¿Te imaginas que las mascotas, que son nuestras, nos tuvieran a nosotros como suyas?
Pues, por desgracia, en este horrible mundo que, por cierto, es el mismo que el tuyo, es así.
¿Tú en qué año estás? ¿En el 2021? Pues será eso, porque yo, Kira, ¡vivo en el 3047! Te aconsejo que disfrutes de cada momento al máximo, porque tu futuro será una verdadera tortura…
Es el sonido de su insoportable ladrido el que me pone de tan mal humor. No me deja ni respirar con ese tan agudo chillido que no deja de hacer. Me siento atrapada, sin poder aspirar la felicidad, solo porque a mi egoísta dueño le guste tener a una humana. Darle de comer la comida más insípida que jamás he probado, comprarle las cosas más baratas, aburridas y molestas que existen. Ahora entiendo lo mal que se siente tu pobre perro, tu gato, tu pez, tu tortuga, tu conejo, tu hámster, tu pájaro, tu caballo, tu cabra que está como una cabra, tu oveja, tu vaca y todos esos infinitos animales que solo se lamentan con gritos de ayuda que te llegan hasta el corazón. Esa profundidad en la que no pensamos. Ahora lo entiendo. ¿De verdad tenemos que pasarlo tan mal solo para darnos cuenta de lo egoístas que somos? ¿No somos capaces de ser compasivos sin sufrir? Pobre de ellos.
No puedo hacer lo que me gusta. Estoy condenada. Ya no voy a la playa y escucho ese sonido de esperanza, de relajación, de paz, que se me mete por las uñas y me llega hasta los huesos. Ese sonido que me transmite serenidad, que me hace estar feliz. El olor de la montaña, de la simple madera mojada por la lluvia calmante que trato de oír por la ventana. Pero que no me permiten abrirla.
Espero que dejes de ser así, como fui yo, o acabarás condenado sintiendo cómo se te desvanece el alma.
Aunque no te lo creas, echarás de menos el grito repetitivo y molesto del despertador para ir al colegio o para ir a trabajar.
Ponte las pilas o no sabrás que será de ti en unos cuantos años…
Si pudiera decirte una palabra antes de que te fueras a esa tierra que te arrebataron y a la que te prometieron que volverías, sería «gracias». Cualquier otra cosa no te haría justicia; esa justicia que tanto mereces y añoras.
Gracias por ayudarme a convertirme en la persona que soy hoy en día. Gracias por remover todas las piedras para encontrarme cuando me perdí. Gracias por ser sincera conmigo, por no decirme lo que quería oír, por contarme lo bonito, y sobre todo, lo feo. Gracias por ser tú. Te quiero.
Dedicado a una amiga.
«John Doe» de Violeta Gutiérrez
Volar, volar hacia ti, hacia tus brazos, hacia tu pecho, sumergirme en tu mirada y soñar, soñar despierta, soñar dormida, soñar con tu rostro sin tenerte delante. Reírme contigo, pero también de ti, llorar a tu lado, pero siendo feliz, vivir, vivir sabiendo que tu corazón y el mío laten en un solo compás.
«Libre» de Nazayda Balmaseda Ramos
Anoche soñé contigo. Volabas libre, veraz, soltabas las cadenas ya oxidadas que ceñían tu alma, segadoras de tus alas que tanto deseo sentían por el aire. Eras ajena a todo, eras tú porque querías serlo, porque te gustaba vivir en un mundo sin números, sin lágrimas en vano, sin gritos enmudecidos por la vergüenza.
Anoche soñé contigo, el agua reflejaba tu rostro relajado, sin surcos y sin muecas, feliz de estar viva porque era un logro.
Anoche soñé contigo; desperté cuando sonreías y tu susurro acariciaba el aire, “estoy bien”.
Hoy te he visto callada, despierta pero soñadora, nadando hacia arriba para llenar los pulmones de esperanza, para sobrevivir a la vida. Cual calma después de la tormenta, suspiras en silencio, esperando a que el viento te lleve con él.
«Para los chicos a prueba de balas, del poeta de la ventana» de Pau Dekany Piña
Os escribo escapando del vórtice en el que me hallo. Gracias por dejarme usaros hasta que salga de aquí, por enseñarme el valor oculto que olvidé y creer en mí cuando ni yo mismo lo hacía. Sin verme, ni pasar cinco minutos hablando conmigo en un café, explotáis ese potencial que ni yo mismo creía tener. Me ayudáis a quererme y a tener esa fuerza para salir a la calle, y sonreír a esos extraños de los que creo tener un vago recuerdo. Por invitarme a esa tienda mágica y dedicarme ese álbum para enseñarme que tengo razones para amarme, odio resumir todo en un gracias. Cuando salga de aquí, os mandaré mis poesías, las que escribí con vuestras canciones rescatándome.
Dedicado al grupo de música BTS.
«- Intervalos de reencuentros-» de Jimena Bazo
Bueno, nunca pensé estar haciendo esto, siempre eres tú quién me dice, quién dedica, porque, es a mí me a quién se le da mal las palabras, a quién por mucho que sienta no lo exterioriza.
Tanto tiempo estando presente en mi vida, pero de una manera exterior, por figuras maternas que nos enlazaban, aunque hayamos sido nosotras su vínculo.
Entre días casuales te convertiste en tirita y sanación, en algo insaciable, sin fondo, en la ansia de tragar palabras. Eres la que reivindica en voz alta, la que lee tanto como yo, la atrevida y desvergonzada, la niña pequeña y a la vez la persona más reflexiva del mundo.
Aunque solo vea tu pelo ondear en la estación más cálida. Todo vale y valdrá la pena, horas de camino, helados de frambuesa con un tenue sabor a mantequilla, manos teñidas de moras, sol y nubes, crujidos de madera por la hamaca, risas, susurros a primera vista. Solo gracias por perderte conmigo.
El grave silbido del viento está en mi contra, pero no detiene mi avance por
el empedrado camino de regreso. Aunque es muy probable que mis chanclas sí que
lo hagan, la planta del pie molesta más a cada paso que doy. La proximidad del
mar refresca el aire, quizás demasiado teniendo en cuenta que el sol está cada
vez más lejos de su zenit. El desenfadado tiempo se tornará insoportable mucho
antes de que llegue a casa; el anochecer golpea con fuerza cada vez que cae. Debí
haber salido antes del charco.
Todavía queda un rato para llegar al faro, pero al menos ya puedo verlo
desde la distancia, tocando el cielo, apagado y sin intención de encenderse. Ya
no hay gente en el camino ni en los charcos, siempre queda más vacío en
invierno aunque sea la época del año en la que más me llena a mí. No por el
clima, que deja bastante que desear, sino por todo lo que hicimos y lo que nos
queda por hacer. Echaba de menos estas noches, las sudaderas y los pantalones
cortos, el salitre. La sirena que me dio tantas penas como alegrías,
desaparecida entre las olas. Personaje tras personaje, nunca conocí a nadie de
aquí que me haya dejado indiferente. No hay sitio que me dé más paz, aunque no
haya estado exento de guerra. El faro que iluminó mi vida aún estando apagado,
la respuesta cuando no la hay. El lugar que me enseñó a vivir, a no esperar a
que nadie encienda esa luz por mí.
«A kind of magic» de Pau Dekany Piña
Allá donde mirase en mi mente, todo era agua. Un agua oscura, que escondía
criaturas que todos tememos: el miedo, la soledad, la inseguridad. Algunas
algas se enrollaban en mis tobillos, y tiraban de mí hacia ese oscuro fondo
marino. Mientras luchaba por respirar, por vivir, por que alguien me sacase,
seguía estudiando y pintando una sonrisa en mi cara para no preocupar a mis
amigos.
La cama me atrapaba, el colegio me engullían y ellos cada vez daban un paso
más lejos. Pensaba que esa mar que llevaba dentro había salido de mí, y se
personificó en mi día a día. El ritmo de mi vida era una pequeña síncopa de
olas que se mecían en mi cuerpo.
Un día, rebuscando en las memorias de una casa que estaba naciendo, mi padre
sacó una gran caja. Su cara proyectaba esa alegría que tanto anhelaba tener, y
me enseñó ese pequeño recuerdo que cargaba consigo. Abrió ese aparato que nunca
vi funcionar, y cuando terminó de explicarme como funcionaba, se marchó.
Lo puse en mi cuarto, junto con aquel cartón duro que estaba dentro de la
caja. «Queen». Supe que era, ese grupo que tanto me había conectado
con mi padre, y me atreví a cambiar el compás. Acaricié las pequeñas grietas
del disco negro, lo giré sobre su eje incontables veces, aprecié cada milímetro
de ese círculo, como si hubiese llegado de Marte. Lo deslicé hasta colocarlo en
su sitio. Me fijé en la pequeña aguja, un brillo tan minúsculo que deja ciego
al que lo ve por primera vez. La hice flotar hasta ese camino que le tocaba
recorrer. Que envidia que ella supiera por donde coger, y yo estuviera tan
perdido. Se escuchó un pequeño ruido blanco, e inmediatamente sonó.
Las olas empezaron a cesar en fuerza al escuchar el baile de la aguja con el
vinilo. Las algas se fueron cayendo, y mis pies bailaban al ritmo de ese grupo
de rock. Por un momento, sentí el aire en mi piel, y apreciaba cada
imperfección de ese sonido antiguo. Ya había escuchado esa canción antes, pero
no me había nunca salvado como ahora. Me quedé como un barco a la deriva,
disfrutando de como el sol volvía a salir de entre las nubes.
Una puerta ante mí se abrió, y agarré esa mano que quería también
bailar. Dos generaciones distanciadas por kilométricos años, pero unidas por
una simple melodía. Un momento único en el insignificante universo, que
apartaba todo lo que no servía para soltar unas risas. Los tres minutos más
brillantes de toda la oscuridad en la que vivimos, estaban transcurriendo en
ese momento. Nada importaba, ni las notas, ni las tareas, ni esa gente que
creía que me conocía. Nada por lo que me deprimía existía en ese entonces, solo
un padre y un hijo cantando su grupo favorito.
«Profundizar» de Jimena Banzo García
En un silencio en el que se oye el romper de las olas, el sonido de las piedras moverse contra el vaivén de la marea pero que es un silencio óptimo, colores claros, recuerdos evocados, esos días en los que el mar estaba embravecido, la sal se te pegaba al cuerpo e inundaba tus fosas nasales impidiéndote oler nada más, salías pensando que te habías quitado toda la arena pero luego descubrías miles de granos unidos a tu cuerpo, cuando habías dicho de no volver a entrar al agua, helada y perfecta, aunque luego volvieras a pasar horas con la perfecta temperatura pegada a tu cuerpo, los labios morados y los dientes castañeando, correr por la arena seca hasta la mojada por el calor que desprende la playa, enterrarte en la arena con el resentimiento de pensar en volver a quitarte el calor que se había adosado a tu figura, cuando quedaban quince minutos de sol que comprobabas con tus dedos, esas veces en las que te quejabas de ir a la playa solo por el simple hecho de hacerlo ya que tenías ese sentimiento agridulce de la pereza de moverte y el saber que cuando bucearas hasta quedarte sin aire habría valido la pena, el libro que volvía a casa con una nueva capa de recuerdos, esa vez en la que en la que casi rompes a llorar porque la rosa no llegó al agua y se juntó con un alma perdida, no llegó porque no quisiste ponerle una piedra ya que tendrías que haberle puesto cinta y no querías tirar plástico al mar, tantos recuerdos impecables, rotos, insuperables, de alegría, llanto, tristeza.
Porque ¿Quién se imaginó que aprenderías tanto junto a una ola?
Dana Razzak Anta
Ese lugar
en el que he reído, en el que he llorado tantas veces. Luminoso y oscuro a la
vez. Pequeño, pero grande en mi mente.
Ese lugar
que me salvó tantas veces de la soledad absoluta. Donde pasé buenos momentos
con mis amigas, o más bien con mis antiguas amigas. En el que tantas veces nos
hemos caído, jugado… Objetos que traen tan buenos recuerdos, como las
papeleras en las que encestábamos el papel que envolvía nuestro desayuno del
recreo, esa rotonda de flores en la que jugamos al pilla pilla, o aquella
alcantarilla en la que nos hemos resbalado más de mil veces.
Los días
de lluvia en los que nos tapaba el techo, mientras que mirábamos por el balcón
todo el patio mojado, y la gente intentando resguardarse. Los días soleados en
los que corríamos y saltábamos en los charcos sin preocupaciones, viendo las
nubes alejándose, y en los que nos sentábamos a hablar o a usar la imaginación
para jugar.
Ese lugar
en el que a veces aprovechábamos para estudiar juntas, nerviosas por no haber
estudiado antes, pero nunca aprendimos la lección. Veces, que celebrábamos la
victoria del partido de baloncesto y otras en las que consolábamos a nuestro
equipazo.
Ese lugar
lleno de recuerdos, lleno de mis ideas sobre cosas que nunca entendí. El lugar
en el que compartía todos los secretos con mis hermanas del alma. Las culpables
de que en este momento mi alma esté rota. Ahora ese lugar está vacío, ahora,
ese lugar guarda mis oscuros pensamientos, sobre como todo lo que teníamos se
hundió, sobre como todo se perdió en el profundo, oscuro e infinito mar del
olvido.
Durante
todo ese tiempo pasaba por ahí, y me reía, recordando todo lo que pasamos
juntas. Ahora, cuando lo hago, pienso en todo lo que había tenido, en todo lo
que perdí, en todo lo que me falta.
«Estrella» de Nazayda Balmaseda Ramos
Adrenalina. Energía recorriendo las venas de un cuerpo que rebosa expresión. El suelo es un manto negro, recogedor de sueños y de arte, una explanada con un límite tan desdibujado que parece invisible. Las cuerdas cuelgan, agarradas de un enganche oculto por la negrura que se extiende hasta el techo. Adelanto mis pasos y me adentro en ese sueño, polizón de la realidad. El telón sube lentamente, alargando esos segundos de expectación y temblor que sacuden mi cuerpo, ese punto en el que sabes que ya no hay vuelta atrás y coges aire porque es lo único que te queda. Respirar. Los focos prenden fuego a la inseguridad, cegándome; reflejando el brillo de las estrellas fugitivas de la belleza, cuyo propósito es iluminar el camino de aquellos que han perdido su voz. Me aíslan, crean un muro de luz entre mi corazón y los que laten conmigo detrás de ella. Es ahí cuando me arropa la calma, un sentido de pertenencia, de hogar. Quiero quedarme ahí, en la realidad soñadora, en el telón subido, en las estrellas prófugas y en el corazón palpitante. Quiero llenarme de emoción para dejar de estar vacía, ser un punto diminuto en el hábitat de los atrevidos. Soy alma y soy cuerpo, errando entre ambos medios . Me fundo con las luces que me rodean, me derrito en vida. Y brillo.
Olivia Li Cabrera Gómez
Eligieron crearlas de plástico, para que no desapareciesen, porque no podemos aceptar que las cosas lo hacen, porque nos negamos a ver la hojas verdes poniéndose cada vez más marrones.
Entrelazando
las espinas y pidiendo que no corten. Las flores, colocadas con cuidado
llenando cada espacio, muy juntas y recorriendo el círculo sobre mi pelo. La
diadema de flores que me puse aquel verano, con la que sople las velas. La que
reflejaba lo que fui aquel año y todos en los que permaneció colocada al lado
de mi cama.
Pero
ya no la encuentro, la veo y forma parte de un recuerdo aún sin estar marchita.
Ahí el porque de que fuese de plástico. La intención de que durase para
siempre, lo difícil de aceptar que las flores se acaban muriendo. Todo lo que
duele verlas secas y sin color porque antes fueron demasiado perfectas. De lo
bonito duele el perderlo, de los colores parte el que no busquemos al negro.
El
recuerdo de esa niña desaparecida entre los pétalos que siguen pero ya no sobre
su cabeza. El intento de buscar lo que queda de ella, el dolor de sus miradas
al darse cuenta que ya no la llevo puesta. Veo que a veces se paran, me mirar y
se apartan, se dan cuenta de la ausencia de las flores y automáticamente lo
justifican a un cambio. Les duele no verlas y lo entiendo, pero no entiendo de
qué parte el autoconvencerse de que estas nunca iban a acabar marchitas.
Creo
que hay que olvidarse de que las cosas se acaban, vivir como si siempre fuesen
a quedar flores que arrancar de los bordes del camino. Pero no hay que obligar
al otoño a que las siga dejando vivas. Pretender que el invierno deje de serlo
para poder conservar ese calor que tu te niegas a perder.
Han
dejado de pintar cada uno de los bolis que he acabado tocando, y al principio
los miraba como si fueran para siempre. Pero un día dejan de pintar y no
entendemos en qué momento desaparecieron, vemos el recipiente vacío, pero no en
todos los folios que se fue quedando.
Muy
poca gente es capaz de aceptar el fin de las cosas, capaz de mirarlas y saber
que no son para siempre mientras las esta tocando. Nadie sabe que se acaban
yendo hasta que se van. Cuando cogemos una flor del suelo y le buscamos un
lugar dentro de lo momentáneo que son nuestras vidas. Un sorbo de agua en el
que sumergirla, que nos hace creer que acabará durando más que las de la
anterior primavera. Como esperando a que se quede, como si fuese a durar más
que esa noche. Como si el agua, o el que fuesen de plástico fuese a hacer que
duraran para siempre.
«Enredadas letras» de Violeta Gutiérrez Huecas
Con
su tapa fuerte y rígida protegía todas mis fantasías, con sus páginas amarillas
envolvía mis sueños, esa pequeña libreta de colorines semejante al arcoíris,
esa que me regaló mi abuela cuando ella todavía era parte de mi familia, esa en
la que tantas veces habían caído mis lágrimas.
La
tinta cubría toda la superficie, letras enmarañadas en un mar de palabras,
legibles pero a la vez imposibles de entender, eran mis sueños aquello que
leía, eran mis ilusiones aquellas que decoraban las páginas.
Leer
siempre había sido una vía de escape, sin embargo aquello era condenar mi mente
a volver atrás en el tiempo, a revivir todo lo que en su momento trate de
olvidar.
Las
páginas atesoraba felices viajes a lugares maravillosos, meriendas con quién
fue mi otra mitad, noches en vela imaginando un futuro, una lista de fantasías
sin cumplir que con ilusión creé.
Sin
embargo atesoraban también sufrimiento, aguadas lágrimas que mi corazón no
podía callarse mas, pesadillas que me perseguían incluso despierta, el vacío de
sentirme infeliz dentro de una familia aparentemente perfecta.
Aquella
era mi alma, siempre acompañándome en mi mochila, siempre dispuesta a ser el
hombro donde llorar, siempre viviendo junto a mi, viendo cómo lograba construir
poco a poco, y observando también como caía aquello que había construido.
Por eso cuando me dijeron que debía deshacerme de ella, una parte de mi alma se encogió, y en una esquina lloré, lloré por todos los momentos que desaparecerían entre el fuego, lloré por todos los castillos construidos, también por los que habían caído, llore por un mundo de fantasías que iba a ser consumido, y lloré por todas esas palabras sin sentido, que dentro de mi propio mar, habían encontrado su camino.
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