempre me decía que debía ir a visitarte, pero los conciertos son una puta droga. Más, más y más, le gritas a tu agente nada más llenar el Madison Square Garden. Yo era un león babeante; los conciertos, la solitaria liebre en medio de la llanura. Me alejé como un cohete fugaz, cegando con esa luz adiamantada todo lo que una vez nos unió. Y es que tras haberlo pensado mucho, abuelo, creo que no estaba preparado para verme reflejado en unos ojos que no me conocían de las misma manera que yo te conocía a ti.

Ahora, cada vez que me siento frente a este piano, en esta solitaria playa, bajo la sombra de las palmeras, soy incapaz de encontrar esa nota que eclipse sus oídos. No puedo. Confeti, humo, luces multicolores…mi mente sigue presa a ese lugar. A ese lugar, en el que, pese a todo, tengo miedo de mi propia música. Miedo a la inexorabilidad del fracaso. Un día estas bamboleándote en el paracaídas, y al siguiente yaces sanguinolento en el duro suelo del cementerio de los olvidados.    

La canción está terminada, abuelo.

Eres una leyenda en mi propia mente.

Hoy, el día de tu muerte, grabé este última parte.

Ellos, los fans, ya están contentos.

Y ahora tan solo deseo tener un almuerzo contigo.

«EMPATÍA» DE MIRIAM DÍAZ GONZÁLEZ

«EMPATÍA» DE MIRIAM DÍAZ GONZÁLEZ

«EMPATÍA» DE MIRIAM DÍAZ GONZÁLEZ

La clase pasa lentamente, como si el reloj estuviese activado a cámara lenta. La profesora no deja de hablar sobre cosas que a nadie le interesan, pues lo único que queremos todos es salir corriendo de esta clase. Y llega el momento en el que la profesora se desvía eternamente y no vuelve al temario hasta la próxima clase, en la que sin duda alguna se volverá a descarrilar. ¿Sobre qué nos hablará a continuación? Nunca se sabe. En la última clase nos habló sobre el olvido y en la antepenúltima sobre un partido de fútbol. De pronto, empieza a hablar sobre las guerras. Guerras de todo tipo: familiares, entre amistades, escolares, políticas. Comienza a hablar sobre las discusiones familiares y con este temario aguanta diez minutos sin cambiar de tema. Después, dando un paso más allá, sigue hablando sobre las discusiones independentistas, con este tema dura quince minutos. Y así sin más, sin avisar, continua hablando sobre las guerras. O mejor dicho, sobre la guerra. En seguida se apodera de mi un sentimiento de impotencia y angustia. Empieza a contar como si nada que algunas familias ya están muriendo del frío congeladas. Empieza a enumerar las últimas hazañas desgarradoras de Putin y le corta así las ataduras a la parte oscura de mi imaginación. Esta sale volando y comienza a imaginar terribles imágenes en las que no quiero volver a pensar jamás. El deseo de dañar al dictador arde en mi interior y el fuego no hace más que crecer, como si la diosa griega de la furia, Lisa, estuviese arrojando a la llama más madera, alimentando así mi ira. Mis ojos escuecen y se hinundan con agua, pero no es un agua cualquiera, no. Es un agua cargada de tristeza, como si hubiesen recogido la lágrima más triste que había derramado cada ser humano y las hubieran juntado todas en mis ojos. La poción de la tristeza cae sobre mi pupitre y la madera se oscurece con el líquido. Observo detenidamente la gota y me doy cuenta que de alguna manera empieza a aumentar de tamaño. El agua adquiere el tamaño de un charco y se derrama por los bordes de la mesa. Parece que nadie se percata, pero yo sé lo que hacer. De alguna manera sé lo que debo hacer. Me pongo en pie sobre la silla y salto sobre el charco. 

Sabía que iba a viajar a otro lugar, pero la situación fue algo inesperada. Al abrir mis ojos, me encuentro en una sala de estar que principalmente es de madera. Estamos a oscuras, de noche, y el termómetro de mi móvil indica la temperatura: dos grados. Mis manos moradas no dejan de temblar exagerada y a la vez endeblemente. Hay una familia conmigo, están todos abrazados intentando retener calor. El niño más pequeño deja de respirar. Su madre le toma el pulso y no deja de gritar en toda la noche por la tristeza. Yo no dejo de maldecir a mi poderosa pero peligrosa empatía sentada en la cómoda silla de mi colegio en Tenerife.

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