«Las cónicas del taburete universal» de Enrique Esteban de Cáceres
Me levanté de la silla. De MI silla. Tercera fila centro derecha si la miras desde delante. Me levanté porque todos los del curso de Jóvenes Escritores nos íbamos a sacar una foto con Antonia delante del cartel del libro. Estaba emocionado. Todos lo estábamos (creo), por lo menos ahora tendría algo que mostrar a mis compañeros. Y que decir que también me gustaba la idea de haber publicado algo. Me encantaba la idea.
Bueno, mi relato comienza cuando volvemos a los asientos con tres compañeros más que acababan de llegar. A ojímetro se podía ver que había espacio para todos, pero ante la duda (y porque soy subnormal) me quedé el último. Como podéis haber deducido ya, no había sitio para tres de nosotros, aunque deberían haber sobrado. El problema fue que varias señoras se habían sentado en la misma fila y no me había dado cuenta.
Tras un rato apareció el »securita’ ‘y nos puso dos sillas. Porque soy caballeroso (subnormal) y acordándome de que había más sitios en el otro extremo, no me molesté en quedarme y fui a la otra punta por detrás de la pequeña grada que habían montado. Había dos sillas y un taburete.
Cuando llego me encuentro que las sillas libres habían sido ocupadas por señoras mayores. De vuelta al rescate, el »securita» desplegó las últimas dos sillas delante mío y sabiendo que me quedaría de pie porque había otra señora con su hija, fui caballeroso. No hice ni un movimiento. Llegados a este punto se puede afirmar que mi caballerosidad no era subnormalidad, sino »jalipollez».
Empezó el acto, yo apoyándome contra la pared en la esquina de la grada. Antonia y el editor empezaron a hablar y a lo largo del evento tuve que apartarme y pedir perdón varias veces por estar en mitad del paso. Lo cierto es que no era el único que estaba de pie, pero yo era el único que sabía de la existencia del taburete: tres patas, de madera y de tapicería roja. Bastante elegante y podría haber sido mi trono. Un premio por mi caballerosidad; pero estaba el »securita» a mi lado y no estaba seguro de qué hacer. Y me pasé la mitad del evento atento al taburete. Mirándolo con premeditación y alevosía.
Podría haber sido más listo. Podría haberlo cogido o haber preguntado. Estaba en mitad de un universo literario, poco importaba lo que hiciese. Pero no lo cogí porque había más gente y yo soy caballeroso.
«Viajando en el tiempo» de Elena Monzón Cejas
Ya han pasado 15 años, pienso cuando llego al teatro, entro en la sala, ha cambiado más de lo que imaginaba, hay más butacas gracias a dios, pero los que más han cambiado son mis compañeros, ya me resulta difícil encontrar ese brillo infantil que había en sus ojos. Otros alumnos ya no están, por circunstancias de la vida. Tampoco el editor que nos ayudó en un principio, ni mi padre, que ya es demasiado anciano para moverse.
En fin.
Cuando las sillas están abarrotadas se pronuncian los discursos con esas metáforas que ya sé dominar. Luego me aplauden por el libro que saqué este año. Si me hubieran predicho esto quince años atrás, no les habría creído.
Y después nos entregan los libros.
Me acuerdo de que avisaron que si pisabas en el centro del suelo te podías caer, al oír eso por primera vez me asusté, pero ahora deseo hacerlo.
¡Elena Monzón! Me acerco con los mismos nervios de antaño, y me coloco en el centro del teatro, una sensación de hundimiento aparece, mi cuerpo empieza a cambiar, las arrugas desaparecen, los granos vuelven a invadir mi cara, conmocionada descubro que estoy viajando en el tiempo, los minutos están congelados para los demás pero yo estoy cayendo…
Abro los ojos, estoy sentada junto a mis compañeros, todavía somos jóvenes y nuestro futuro sigue siendo incierto miro a la izquierda y veo a mi padre, que está orgulloso de mí, yo también lo estoy, nunca pensé que mi relato saldría en un libro. ¡Elena Monzón!, con las piernas temblando, me deleito todo lo que puedo con este ambiente de felicidad porque sé que es efímero, tengo que volver al presente, me dirijo hacia el centro de la sala, y algo tira de mí hacia delante, mi cuerpo cambia de nuevo, el tiempo se congela…
Cojo el libro y al sentarme, la persona que está al lado mío me dice !Ojalá pudiera viajar al pasado!. Tan solo tienes que cruzar el centro de la sala, murmuro con misterio.
«Mi pequeño duende» de Jon García-Valdecasas Vispe
– Tenemos un don, todos lo tenemos, yo lo tengo, tú lo tienes, cada ser que puede verlo, lo posee.
– ¿Ver el qué?
– Verlo a él.
– ¿Qué busca?
– Busca a gente diferente.
– ¿Dónde está?
– Se esconde. Está donde crees que no está. Es un reflejo, una maravilla, un misterio, un terror, una broma. Él lo es todo.
– ¿Es algo mágico?
– Es lo que crees que ves. Es literatura.
«Los caracoles sí saben leer» de Marta Ramos Gómez
«Los caracoles no saben leer» ¿Quién dice qué los caracoles no saben leer? La gente. ¿Quién si no? Pero los caracoles no son gente, ellos saben muy bien que sí saben leer, pero leer entre líneas, y también escribir. Además son muy atentos, pues poseen unas grandes antenas con las que observan y llevan su mundo a cuestas. Siempre van con su bella e intrigante lentitud por la calle, con su tamaño de hormiga y siempre pasando desapercibidos, y a vista de la simple gente, los caracoles siguen sin saber leer, y solo son animales raros que estorban. Pues está es la historia de 105 caracoles, todos diferentes pero con algo en común, el gusto por la escritura. Estos 105 caracoles eran algo distintos en su vida como animales, pues se fijaban en absolutamente todo, y los demás, la gente, simplemente sentía que eran animales raros pululando por las calles. Cada uno de estos 105 caracoles vivía con sus historias, hijos, hermanos… Y un día, por alguna extraña razón, decidieron entrar en una escuela caracoliana que ignorase las cosas serias, y tras varios cursos, o solo uno, dependiendo de cada caracol, pudieron publicar un texto en un libro, porque sí, la escuela era de caracoles que escribían, y sí, sí sabían leer, leer entre líneas, porque esos caracoles… Esos caracoles literarios distintos a ojos de la gente somos nosotros. Caracoles, pero caracoles con su casa e historias a cuestas, y, también, con un sueño cumplido.
Salimos del cine. Solté palabras vacías sobre lo mucho que me gustó la película mientras mis manos sudaban con nerviosismo al intuir sus intenciones. ¿Acabaría en desastre o me gustaría? Sin previo aviso paró de caminar y noté una brisa seca y luego cargada de rocío que se adhería a mis labios. ¿Por qué en las pelis nunca te dicen que es como un verano cargado de humedad? Un momento… ¿por qué no siento la lengua? ¡ay dios seguro que se ha quedado trabada! ¿Cómo salgo de esta situación? Ojalá estas cosas las explicaran en Internet. Ah ya la vuelvo a notar, ¡no! Ahora empieza otra vez ¿Cómo puede aguantar tanto? Creo que se me va a desencajar la mandíbula… Al fin se acabó, debería haberme gustado más pero no ha sido así … ¿Por qué siempre sueño cosas que al hacerlas no me gustan? Como lo de apuntarme a gimnasia rítmica con esas niñas estúpidas que me ignoraban. ¿Habrán tenido problemas con su primer beso? Claro que como parecían tan perfectas… Ahora me está mirando. Me incomoda tanto esa sensación… Jo, no le perdono que me haya robado mi escena ideal. Yo quería hacerlo en algún parque idílico en vez de en un cine cochambroso. Quizás esto no pueda funcionar. Cuando me pongo exigente no hay quien me pare. Bueno, Lo pensaré en mi casa… Mi madre me está llamando porque tengo que ayudarla con algo, miento con descaro. Antes de que me bese otra vez me doy la vuelta. Que cutre eres, pareces un zorro huidizo, me digo a mi misma.
«El veneno de la fantasía» de Nazayda Balmaseda Ramos
Me acerco lentamente, mis sueños a punto de cumplirse afloran lentamente a mi cabeza. Realmente sé que no ocurrirá nada extraño, pero una pequeña parte de mí, estancada en las infantiles ilusiones que crean los cuentos de hadas, está emocionada. Él me mira, con esos grandes ojos acuosos mientras su cuello se hincha una vez más, emitiendo un sonido gorgojeante. Me lo intento imaginar con una pequeña corona, tal y como en mis libros de cuentos, devorados en apenas una tarde, aparecía. Giro la cabeza hacia los lados, asegurándome de que nadie está contemplando está singular escena, y me decido. Salvo la distancia que nos separa y uno mis labios a los suyos, que están húmedos. Un sabor ponzoñoso me inunda el paladar, extendiendo el veneno de la fantasía por mis venas. Me recorre un escalofrío por todo el cuerpo. Ahogo un grito, debe ser un sueño, no soy princesa y no pertenezco a un cuento, pero una inusitada realidad se apodera de el momento. El escalofrío duele, escuece. Mis manos sueltan al animal, que se marcha dando saltos. Sin respiración, caigo al estanque, entre convulsiones y lágrimas. Mis ojos se empiezan a cerrar lentamente, y lo último que puedo ver es al animal. El príncipe que se convirtió en sapo, el sapo que se convirtió en muerte, la muerte que encontró a su princesa. El aliento definitivo se escapa de entre mis labios, provocadores del amargo final, y mi mente se percata de la verdad, soy la princesa, a la que la muerte buscaba con vehemencia.
«Los cuentos de hadas son mentira» de Iris Paz García
De niña me gustaba pensar que los cuentos de hadas eran ciertos. Y pienso que a medida que fui creciendo me tranquilizaba la idea de creer que cada uno de ellos escondía algo de verdad, por mínima que fuese. Mi absurda infantilidad fue, en cierto modo, lo que me condujo a ti. Pero he dejado de creer en los cuentos para niños y en esa promesa del final feliz, y ese es el mismo motivo por el que me alejo de ti. Las princesas no son capaces de hacer que un sapo se convierta en un príncipe azul por medio de un beso. A veces las princesas son solo seres humanos, y se alejan de ese ideal de perfección preestablecido. A veces los sapos son solo sapos, y no enmascaran la identidad de ningún príncipe. A veces los sapos son tan confusos que prometen y alardean ser ese caballero andante, pero ese utópico espejismo parece no corresponderse con la realidad cuando la princesa recibe el primer golpetazo, el primer insulto o el primer grito. Así que las asustadas princesas se escudan en ese beso de amor mágico que todo lo sana y todo lo cura, en esa transformación inminente. No es que ellas sean tontas, es que están cegadas por esa primera impresión que al final solo se reduce en mera pretensión. Todos los cuentos de hadas tienen una moraleja, y supongo que esta es la mía. Lo de ser feliz y comer perdices lo voy a hacer sin ti.
¿Cuál es la definición de la oscura? Hacer lo mismo una y otra ve esperando obtener diferentes resultados. En caso de Asier, quizás eso de hablar solo es un poco preocupante, pero se lo perdonamos porque hay cosas más importantes que decir. Creo que hay que empezar por lo importante : su capacidad de resistencia. Muchos creen que los niños no son crueles, pero diferencian y excluyen a las personas diferentes. Todos nos creemos que los lazos de la familia son indestructibles, pero no hacer lo que deberías te trae problemas. Y no hablemos de que todos los sueños se cumplen , porque no todos medimos dos metros y corremos las cuatro vueltas a la cancha en tres minutos; pero lo importante es no rendirse, seguir adelante incluso de todas tormentas, sonreír todos los días y dar lo mejor de uno. Que entre batalla y batalla, libro y libro, día y día y persona y persona, él sabe darle la vuelta a las cosas y mostrar el verdadero significado de la residencia. Ese es Asier, que pasó de superviviente a guerrero
«Nazayda» de Iris Paz García
Creo que yo misma estaba más nerviosa que ella. Sentía un sutil cosquilleo en la punta de los dedos. Tomé el libro otra vez entre mis manos y releí algunos de mis pasajes favoritos mientras acariciaba la textura de las páginas. Me dejé seducir una vez más por las palabras de su autora hasta entrar en un estado de embriaguez literaria. Me dejé llevar por su imaginación desbocada, por su inventiva sin ataduras. Cuando ella salió al escenario, hubo una ovación generalizada entre el público y yo aplaudí hasta que las palmas de las manos adquirieron un tono rojizo. Era su primer libro publicado y yo había tenido la suerte de acudir a la presentación del mismo. Volví a observar con detenimiento sus pantalones tejanos, sus tenis y ese collar de una piedra negra que siempre llevaba colgado al cuello. Ella era el ejemplo de que lo extraordinario permanece en la cotidianidad de las cosas. Tenía la misma maestría a la hora de escribir que de hablar. Se expresaba con criterio, propiedad y fundamento. Era la ola a contracorriente. Sus textos eran oscuros pero jamás había hallado tanta luz en una persona. Se había desintegrado en cenizas y se había reconstruido tantas veces que había logrado volverse invencible. Y aunque ella pensara que cualquiera sería capaz de apagarla con un poco de agua, yo sabía que un fuego como el de ella se expande y resurge con más fuerza. La eterna incomprendida, la contradicción, la oveja negra. Pero también la chica de hierro, reina de las palabras, la singularidad hecha persona. Era Nazayda.
«Elena» de Sonia Siverio Morales
Había leído hasta la última página, sin embargo, no estaba del todo conforme con la historia y automáticamente comenzó a tejer hileras de ideas para formar un desenlace más adecuado. De pronto todo desapareció a su alrededor, el mundo oscureció durante unos segundos, parecía que flotara y sintió como nunca antes en su vida un intenso temor a lo desconocido, la oscuridad cesó y cuando sus castaños ojos se acostumbraron nuevamente a la luz pudo distinguir a la perfección el paisaje que había imaginado detalladamente un rato antes mientras leía. La gente iba y venía por las calles de aquel misterioso pueblo cuyas historias ya estaban en la conciencia de ella. Entonces se dio cuenta de que todo transcurría tal como narraba el libro y se preguntó cuál sería su papel en aquella escena, por un momento le pareció divertida la situación y recorrió el escenario intentando resolver sus incógnitas. Varias personas se acercaban a ella y le hablaban, luego ella citaba las palabras que debía para adherirse lo más posible a los diálogos de esa mediocre novela, así descubrió a cuál de los numerosos personajes representaba. La euforia de haber traspasado el límite de su imaginación no le dejaba pensar con claridad por lo que se limitó a seguir la trama. Llegado el final de la historia, la adolescente pudo razonar por primera vez recordando que su personaje fallecía a manos de su hermana mayor en medio de un horrible ataque de celos. Intentó huir completamente atemorizada por no saber qué pasaría en la realidad si moría en la ficción, pero su cuerpo no obedecía las órdenes de su cerebro, se volvió un ser mecánico, estaba encarcelada en sí misma. Deseó volver a su vida, a su Instituto para seguir cursando el bachillerato de humanidades, a ver a su familia, que aún estando rota seguía unida, quería regresar a su escuela literaria a la que acudía todos los sábados para plasmar toda la imaginación que la había llevado hasta esa situación en relatos escritos con trocitos de su alma. Pero todo eso había quedado atrás, desapareció en cuanto no pudo evitar la muerte de su personaje. El libro cayó en el olvido y nunca se supo más de aquella niña de mente fantasiosa, nunca se supo más de Elena.
«Iris» de Nazayda Beatriz BalmasedaRamos
Los sueños corrían por su extraña mente, atestada de pensamientos fuera de lo común, mientras miraba al frente en medio del patio de recreo, como una leona que se niega a cazar por razones morales, rodeada de iguales que no comparten sus creencias. Sus pensamientos eran interesantes y fantasiosos. Creaba un mundo sólo para ella, en el que las cosas eran diferentes y los objetos de su imaginación cobraban vida. Sus ojos, expresivos cómo ventanas hacia su alma, daban la impresión de que ella no estaba, pues se encontraba muy lejos de allí. Un niño se le acercó, sacándola de su ensueño con palabras desagradables y motes denigrantes. Ella simplemente le contempló, mientras él no paraba de hablar. Su rostro no denotaba tristeza, ni dolor, ni nada que se le pareciese, ya lo había sufrido demasiadas veces cómo para sentir semejantes sensaciones. Para sorpresa de todos los que los rodeaban, su rostro reflejaba serenidad y curiosidad, curiosidad hacia un carácter como el de quien se encontraba a poco menos de un metro de ella. Comenzó a cavilar sobre la mente del agresor, deteniéndose en las razones por las cuales se comportaba con tan necia actitud. Se quedó allí un rato, impune ante los gritos y desplantes del niño, hasta que encontró repuesta a su pregunta, formulada en los anales de su mente: ¿Por qué? «Porque se siente inseguro» dijo una vocecilla inquieta en su interior. Ella comprendió, y dejó de sentir curiosidad por aquél espécimen, comenzando a sentir una inusitada lástima. La sirena sonó, cortando al niño en el cenit de su nocividad, y la abandonó, dejándola otra vez sola con sus pensamientos, que eran compañía más que suficiente. La niña atravesó la puerta de vuelta al aula, sumergiéndose de nuevo en su pequeño escondite, el de un ser cuya mente no conocía límites, cuya mirada iba más allá de lo conocido, traspasando la puerta a lo único. Sumergiéndose de nuevo en el capullo de una hermosa mariposa cuyas armas eran palabras y sus regalos, pensamientos
«Nazayda» de Diego Sicilia Mora
La luz atraviesa sus binóculos. Unos pantalones holgados sobre sus piernas. Su melena oscura, ondulada, cambiaba de tonalidad según sus movimientos. Una expresión firme y segura escondía todo el dolor que algún día se pudo ver. Una sonrisa se veía remplazada por un escalofriante texto. Una madurez infinita únicamente interrumpida por una dulce risa. Un porque esperando encontrar una respuesta. Un escudero cansado de ser un escudo y anhelando ser una lanza.
No le habían visto nunca a pesar de que hacía casi 4 meses que se había matriculado en la escuela. Su nombre encabezaba la lista de alumnos, había un sitio libre reservado para él y se guardaba una copia extra de los apuntes por si hacía acto de presencia en cualquier momento. Sus compañeros de clase solo sabían que se llamaba Ismael. Al parecer, sus padres le habían matriculado en uno de los cursos impartidos en la Escuela Literaria para después desaparecer sin dejar ningún teléfono o forma de contacto con ellos. Habían elaborado sus propias teorías con respecto a semejante individuo. Asier estaba convencido de que solo se había matriculado en un curso de creación literaria como ese porque sus padres le habían obligado así que se había vuelto aficionado a hacer pellas todos los sábados por la mañana. Nazayda apostaba más por la posibilidad de que Ismael fuera un fantasma que, harto del hastío y la desolación que tanto caracterizaban a la mortalidad, había hallado refugio en su pasión por la literatura y solía visitar el mundo de los vivos. Diego creía que Ismael era invisible y estaba desesperado porque los demás le vieran o que supieran intuir su presencia, teoría que Marta secundó con especial énfasis. Más que un fantasma o un chico invisible, Elena se inclinaba porque Ismael era una concentración de energía poderosa que habitaba en la escuela. Jon fantaseaba con que Ismael vivía escondido en La Pecera, el nombre con el que se conocía al despacho de Antonia, y era él quien escribía aquellas frases o reflexiones en la pizarra de la pared. Moisés y Sonia apostaban que Ismael había muerto en algún accidente y que sus padres habían pasado por alto dejar constancia de ello a algún trabajador de la escuela. En cuanto a Enrique… bueno, a Enrique no le preocupaba mucho Ismael. Y al igual que hay historias que necesitan ser contadas, hay personajes que necesitan ser narrados. Ismael no había sido obligado a matricularse en la escuela, no era invisible y tampoco un fantasma o una energía, no vivía escondido y tampoco había muerto desafortunadamente. Ismael era un personaje creado a partir de la imaginación de Antonia Molinero. Fue ella quien rellenó un documento de matriculación a su nombre y le habló a sus alumnos acerca de la llegada de un nuevo integrante en el grupo. Ismael no era nadie, tan sólo ficción. Pero la ficción siempre contiene una pequeña porción de realidad. Ismael estaba construido a partir de alocadas ideas e hipótesis rocambolescas, era el protagonista de su propia historia, era un misterio imposible de resolver, tan incomprensible como insólito. Antonia Molinero había logrado que sus alumnos perdieran el sentido de la cordura, que hallaran cosas extraordinarias en la normalidad, que potenciaran su inventiva, que se esforzaran por encontrar el sentido de las cosas y así entender el mundo que les rodeaba. Ella les había dado un lienzo en blanco y ellos lo habían pintado a su antojo, habían teñido aquel punto de partida común con su visión del mundo y su imaginación desbordada. Ellos le habían dado vida a Ismael, el personaje que intentaba ser real.
«Ismael» de Sonia Siverio Morales
Yo era un niño con un sueño, uno que bailaba entre las letras y fluía en la tinta que teñía el papel. Buscando un lugar en el que dar mis primeros pasos llegué a la Escuela Literaria, donde las ideas se escondían en las galletas y las palabras se formaban con el vapor del té. Esperaba a que empezara el nuevo curso y aquellas grandes puertas se abrieran para esas almas compuestas de ideas deformadas y papel, sin embargo, a pesar de la innegable euforia que reinaba en mi interior, también estaba nervioso, incluso asustado, tanto que el miedo cobró vida y desató el caos en mi interior. Una noche me despertó un ruido que provenía del interior del armario, me quedé inmóvil en la cama, viendo como la puerta se abría despacio dejando paso a una sombra, o tal vez un hombre. Mientras caminaba sigiloso por la habitación me dejó ver su rostro sin ojos y su piel blanca la cual estaba manchada de un líquido negro que parecía ser sangre, el miedo se había personificado y me había encontrado. A la mañana siguiente el cuerpo inerte de Ismael yacía sin vida bajo su cama, pero su espíritu logró refugiarse en el único lugar donde pudo vencer al miedo, la escuela, y pasó allí escondido el resto de su eternidad, vagando entre las paredes, escuchando historias y consumiéndose en sus ganas de escribir.
«Ismael» de Sonia Siverio Morales
Las puertas del paraíso no son doradas, no tienen un rico decorado ni hay una luz deslumbradora cuando las abres. Mis puertas del paraíso son marrones, escondidas tras una hilera de casas. También son mi forma de redención, de eliminar ese odio que no me deja vivir ni morir. Ya he conseguido sentarme en la silla de su despacho, a pesar de mi cuerpo liviano como una pluma. Lo peor es cuando llega el momento de escribir; puedo garabatear algunas letras, pero eso no es suficiente. Escucho escondido en esa habitación a la que no prestan atención, memorizando los consejos, esperando la hora de volver a utilizarlos. Hoy es un día diferente, la fuerza me invade y cojo el lápiz. Todo empezó el día en que mis padres me anunciaron que iría a la escuela literaria, en ese momento quería rebelarme contra esa actividad que me dejaría en ridículo. Luego experimenté una sensación de incredulidad al descubrir que era bueno y que tenía imaginación. Poco a poco cogía confianza en mí mismo. En el colegio alardeaba de lo bien que escribía. Hasta había olvidado la existencia de los que se metían conmigo, craso error. Ellos sabían donde vivía y un día cuando iba de camino a mi casa me acorralaron. Me insultaron, yo me envalentoné y les di un puñetazo. Salí corriendo pero ellos eran más rápido, me golpearon en la cabeza, y me quedé inconsciente. Más tarde no sentía nada, mi cuerpo seguía inerte y yo flotaba, sólo me movía el deseo de venganza. Añado un final para que la editorial publicase mi novela y un nombre anónimo, claro. Meses más tarde me dicen que tengo que hacer una firma de libros. Llega el día y veo a todos mis fans, están ansiosos por conocer mi identidad. Cuando entro en la sala recibo una ovación del público. En la ronda de preguntas los identifico, unos canallas aficionados a la lectura. Uno de mis fans me pregunta a quien va dedicado este libro. -Este libro va dedicado a los entes que parecen maleantes pero que en realidad envidian a la gente decente. Yo tengo una frase dedicada a mis maleantes personales, aquí presentes, sobre un autor que leían en secreto por miedo a ser descubiertos. Como dijo William Shakespeare «El cobarde muere muchas veces, el valiente sólo una»- Acto seguido el público aplaudió y vi que esos dos se escabullían rojos de la vergüenza. El público se percató de que eran ellos a los que me refería y los abuchearon hasta que pusieron pies en polvorosa. Sonreí, ya mi alma estaba libre de perturbación, saludé a mis lectores como si fuera la última función de un actor y …desaparecí.
«Ismael» de Nazayda Balmaseda Ramos
El cielo se iluminaba lentamente mientras la ciudad iba cobrando vida. Mi corazón habría latido con violencia si aún lo tuviera, pero no importaba, nada de aquello importaba porque, un día más acudía al sitio en el que mis palabras se liberaban y con ellas los fuertes grilletes que me ataban al mundo de lo difunto aflojaba su agarre. Me levanté en cuanto oí las llaves en el exterior, aunque sabía que, por mucho que me moviera, nadie sería capaz de verme. Todo había comenzado aquél aciago día en el que, tras una máscara de arrogancia y narcisismo, cometí un error garrafal, creyéndome invencible cuando nada más lejos de la verdad, mi invicta estrategia fue derrotada. Quince años de vida había conseguido, sin valorarla apenas, temerario e irresponsable. Sólo necesitaba acabar con una molesta vida para conseguir un triunfo más; una prueba de que mi mente desconocía los límites de lo mundano. Una estupidez. Su inteligencia ganó la batalla y su premio fue mi vida. Así, tan fácilmente como arrancar una hoja de un árbol, apretó el gatillo, produciendo un estruendo ensordecedor que determinaría mi muerte. Recuerdo la luz, una luz cegadora y blanca que me atraía, emulando a un imán. Pero mi ira y la sed de venganza era demasiado poderosa y me resistí a lo correcto, al descanso eterno, en su lugar, firmé mi condena. Apenas unos segundos después, la luz comenzó a desaparecer, dándome falsas esperanzas y volví a ver el oscuro callejón en el que, minutos antes, había dejado escapar mi vida. Quise levantarme, y me fue fácil, pero mi cuerpo no me acompañaba, me dio un vuelco al corazón, pero ya no lo sentía. Grité sin sonido y golpeé la grava, atravesándola con facilidad, consciente de que ya no podía salvarme. Fue un tiempo después cuando lo encontré, la salvación que buscaba. Un local relativamente pequeño, con una curiosa aura rojiblanca. Entré, acostumbrado a ser invisible y resultar ajeno a los mortales, cómo sí viviera en otro mundo, lo que era una verdad a medias, pues me encontraba en un cruce entre ambos mundos, condenado a varar en una parada de autobús a medio camino, esperando por un vehículo que jamás llegaría. Aquél día se impartía un curioso curso de escritura, para jóvenes escritores. «Almas como la mía» pensé, pero no lo eran, no, la mía era un alma corroída por el odio y la ira, que jamás encontraría redención, por mucho que la buscara. Pasé la sesión inmerso en pensamientos filosóficos y sumergido en un mar de imaginación, nadando entre palabras elegidas con mimo y dedicación. Decidí volver el siguiente día. Y el siguiente. Y así hasta ir todos los días que aquella clase tenía lugar, ávido de conocimiento para expresar, aunque me fuera imposible hacerlo de manera corpórea. Había intentado disfrutar del resto de clases que en aquél altar del pensamiento se daban, pero ninguna despertaba en mí ése deseo de volver a tener sangre en las venas, únicamente para poder coger un bolígrafo y escribir, tal y cómo lo hacían aquellos curiosos jóvenes. Cada día esperaba la hora en la que la puerta se abría, dejando paso a la luz y a la oscuridad, al todo y a la nada, a un mundo en el que lo más importante no era competir por el intelecto, sino compartirlo para beneficiar unos a otros. Es cierto que mi cuerpo ya no puede hablar o comunicar, pero también lo es que ya no lo necesito, porque ahora es mi alma la que lo hace por él.
«Ismael» de Diego Sicilia Mora
Doy un grito de angustia. Uno más. Una más entre muchos otros. Uno de los otros cuantos de este día . Uno perdido entre millares de otros. No tiene otro aspecto. Ni otra tonalidad. Es un grito estático. Un grito anclado a mi garganta. A la simplicidad de un grito. A la misma emoción de siempre. A la emoción que porta aquellas cuatro desoladas paredes. A el caso omiso de todos aquellos lectores empedernido. A la soledad. A la pocas menciones de aquellos pocos adolescentes. A la gilipollés de gritar cuando nadie escucha. De escribir cuando nadie te lee. De pensar cuando nadie piensa que existes.
Era un sábado por la mañana cualquiera. La ciudad había despertado y, en medio del sonido del tráfico, las conversaciones telefónicas, gente acelerando el paso y el olor a café de una cafetería cercana, cinco jóvenes tomaron asiento en un banco algo apartado. Lo extraordinario suele hacer acto de presencia en las situaciones ordinarias. Ellos eran la somnolencia en un mundo con insomnio, usaban palabras y signos de puntuación para entender lo que les rodeaba, dejaban huellas de tinta sobre un espacio en blanco. En la vulgaridad de aquel banco se desató la más insólita de las tormentas de ideas, con lluvia de metáforas, relámpagos de fantasía y truenos de expectación. Sus mentes se desperezaron, se les desenredaron las ideas, rompieron con los grilletes de la imaginación que habían sido impuestos por el que dirán. Pero al fin y al cabo, solo eran cinco jóvenes sentados en un banco con la mirada perdida, buscando comprensión en lo inentendible. «
«El final» de Nazayda Balmaseda Ramos
Una avalancha de emociones digna del pico más nevado cayó sobre un solitario individuo en el centro de la carretera. Los engranajes de su mente empezaron a moverse chirriando mientras las piezas de un complicado puzle encajaban. Por fin lo comprendía. Caminó, hacia delante, hacia un destino inexistente, hacia la nada, hacia un todo. Por fin comprendía que jamás vería una sola alma que se pareciese a la suya, que la soledad lo llenaba por dentro, como si fuera un recipiente en el que depositar los sueños perdidos. Caminó, deseando encontrar algo que lograra desarmar, piedra a piedra, el oscuro castillo rebosante de incertidumbre que se escondía en sus pesadillas. Caminó, olvidando la esperanza y, de una vez por todas, dándose cuenta de que era el último de los suyos.
«Relojes» de Sonia Siverio Morales
Las agujas del reloj pasan rápido, sin detenerse, siempre están ahí con su suave tic tac, te ven crecer, reír, llorar, amar, sufrir, vivir, envejecer y finalmente morir. El tiempo es un concepto demasiado abstracto, parece que fue hace unos segundos cuando te cogía por primera vez entre mis brazos. Crecías poco a poco, tu primera risa, tus primeros pasos y antes de que pudiera darme cuenta, en un par de pestañeos ya ibas de aquí para allá investigando cualquier objeto extraño que te encontraras. Te sentaste a mi lado mientras intentabas armar aquel nuevo juguete, yo te ayudaba en silencio, de vez en cuando alzaba la mirada y te veía concentrada, intentando lograr ese pequeño reto que para mi era insignificante pero para ti era lo más importante, en ese momento sentí envidia de ese reloj que te vería crecer mientras que el mío en cualquier momento detendría su tic tac.
Para ofrecer las mejores experiencias, utilizamos tecnologías como las cookies para almacenar y/o acceder a la información del dispositivo. El consentimiento de estas tecnologías nos permitirá procesar datos como el comportamiento de navegación o las identificaciones únicas en este sitio. No consentir o retirar el consentimiento, puede afectar negativamente a ciertas características y funciones.
Funcional
Siempre activo
El almacenamiento o acceso técnico es estrictamente necesario para el propósito legítimo de permitir el uso de un servicio específico explícitamente solicitado por el abonado o usuario, o con el único propósito de llevar a cabo la transmisión de una comunicación a través de una red de comunicaciones electrónicas.
Preferencias
El almacenamiento o acceso técnico es necesario para la finalidad legítima de almacenar preferencias no solicitadas por el abonado o usuario.
Estadísticas
El almacenamiento o acceso técnico que es utilizado exclusivamente con fines estadísticos.El almacenamiento o acceso técnico que se utiliza exclusivamente con fines estadísticos anónimos. Sin un requerimiento, el cumplimiento voluntario por parte de tu proveedor de servicios de Internet, o los registros adicionales de un tercero, la información almacenada o recuperada sólo para este propósito no se puede utilizar para identificarte.
Marketing
El almacenamiento o acceso técnico es necesario para crear perfiles de usuario para enviar publicidad, o para rastrear al usuario en una web o en varias web con fines de marketing similares.
Comentarios recientes