«Zenit» de Daniel Suárez Acosta
El grave silbido del viento está en mi contra, pero no detiene mi avance por el empedrado camino de regreso. Aunque es muy probable que mis chanclas sí que lo hagan, la planta del pie molesta más a cada paso que doy. La proximidad del mar refresca el aire, quizás demasiado teniendo en cuenta que el sol está cada vez más lejos de su zenit. El desenfadado tiempo se tornará insoportable mucho antes de que llegue a casa; el anochecer golpea con fuerza cada vez que cae. Debí haber salido antes del charco.
Todavía queda un rato para llegar al faro, pero al menos ya puedo verlo desde la distancia, tocando el cielo, apagado y sin intención de encenderse. Ya no hay gente en el camino ni en los charcos, siempre queda más vacío en invierno aunque sea la época del año en la que más me llena a mí. No por el clima, que deja bastante que desear, sino por todo lo que hicimos y lo que nos queda por hacer. Echaba de menos estas noches, las sudaderas y los pantalones cortos, el salitre. La sirena que me dio tantas penas como alegrías, desaparecida entre las olas. Personaje tras personaje, nunca conocí a nadie de aquí que me haya dejado indiferente. No hay sitio que me dé más paz, aunque no haya estado exento de guerra. El faro que iluminó mi vida aún estando apagado, la respuesta cuando no la hay. El lugar que me enseñó a vivir, a no esperar a que nadie encienda esa luz por mí.
«A kind of magic» de Pau Dekany Piña
Allá donde mirase en mi mente, todo era agua. Un agua oscura, que escondía criaturas que todos tememos: el miedo, la soledad, la inseguridad. Algunas algas se enrollaban en mis tobillos, y tiraban de mí hacia ese oscuro fondo marino. Mientras luchaba por respirar, por vivir, por que alguien me sacase, seguía estudiando y pintando una sonrisa en mi cara para no preocupar a mis amigos.
La cama me atrapaba, el colegio me engullían y ellos cada vez daban un paso más lejos. Pensaba que esa mar que llevaba dentro había salido de mí, y se personificó en mi día a día. El ritmo de mi vida era una pequeña síncopa de olas que se mecían en mi cuerpo.
Un día, rebuscando en las memorias de una casa que estaba naciendo, mi padre sacó una gran caja. Su cara proyectaba esa alegría que tanto anhelaba tener, y me enseñó ese pequeño recuerdo que cargaba consigo. Abrió ese aparato que nunca vi funcionar, y cuando terminó de explicarme como funcionaba, se marchó.
Lo puse en mi cuarto, junto con aquel cartón duro que estaba dentro de la caja. «Queen». Supe que era, ese grupo que tanto me había conectado con mi padre, y me atreví a cambiar el compás. Acaricié las pequeñas grietas del disco negro, lo giré sobre su eje incontables veces, aprecié cada milímetro de ese círculo, como si hubiese llegado de Marte. Lo deslicé hasta colocarlo en su sitio. Me fijé en la pequeña aguja, un brillo tan minúsculo que deja ciego al que lo ve por primera vez. La hice flotar hasta ese camino que le tocaba recorrer. Que envidia que ella supiera por donde coger, y yo estuviera tan perdido. Se escuchó un pequeño ruido blanco, e inmediatamente sonó.
Las olas empezaron a cesar en fuerza al escuchar el baile de la aguja con el vinilo. Las algas se fueron cayendo, y mis pies bailaban al ritmo de ese grupo de rock. Por un momento, sentí el aire en mi piel, y apreciaba cada imperfección de ese sonido antiguo. Ya había escuchado esa canción antes, pero no me había nunca salvado como ahora. Me quedé como un barco a la deriva, disfrutando de como el sol volvía a salir de entre las nubes.
Una puerta ante mí se abrió, y agarré esa mano que quería también bailar. Dos generaciones distanciadas por kilométricos años, pero unidas por una simple melodía. Un momento único en el insignificante universo, que apartaba todo lo que no servía para soltar unas risas. Los tres minutos más brillantes de toda la oscuridad en la que vivimos, estaban transcurriendo en ese momento. Nada importaba, ni las notas, ni las tareas, ni esa gente que creía que me conocía. Nada por lo que me deprimía existía en ese entonces, solo un padre y un hijo cantando su grupo favorito.
«Profundizar» de Jimena Banzo García
En un silencio en el que se oye el romper de las olas, el sonido de las piedras moverse contra el vaivén de la marea pero que es un silencio óptimo, colores claros, recuerdos evocados, esos días en los que el mar estaba embravecido, la sal se te pegaba al cuerpo e inundaba tus fosas nasales impidiéndote oler nada más, salías pensando que te habías quitado toda la arena pero luego descubrías miles de granos unidos a tu cuerpo, cuando habías dicho de no volver a entrar al agua, helada y perfecta, aunque luego volvieras a pasar horas con la perfecta temperatura pegada a tu cuerpo, los labios morados y los dientes castañeando, correr por la arena seca hasta la mojada por el calor que desprende la playa, enterrarte en la arena con el resentimiento de pensar en volver a quitarte el calor que se había adosado a tu figura, cuando quedaban quince minutos de sol que comprobabas con tus dedos, esas veces en las que te quejabas de ir a la playa solo por el simple hecho de hacerlo ya que tenías ese sentimiento agridulce de la pereza de moverte y el saber que cuando bucearas hasta quedarte sin aire habría valido la pena, el libro que volvía a casa con una nueva capa de recuerdos, esa vez en la que en la que casi rompes a llorar porque la rosa no llegó al agua y se juntó con un alma perdida, no llegó porque no quisiste ponerle una piedra ya que tendrías que haberle puesto cinta y no querías tirar plástico al mar, tantos recuerdos impecables, rotos, insuperables, de alegría, llanto, tristeza.
Porque ¿Quién se imaginó que aprenderías tanto junto a una ola?
Dana Razzak Anta
Ese lugar en el que he reído, en el que he llorado tantas veces. Luminoso y oscuro a la vez. Pequeño, pero grande en mi mente.
Ese lugar que me salvó tantas veces de la soledad absoluta. Donde pasé buenos momentos con mis amigas, o más bien con mis antiguas amigas. En el que tantas veces nos hemos caído, jugado… Objetos que traen tan buenos recuerdos, como las papeleras en las que encestábamos el papel que envolvía nuestro desayuno del recreo, esa rotonda de flores en la que jugamos al pilla pilla, o aquella alcantarilla en la que nos hemos resbalado más de mil veces.
Los días de lluvia en los que nos tapaba el techo, mientras que mirábamos por el balcón todo el patio mojado, y la gente intentando resguardarse. Los días soleados en los que corríamos y saltábamos en los charcos sin preocupaciones, viendo las nubes alejándose, y en los que nos sentábamos a hablar o a usar la imaginación para jugar.
Ese lugar en el que a veces aprovechábamos para estudiar juntas, nerviosas por no haber estudiado antes, pero nunca aprendimos la lección. Veces, que celebrábamos la victoria del partido de baloncesto y otras en las que consolábamos a nuestro equipazo.
Ese lugar lleno de recuerdos, lleno de mis ideas sobre cosas que nunca entendí. El lugar en el que compartía todos los secretos con mis hermanas del alma. Las culpables de que en este momento mi alma esté rota. Ahora ese lugar está vacío, ahora, ese lugar guarda mis oscuros pensamientos, sobre como todo lo que teníamos se hundió, sobre como todo se perdió en el profundo, oscuro e infinito mar del olvido.
Durante todo ese tiempo pasaba por ahí, y me reía, recordando todo lo que pasamos juntas. Ahora, cuando lo hago, pienso en todo lo que había tenido, en todo lo que perdí, en todo lo que me falta.
«Estrella» de Nazayda Balmaseda Ramos
Adrenalina. Energía recorriendo las venas de un cuerpo que rebosa expresión. El suelo es un manto negro, recogedor de sueños y de arte, una explanada con un límite tan desdibujado que parece invisible. Las cuerdas cuelgan, agarradas de un enganche oculto por la negrura que se extiende hasta el techo. Adelanto mis pasos y me adentro en ese sueño, polizón de la realidad. El telón sube lentamente, alargando esos segundos de expectación y temblor que sacuden mi cuerpo, ese punto en el que sabes que ya no hay vuelta atrás y coges aire porque es lo único que te queda. Respirar.
Los focos prenden fuego a la inseguridad, cegándome; reflejando el brillo de las estrellas fugitivas de la belleza, cuyo propósito es iluminar el camino de aquellos que han perdido su voz. Me aíslan, crean un muro de luz entre mi corazón y los que laten conmigo detrás de ella. Es ahí cuando me arropa la calma, un sentido de pertenencia, de hogar. Quiero quedarme ahí, en la realidad soñadora, en el telón subido, en las estrellas prófugas y en el corazón palpitante. Quiero llenarme de emoción para dejar de estar vacía, ser un punto diminuto en el hábitat de los atrevidos. Soy alma y soy cuerpo, errando entre ambos medios . Me fundo con las luces que me rodean, me derrito en vida. Y brillo.
Olivia Li Cabrera Gómez
Eligieron crearlas de plástico, para que no desapareciesen, porque no podemos aceptar que las cosas lo hacen, porque nos negamos a ver la hojas verdes poniéndose cada vez más marrones.
Entrelazando las espinas y pidiendo que no corten. Las flores, colocadas con cuidado llenando cada espacio, muy juntas y recorriendo el círculo sobre mi pelo. La diadema de flores que me puse aquel verano, con la que sople las velas. La que reflejaba lo que fui aquel año y todos en los que permaneció colocada al lado de mi cama.
Pero ya no la encuentro, la veo y forma parte de un recuerdo aún sin estar marchita. Ahí el porque de que fuese de plástico. La intención de que durase para siempre, lo difícil de aceptar que las flores se acaban muriendo. Todo lo que duele verlas secas y sin color porque antes fueron demasiado perfectas. De lo bonito duele el perderlo, de los colores parte el que no busquemos al negro.
El recuerdo de esa niña desaparecida entre los pétalos que siguen pero ya no sobre su cabeza. El intento de buscar lo que queda de ella, el dolor de sus miradas al darse cuenta que ya no la llevo puesta. Veo que a veces se paran, me mirar y se apartan, se dan cuenta de la ausencia de las flores y automáticamente lo justifican a un cambio. Les duele no verlas y lo entiendo, pero no entiendo de qué parte el autoconvencerse de que estas nunca iban a acabar marchitas.
Creo que hay que olvidarse de que las cosas se acaban, vivir como si siempre fuesen a quedar flores que arrancar de los bordes del camino. Pero no hay que obligar al otoño a que las siga dejando vivas. Pretender que el invierno deje de serlo para poder conservar ese calor que tu te niegas a perder.
Han dejado de pintar cada uno de los bolis que he acabado tocando, y al principio los miraba como si fueran para siempre. Pero un día dejan de pintar y no entendemos en qué momento desaparecieron, vemos el recipiente vacío, pero no en todos los folios que se fue quedando.
Muy poca gente es capaz de aceptar el fin de las cosas, capaz de mirarlas y saber que no son para siempre mientras las esta tocando. Nadie sabe que se acaban yendo hasta que se van. Cuando cogemos una flor del suelo y le buscamos un lugar dentro de lo momentáneo que son nuestras vidas. Un sorbo de agua en el que sumergirla, que nos hace creer que acabará durando más que las de la anterior primavera. Como esperando a que se quede, como si fuese a durar más que esa noche. Como si el agua, o el que fuesen de plástico fuese a hacer que duraran para siempre.
«Enredadas letras» de Violeta Gutiérrez Huecas
Con su tapa fuerte y rígida protegía todas mis fantasías, con sus páginas amarillas envolvía mis sueños, esa pequeña libreta de colorines semejante al arcoíris, esa que me regaló mi abuela cuando ella todavía era parte de mi familia, esa en la que tantas veces habían caído mis lágrimas.
La tinta cubría toda la superficie, letras enmarañadas en un mar de palabras, legibles pero a la vez imposibles de entender, eran mis sueños aquello que leía, eran mis ilusiones aquellas que decoraban las páginas.
Leer siempre había sido una vía de escape, sin embargo aquello era condenar mi mente a volver atrás en el tiempo, a revivir todo lo que en su momento trate de olvidar.
Las páginas atesoraba felices viajes a lugares maravillosos, meriendas con quién fue mi otra mitad, noches en vela imaginando un futuro, una lista de fantasías sin cumplir que con ilusión creé.
Sin embargo atesoraban también sufrimiento, aguadas lágrimas que mi corazón no podía callarse mas, pesadillas que me perseguían incluso despierta, el vacío de sentirme infeliz dentro de una familia aparentemente perfecta.
Aquella era mi alma, siempre acompañándome en mi mochila, siempre dispuesta a ser el hombro donde llorar, siempre viviendo junto a mi, viendo cómo lograba construir poco a poco, y observando también como caía aquello que había construido.
Por eso cuando me dijeron que debía deshacerme de ella, una parte de mi alma se encogió, y en una esquina lloré, lloré por todos los momentos que desaparecerían entre el fuego, lloré por todos los castillos construidos, también por los que habían caído, llore por un mundo de fantasías que iba a ser consumido, y lloré por todas esas palabras sin sentido, que dentro de mi propio mar, habían encontrado su camino.
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