El incesante goteo de la lluvia provoca que la desorientada y aludida señora Drossmoire se despierte a mitad de esta larga noche. Traga saliva, respira hondo y se levanta de la cama, con los pies descalzos avanza silenciosamente hacia la cocina. Una casa destartalada en la que viven ella y su perro, Tobbe. La vieja señora vuelve a la cama, se rodea con su manta de seda, e intenta seguir con su sueño eterno. La primera luz de la mañana cae en el rostro de la anciana, Tobbe sube por las escaleras, la mano de su ama cuelga de la cama, Tobbe entra al dormitorio y con preocupación lame la mano de su dueña. La señora Drossmoire despierta feliz por la compañía del que dice ser su hijo. La señora Drossmoire, con los pies descalzos, baja las escaleras, enciende la radio, mientras se sube a una banqueta para coger el bote de las pastillas. En la radio transmiten una emisión urgente, en la que avisan de que un psicópata escapó de una de las prisiones cerca de la costa, a unos cuantos kilómetros de esta zona, la fuga sucedió hace 2 días. La señora Drossmoire despreocupada por esa información alcanza el bote de las pastillas, llena un vaso de agua y vuelca las pastillas en el interior del vaso y lo absorbe. Al no encontrar al perro, ella coge uno de los periódicos de hace días y descansa en su butaca a la espera de la noche. La lluvia y el viento no cesan. El ocaso llega, la señora Drossmoire se levanta de su butaca y sube descalza por las escaleras. Se acuesta en su cama y duerme su preciado sueño. Tobbe lame su mano en un momento de la noche, la anciana sonríe y desde hace bastante tiempo se siente feliz. Llega la mañana, la anciana baja por las escaleras y avanza descalza hacia la cocina, abre uno de los armarios y dentro de él ve a el pequeño perro Tobbe, el cual por las heridas llevaba muerto más de 2 días. En ese momento la señora Drossmoire grita, grita por pánico, grita por terror. Desde ese momento nadie la vio nunca más.
Inhalé profundamente, el dulce olor a chocolate flotaba en el aire, di una última mirada sobre mi hombro y me escabullí sigilosamente por la puerta trasera de la casa mientras todo el mundo festejaba en el interior. Era una noche lluviosa, cogí el paraguas y me aventuré a entrar en aquel bosque que, siendo tenebroso para otros, a mi me resultaba algo mágico. Como cada 24 de Diciembre recorrí el camino entre la densa arboleda mojando mis pies en los charcos que se habían formado en la tierra y con la humedad clavándose en mi piel. La edad ya pesaba sobre mis hombros, sentía que en cualquier momento el cansancio me superaría y caería en un sueño sin fin. Con esfuerzo llegué al final del sendero. Me topé con aquellos majestuosos árboles que se entrelazaban entre sí, cruzando sus troncos y mezclando sus copas. Era el lugar en el que la conocí y donde sembramos la semilla de un amor inigualable. Miré el reloj, las doce en punto.
La misma brisa que me arropaba cada año cuando visitaba ese lugar se hizo presente. Las hojas que cubrían el suelo bailaron de un lado a otro, la lluvia cesó un instante y tras un pequeño parpadeo ella apareció frente a mi. Su espíritu era tan bello y tan puro como lo recordaba. Me limité a observarla, como siempre, su mirada cálida reflejaba el amor que llegó a sentir por mí justo antes de que aquella enfermedad le robara los recuerdos de una vida plena y, más tarde, se cobrarase también su último aliento en una noche como esta años atrás. El único consuelo para mi añoranza era visitar este lugar cada navidad y sentir el calor de su presencia que aún siendo etérea era lo único que mantenía a flote mi cordura, ella era el único espíritu navideño que deseaba conocer.
Nunca supe con certeza porque era capaz de volver a este mundo, solo ese instante, solo para mi, tal vez su alma estaba ligada a la mía, así como estos dos árboles que habían crecido juntos estaban ligados el uno a otro por el resto de sus vidas y quizá tras la muerte de alguno de ellos, el otro seguiría soportando su peso hasta que ambos perecieran en alguna tragedia natural.
Y así fue, cuando estaba frente a ella caí inconsistente sellando por fin nuestro destino, lo último que pronunciaron mis labios fue un sutil “te quiero”. Cuando mi alma abandonó mi cuerpo ambos nos fundimos en un deseado abrazo y nos mezclamos con aquellos árboles para seguir juntos, felices, eternos.
«Gracias mamá» de Violeta Gutiérrez
Su ausencia cada año era más notable, en cada navidad, el vacío que ella había dejado era más latente, ella, la luz que iluminaba la casa, a pesar de la ausencia de una familia, sin ella todo era diferente, las estrellas brillaban con más fuerza, parecían celebrar la acogida de una nueva esencia en su universo.
Nunca me había gustado la navidad, pero desde aquel año, se había convertido una época del año completamente insoportable para mí, recuerdo con anhelo aquellas frías tardes que pasábamos juntas, las risas retumbaban por el salón, el aroma a galletas se extendía por toda la casa, aquel olor a navidad tan particular, que hacía ya dos años que no se sentía por ningún rincón de la casa.
Paseaba por la calle y veía todas aquellas familias felices, aparentemente sacadas de un anuncio, y a veces lo echaba en falta, hacía dos años ya, que mi luz, como ella la llamaba, se había apagado casi por completo, no me quedaban fuerzas para seguir, no me quedaba ilusión para continuar, la única razón por la que yo seguía adelante, era ella, su esencia seguía en algunas partes de mi vida, en pocas, pero en algunas seguia ahí.
La música, antes unas melodías sin sentido para la mayoría, se habían convertido en mi soporte para evitar la soledad, cada canción que había escuchado con ella, ahora ocupaba un pequeño hueco en mi corazón, una chispa que lograba recomfortarme de vez en cuando.
La presión en el pecho, la falta de aire ,los latidos del corazón acelerados, los ojos humedeciendose de manera inevitable, todas aquellas sensaciones, las experimentaba cuando determinadas canciones llegaban a mis sentidos.
A veces, cerraba los ojos, y me imaginaba comenzando una danza sin fin, bailando y riendo con ella.
Momentos como esos hacían que la música, continuase siendo parte de mi vida, gracias a la musica, podía sentir su tacto otra vez, a pesar de que fuese solamente a través de mis imaginaciones.
Cada vez, quedaban menos días para noche buena, por lo tanto, quedaban menos días para que llegara el aniversario del día que decidió dejarnos, el día que dejó este mundo, y comenzó su nueva vida en las estrellas, ahí arriba, donde todos descansaban en paz, donde todos disfrutaban de una nueva vida, llena de sueños y alegría.
Era el día antes de nochebuena, quedaban menos de 24 horas para que llegase el gran momento para todas las familias, para mi familia también era un gran momento,pero no lo celebrábamos con gozo, si no con lágrimas y tristeza.
Miro hacia la entrada y allí está, aquel viejo árbol de navidad que nadie se ha molestado en cambiar desde que ella lo compro, todavía recuerdo el día que fuimos a aquel gran almacén.
Los había altos, bajos, de color verde y de color blanco, con luces y sin luces, había miles de árboles de navidad posibles, la gente se encargaba de expresar a sus invitados lo felices que eran y lo mucho que brillaba su árbol, daba la impresión de que competían, a ver quién era más feliz, quien tenía el árbol más bonito y brillante..
Sin embargo ella eligió el que a mí me gustaba, un pequeño y humilde árbol, de color verde, sin luces, ni cosas brillantes, pero para nosotras era perfecto, expresaba a la perfección, que a pesar de ser una familia pequeña, el amor estaba por todas partes.
Parece mentira que aquel precioso árbol fuese el mismo que descansaba en la entrada de mi casa, con ramitas rotas, lleno de polvo,y sin el brillo mágico que poseía años antes.
Me despierto con la luz del sol, automáticamente recuerdo que día es hoy, 24 de Diciembre, mi humor, se ve truncado irremediablemente, miro al cielo, y veo como el sol, brilla más que en todo Diciembre, me gusta pensar que significa algo, que ella de verdad está ahí arriba,y que me protege y me cuida.
Me visto con la ropa que llevaba aquel día, supongo que es una mala costumbre a la que me he habituado, me hace sentir más cercana a ella, más cercana a todo lo que pasó.
Todavía lo recuerdo como si hubiese sido ayer, era nochebuena, y yo me había olvidado mi regalo estrella para ella en casa de una amiga, me moría de ganas de darle aquel regalo, así que ella, a pesar de ser noche buena y casi de noche, cogió el coche y fuimos juntas a buscar el regalo, a la vuelta íbamos hablando de Papá Noel, y de los regalos que me iba a traer, cuando de repente, de una curva aparentemente invisible, salió un coche a toda velocidad, y chocó con nosotras irremediablemente, no tuve tiempo a reaccionar ni siquiera a articular un grito, lo siguiente que recuerdo es la camilla del hospital, a mi padre llorando a mi lado, diciéndome que no era culpa mía, que todo había sido, por una borrachera de navidad estúpida, tiempo después, entendí que ella se había ido, todo por culpa del alcohol, todo por culpa de alguien, que no había echo caso a los múltiples avisos que se daban en la tele, en los periódicos y en todas partes.
Desde entonces mi vida se ha ido convirtiendo en un pequeño infierno diseñado especialmente para mí, mi padre, al no poder soportar la perdida de su amada esposa, se dio al alcohol, se sumergió en una horrible nube de adicción, y yo, no podía ni mirarle a la cara, gracias a él y a su adicción, yo recordaba todos los días que aquel accidente había sido culpa mía, que si yo no hubiese olvidado aquel bonito dibujo, jamás habríamos salido de casa.
Mamá, te necesito, necesito tu presencia en mi vida, se que pronto te veré, y bailaremos en las estrellas.
Saliendo poco a poco de una tumba olvidada desde que se cerró. Restos de ramas secas colgando, flores marrones y sus pétalos en ese hueco donde se debió poner mi nombre, el que se estaba abriendo, agrietando, para dejar de ocuparme por una de esas enredaderas que crecen de algo muerto.
Caí para poder volar como me prometieron, para dejarle al viento mi vestido y mis trenzas.
Les escuchaba susurrándomelo desde lejos, en cada hoja que se caía cuando pasaba, cuando rodaban las canicas por toda la calle. Me lo dijeron un millón de veces y no sé quién, no sé dónde. Pero el viento cuando soplaba me traía las palabras y las dejaba dando vueltas en mi cabeza.
Miré hacía abajo, y sentí el frío de una noche mojada, el silencio de un lugar tan alto y tan cerca del ruido de los coches que esa noche no pitaban, pero iban con prisa, sin mirar, sin ver y sin escuchar como hacía yo.
El viento en tu contra cuando caes y lo interrumpes, el último silbido en el que me pidió perdón. Por mentirme, por hacerme creer que si saltas puedes volar, por no hacer volar mi falda, ni desatar mis trenzas mientras volaba.
«Las cónicas del taburete universal» de Enrique Esteban de Cáceres
Me levanté de la silla. De MI silla. Tercera fila centro derecha si la miras desde delante. Me levanté porque todos los del curso de Jóvenes Escritores nos íbamos a sacar una foto con Antonia delante del cartel del libro. Estaba emocionado. Todos lo estábamos (creo), por lo menos ahora tendría algo que mostrar a mis compañeros. Y que decir que también me gustaba la idea de haber publicado algo. Me encantaba la idea.
Bueno, mi relato comienza cuando volvemos a los asientos con tres compañeros más que acababan de llegar. A ojímetro se podía ver que había espacio para todos, pero ante la duda (y porque soy subnormal) me quedé el último. Como podéis haber deducido ya, no había sitio para tres de nosotros, aunque deberían haber sobrado. El problema fue que varias señoras se habían sentado en la misma fila y no me había dado cuenta.
Tras un rato apareció el »securita’ ‘y nos puso dos sillas. Porque soy caballeroso (subnormal) y acordándome de que había más sitios en el otro extremo, no me molesté en quedarme y fui a la otra punta por detrás de la pequeña grada que habían montado. Había dos sillas y un taburete.
Cuando llego me encuentro que las sillas libres habían sido ocupadas por señoras mayores. De vuelta al rescate, el »securita» desplegó las últimas dos sillas delante mío y sabiendo que me quedaría de pie porque había otra señora con su hija, fui caballeroso. No hice ni un movimiento. Llegados a este punto se puede afirmar que mi caballerosidad no era subnormalidad, sino »jalipollez».
Empezó el acto, yo apoyándome contra la pared en la esquina de la grada. Antonia y el editor empezaron a hablar y a lo largo del evento tuve que apartarme y pedir perdón varias veces por estar en mitad del paso. Lo cierto es que no era el único que estaba de pie, pero yo era el único que sabía de la existencia del taburete: tres patas, de madera y de tapicería roja. Bastante elegante y podría haber sido mi trono. Un premio por mi caballerosidad; pero estaba el »securita» a mi lado y no estaba seguro de qué hacer. Y me pasé la mitad del evento atento al taburete. Mirándolo con premeditación y alevosía.
Podría haber sido más listo. Podría haberlo cogido o haber preguntado. Estaba en mitad de un universo literario, poco importaba lo que hiciese. Pero no lo cogí porque había más gente y yo soy caballeroso.
«Viajando en el tiempo» de Elena Monzón Cejas
Ya han pasado 15 años, pienso cuando llego al teatro, entro en la sala, ha cambiado más de lo que imaginaba, hay más butacas gracias a dios, pero los que más han cambiado son mis compañeros, ya me resulta difícil encontrar ese brillo infantil que había en sus ojos. Otros alumnos ya no están, por circunstancias de la vida. Tampoco el editor que nos ayudó en un principio, ni mi padre, que ya es demasiado anciano para moverse.
En fin.
Cuando las sillas están abarrotadas se pronuncian los discursos con esas metáforas que ya sé dominar. Luego me aplauden por el libro que saqué este año. Si me hubieran predicho esto quince años atrás, no les habría creído.
Y después nos entregan los libros.
Me acuerdo de que avisaron que si pisabas en el centro del suelo te podías caer, al oír eso por primera vez me asusté, pero ahora deseo hacerlo.
¡Elena Monzón! Me acerco con los mismos nervios de antaño, y me coloco en el centro del teatro, una sensación de hundimiento aparece, mi cuerpo empieza a cambiar, las arrugas desaparecen, los granos vuelven a invadir mi cara, conmocionada descubro que estoy viajando en el tiempo, los minutos están congelados para los demás pero yo estoy cayendo…
Abro los ojos, estoy sentada junto a mis compañeros, todavía somos jóvenes y nuestro futuro sigue siendo incierto miro a la izquierda y veo a mi padre, que está orgulloso de mí, yo también lo estoy, nunca pensé que mi relato saldría en un libro. ¡Elena Monzón!, con las piernas temblando, me deleito todo lo que puedo con este ambiente de felicidad porque sé que es efímero, tengo que volver al presente, me dirijo hacia el centro de la sala, y algo tira de mí hacia delante, mi cuerpo cambia de nuevo, el tiempo se congela…
Cojo el libro y al sentarme, la persona que está al lado mío me dice !Ojalá pudiera viajar al pasado!. Tan solo tienes que cruzar el centro de la sala, murmuro con misterio.
«Mi pequeño duende» de Jon García-Valdecasas Vispe
– Tenemos un don, todos lo tenemos, yo lo tengo, tú lo tienes, cada ser que puede verlo, lo posee.
– ¿Ver el qué?
– Verlo a él.
– ¿Qué busca?
– Busca a gente diferente.
– ¿Dónde está?
– Se esconde. Está donde crees que no está. Es un reflejo, una maravilla, un misterio, un terror, una broma. Él lo es todo.
– ¿Es algo mágico?
– Es lo que crees que ves. Es literatura.
«Los caracoles sí saben leer» de Marta Ramos Gómez
«Los caracoles no saben leer» ¿Quién dice qué los caracoles no saben leer? La gente. ¿Quién si no? Pero los caracoles no son gente, ellos saben muy bien que sí saben leer, pero leer entre líneas, y también escribir. Además son muy atentos, pues poseen unas grandes antenas con las que observan y llevan su mundo a cuestas. Siempre van con su bella e intrigante lentitud por la calle, con su tamaño de hormiga y siempre pasando desapercibidos, y a vista de la simple gente, los caracoles siguen sin saber leer, y solo son animales raros que estorban. Pues está es la historia de 105 caracoles, todos diferentes pero con algo en común, el gusto por la escritura. Estos 105 caracoles eran algo distintos en su vida como animales, pues se fijaban en absolutamente todo, y los demás, la gente, simplemente sentía que eran animales raros pululando por las calles. Cada uno de estos 105 caracoles vivía con sus historias, hijos, hermanos… Y un día, por alguna extraña razón, decidieron entrar en una escuela caracoliana que ignorase las cosas serias, y tras varios cursos, o solo uno, dependiendo de cada caracol, pudieron publicar un texto en un libro, porque sí, la escuela era de caracoles que escribían, y sí, sí sabían leer, leer entre líneas, porque esos caracoles… Esos caracoles literarios distintos a ojos de la gente somos nosotros. Caracoles, pero caracoles con su casa e historias a cuestas, y, también, con un sueño cumplido.
Les dejamos los relatos realizados por el alumnado del Curso de Jóvenes Escritores de Verano. Al final de la publicación encontrarán un listado de libros que nos recomiendan.
«Cachos de papel» de Olivia Li Cabrera Gómez
No tenía recuerdos, no tenía pasado, una historia. Todo eso lo formaban montañas de momentos que se habían apropiado de mi habitación. Al ser imposible almacenar recuerdos, todas esas historias las tenía que guardar en objetos, en pequeños cachos de papel, envoltorios que había abierto y sabía que me harían recordar lo que sentí, lo que ví y así acordarme de quién era. Estamos formados de recuerdos, de historias que nos han llevado hasta dónde estamos, pero yo no tengo nada de eso. Todos vivimos en un presente, pero este se mezcla con el pasado el cual pretendemos cambiar en un futuro o volver a encontrar en este. Pero yo solo tengo el presente, lo que hago, lo que siento, lo que estoy viviendo por un par de segundos y luego guardaré en mi habitación. Estoy yo sola contra los fallos que repito una y otra vez, contra esas ganas de saber quién soy, por qué hago lo que hago, de saber mi historia. Yo soy esa habitación y el día que desapareció, yo desaparecí con ella. Abrí los ojos y toda mi vida, mi historia, yo, ya no estaban. Somos lo que hicimos y yo hice esas montañas en mi habitación, pero ya no estaban y yo deje de estar cuando ella se fueron.
«Alba» de Marta Pérez Álvarez
Esa sonrisa, esos ojos oscuros, ese liso pelo marrón, que desde el primer día me atrajo. Al principio parecía tímida, como si no quisiera que nadie la viese, pero yo me fije en ella. Pero de esa persona que parecía tímida y callada salió alguien suelta y abierta al mundo. Alguien divertida, que con su sonrisa hace feliz a todo el que la rodea, y se preocupa por los demás y las cosas que ocurren a su alrededor. Que a través de esas gafas refleja seguridad y empatía. A mi me enorgullece mucho haberla conocido. Tenemos tantas cosas en común y somos tan diferentes, aunque no hayamos hablado. Alguien que para mí escribe de maravilla, con mucha intensidad, aprovechando esas circunstancias tan paranormales que Le pasan pos la cabeza contándonoslas con tanta rapidez pero con tantos detalles que nos dejan con intriga. A la cual con estar cómoda le basta y le da igual la opinión de los demás. Estoy muy orgullosa de haber conocido a alguien tan interesante como ella. Con ese sentido del humor tan singular, con su forma de ser… Es ese tipo de personas que me daría pena perder.
«El guardia» de Paula Herrera Domínguez
Una verga grande y tenebrosa. De metal oxidado y tan oscura como mi miedo a ella. Un paso más y estoy dentro. Había llegado dos horas antes, y no había absolutamente nadie. A mi derecha la tumba de mi abuela. Rodeada de rosa, margaritas, tulipanes y todo tipo de ramos. A la izquierda un pequeño cuarto. En él, el guardia. Un hombre robusto y misterioso, que al entrar me saludó con una sonrisa.
Como quedaba tiempo me di un paseo por el cementerio. Hacía viento y las hojas se caían de los árboles. La brisa aumentaba su fuerza, como si me quisiera avisar de algo. ¿Pero de qué? El tiempo se me había pasado volando y solo faltaban diez minutos para decir adiós a parte de mi corazón.
Toda mi familia estaba allí. Desde el abuelo hasta mi primo pequeño. Pero había algo raro. No estaban tristes, desolados o llorando, más bien todo lo contrario. Enfadados, confusos, perdidos tal vez. Eché la vista adelante y me di cuenta de la tragedia. La tumba de mi abuela, ya no estaba. Corrí a la entrada en busca del guardia, pero este también había desaparecido. Cerré los ojos por un momento. Cuando volví a la realidad no había nadie. Solo quedaba el cementerio, la verja y yo. De repente se había hecho de noche y la luna brillaba con fuerza.
Unos pasos. Silencio. Un silbido. Silencio de nuevo. Un crujido. Otra vez silencio. Un ruido chirriante al lado de mi oído. Como si rayasen una pizarra. Y después, silencio. Pero esta vez un silencio más profundo, más oscuro. Se notaba en el ambiente que algo se acercaba. Quería corre, huir, salir de allí. Pero no podía. El miedo me tenía atrapado. Totalmente encadenado. Algo rozó suavemente mi mano. Tragué saliva y esperé a que la tragedia viniese a por mi. Lo que fuese que hubiese detrás mio se acercó. Se aproximó a mi oreja y susurró “ Se donde esta tu abuela. Pero eso no es lo importante. Ten cuidado.” Volví a cerrar los ojos. Con la intención de volver a la realidad. Los abro con esperanza, pero no. Sigo solo. Estaba atrapado allí. Sin mi familia, sin mis seres queridos. Eso si da miedo.
«El eco de un porvenir» de Alba Férez Romero
El tiempo pasado era su monstruo; que fagocitaba a la actualidad, el corazón alrededor del cual se apretaban presente y futuro. Razones de más eran las que necesitaba para querer modificar lo remoto. Era ella lo suficientemente consciente para saber que es algo muy inverosímil, pero no quitaba el hecho de que fuera un sueño profundo, sincero y anhelado. Busca un cambio, leve o mínimo, un arreglo; es una necesidad. ¿Debería abrazar a su corazón y sentir el céfiro viento de primavera? ¿Por qué no podría hacerlo solo por una vez? Que se logre y que se cumpla; que a pesar del ciclo continuo, merece la pena seguir con las ansias de ese irrealizable deseo. Canela tez presente, que el sutil fulgor se abalanzaba sobre esta por la aurora clara, con nubes despiertas. Ojos asemejados a la enstatita marrón, con toques finos y transparentes. Sus lacios cabellos teñidos en oscuridad, recogidos; alzados. Ella está, mírala; presenciando el eco de un porvenir que jamás abrirá sus puertas. Mírala; posee un alma clemente y ansía el sueño, ella añora. Por favor, mírala; inasequible pretérito.
«Vuelve a la Tierra» de Daniel Suárez Acosta
Desde la muerte de Mac Miller, he escuchado su canción «Come Back To Earth» 38 veces. La canción habla de cómo está hundido en una piscina, y cómo intenta buscar una salida. Pero está debajo del agua, así que no puede pedir ayuda. Hay gente en los bordes de la piscina, pero nadie se tira a salvarle. En vez de eso, le gritan, «vuelve a la tierra», esperando que funcione, pero sin éxito. A veces, me siento un poco como Mac. Atravieso, sobre todo en verano, situaciones estresantes y problemas personales, no tan graves como los de Mac, pero que también me hunden en esa piscina. Soy una persona sensible, pero no soy capaz de expresar esas emociones. Cuando estás bien no es un problema, pero cuando estás mal es una pesadilla, porque la única persona con la que puedes hablar de ello es contigo mismo. Cuando la gente dice «el que come callado come dos veces», suele referirse a momentos de orgullo y felicidad, pero tiende a olvidarse de las malas situaciones en las que nos coloca la vida. A diferencia de Mac, yo sí tenía una forma de salir de la piscina. La música. Mis auriculares de 70 euros, probablemente la mejor inversión de mi vida, que tantas veces me han hecho papilla las orejas, pero que otras ocasiones me han ayudado a llorar, a apartarme del mundo, a gritar sin preocuparme de lo ronca y apagada que suene mi voz. Cuando subo el volumen, me despreocupo de todo, centro mis fuerzas en descargar la emoción que siento, y reproduzco música representativa de esa situación que estoy viviendo. Después de esas sesiones de terapia musical, siento que estoy preparado para cualquier cosa, y puedo afrontar lo que me pongan delante. El 7 de septiembre de 2018, Mac Miller murió de una sobredosis. Come Back To Earth fue su grito desde la piscina en busca de ayuda. Nadie lo escuchó. Y es que en algunos casos, los únicos oídos que pueden ayudarte, son los tuyos propios.
«Volando con mariposas» de Otto Farrujia Barranco
Recuerdo aquel mediodía como la mariposa que vi hoy al salir de casa, es como si me montara en sus coloridas y frágiles alas para transportarme a aquel horrible momento y lugar.
Era uno de esos días calurosos de abril, yo estaba en un cumpleaños en una gran casa, con un denso jardín donde afloraban todo tipos de flores, matorrales y árboles, también tenía un patio interior con una canasta de baloncesto y con dos o tres mesas de madera, perfectas para sentarse a comer y por último, una siniestra torre de color amarillo.
Estábamos jugando al escondite, contábamos, corríamos y nos escondíamos, o al menos así se jugaba, pero un amigo y yo decidimos escondernos en lo alto de la gran torre, se nos fue un poco de la mano. Allí muy poca gente nos encontraría, además queríamos ganar la partida.
Mientras estábamos sentados en lo alto de la torre, mientras unas frías gotas de sudor nos corrían por la cara, cuando de repente la puerta se cerró de con un gran estruendo, no sabíamos que hacer.
Estábamos preocupados, tensos.
Ya era demasiado tarde para pedir ayuda.
Eso no lo era todo, ratas y arañas se acercaban hacia nosotros
Descubrimos una silla marrón en un lado de la habitación y decidimos lanzarnos con ella contra la puerta. Cogimos fuerzas y fuimos hacia la puerta, esta se abrió y salimos rodando por las escaleras.
¡Todo fue una broma de nuestros amigos!
«Cascos» de Manuela RamosCastro
Estaba en la calle caminando como todas las tardes viendo el sol ponerse. Pasando por las cafeterías y observando a la gente. Se sentó en un banco y empezó a imaginarse las conversaciones de la gente. Empezó por una niña que hablaba por teléfono, imagino que le estaba pidiendo a su madre que la dejara quedarse mas tiempo en la calle con sus amigos. Luego pasó a un grupo de 4 chicas de unos 20 años. Ella imaginó que estas estaban hablando de lo petadas que estaban de estudio y del poco tiempo libre que tenían. Estuvo así toda la tarde, pasó de la niña que llamaba a su madre a un grupo de gente mayor que se quejaban de su estado.
Cuando llegó a su casa fue lo mismo de siempre, su madre y su padre discutiendo sin parar. Cogió sus cascos, se puso música he imagino que en vez de pelear estaban simplemente charlando sobre que harían de cenar.
La gente se mete con ella por hacer eso, la llaman loca. Pero lo que ellos no saben es que cuando no se es feliz con su vida, es más fácil imaginarse otra.
«Ella» de Diana González Padrón
Esperaba que la oscuridad la alumbrara aquella noche, todo estaba preparado, menos ella.
Cada pintalabios en su sitio, sus tacones favoritos al lado, el vestido planchado y su cuerpo alerta. Después de siete meses sin hablar creía estar preparada, aunque pienso que sólo era una sensación fallida. Se levantó con fuerzas hacia el futuro, pero con un par de lágrimas que por segundos desenfocaban el camino.
Se maquilló, se vistió y repentinamente gritó. No puedo más – dijo. Fingir no era lo suyo y tener que esperar para ser ella la ahogaba poco a poco. Con el paso del tiempo se acostumbró a la soledad, el silencio y quizás fue eso lo que la mató. Yo sólo me dedico a imaginar que se le pasaba por la cabeza para llegar a un punto tan extremo.
Ahora me maquillo y me visto de gala para sentirla. Después me baño y me quito toda la ropa. Duermo desnuda y soy capaz de ser ella por un tiempo.
«Al fin y al cabo» de Silvia PérezAcosta
Soy la única persona que despierta pensando que alguien la observa. No estoy segura de quién es. Puede que sea un ser superior, o simplemente un terrorífico invento de mi imaginación. Pero lo que sí tengo claro es que me atemoriza su presencia.
Su cuerpo, delgado, esbelto y negro, tan oscuro como si fuera la sombra de todos mis miedos, me observa, y solo han sido un par de veces en las que le he visto, mas nunca he llegado a ver su rostro.
Su presencia hace que mi cuerpo se inmovilice por completo y no pueda más que abrir mis ojos, y mi cerebro, despierto, pero preso del pánico hace que mis articulaciones no se muevan, y que todas mis ganas de correr sean en vano.
-Simplemente te lo estás imaginando- me digo a mi misma, tratando de calmarme.
La primera vez no funcionó. Dejé que el miedo se apoderara de mi, y este, lleno de poder, consiguió personificarse en este ser, dándome una de las peores experiencias de mi vida.
La segunda vez fue diferente. No me rendí ante el pánico, y mi mente consiguió batir a la otra parte de esta que me atormentaba, al fin y al cabo, mi imaginación puede ser mi peor enemiga.
Mi historia no tiene final feliz. No me hice amiga de aquella presencia. Ni tampoco me agrada que aparezca. Pero he aprendido a afrontarla. Ahora sé que cuando aparece no es mal augurio. Es más bien una señal, de mi sin sentido universo, que me recuerda que puedo con ella y con más.
«Las arañas» de Francisco Javier Suárez García
Era una noche normal, como muchas otras. Lo que la diferenciaba era la desesperada presencia de algo que no está.
Sentía ese algo a mi lado, escondido en la oscuridad. Cuanto más lo pensaba, más sentía aquella cosa.
Cansado y alarmado, fui a la cocina en busca de una relajación que no llegó.
Todo era muy raro. Veía cómo pequeñas arañas paseaban sus raquíticos cuerpos por una parte de la cocina.
Mecánicamente abrí un armario, donde suponía que tenía algo para comer. Me costaba fijar la vista. Me sentía fatigado. De pronto, en la oscuridad del armario brillaron cientos de ojos. Algo se movía ahí dentro. O quizá era mi imaginación. ¡O quizá no!…
Desconcertado, vislumbré las galletas que había comprado ayer. Cogí la caja con decisión. Miré fugazmente al interior. Empezaron a salir arañas.
Tiré la caja al suelo. Seguían saliendo arañas. Hui de la cocina al percibir un ruido desconocido dentro del armario. De un salto llegué al baño. Cerré la puerta.
Intentaba comprender lo que había pasado. Con la espalda apoyada en el lavabo respiraba con dificultad.
De pronto, diminutas arañas se empezaban a colar por debajo de la puerta. Cogí el secador pensando que sería un arma letal que me libraría definitivamente de los malditos bichos. Casi sonriendo lo encendí y lo puse a la máxima potencia. Intentaba mantener a las arañas a raya, pero no las podía contener.
Abandoné el secador y rápidamente fui a la bañera, cogí la alcachofa y empecé a echar agua. Por un momento, el invento parecía funcionar, sin embargo vi con perplejidad que las arañas habían logrado abrir la puerta. Estaba totalmente rodeado. Eran 500, o miles, o millones. Me quedé petrificado. No sabía qué hacer. Cerré los ojos y por unos instantes me sumí en los más absortos pensamientos. Estaba confuso. No distinguía la realidad.
Abrí los ojos y estaba en mi cama. Como si nada hubiese pasado.
Estoy despierto. ¡Estoy despierto!…
Ahora veo arañas por todas partes, y busco en mi mente el momento en el que lo soñé, sólo para cambiar la realidad.
«Él» de Lucía Correa Bravo de Laguna
El sentimiento de tristeza y las lágrimas de un corazón roto fueron los elementos que hicieron de mi vida la más exquisita novela. Tumbada en la cama, sintiendo como su tacto se clava en mi piel como si fuera el más afilado cuchillo, es cuando la tristeza empieza a corroerme. La satisfacción de tenerle cerca es lo que me hace sentirme tan patética.
Sé que solo yo soy testigo de su tacto, sus besos y sus dulces palabras, porque el destino se asegura de que estos momentos se mantengan en secreto. Pero por un momento pienso que pasaría si se dignara a abrir su corazón a los demás, a veces pienso que pasaría si fuera sincero consigo mismo. Probablemente nuestras risas, nuestros pequeños encuentros, no serían necesarios y yo no tendría que aguantar la respiración de esta manera. Porque duele, duele tenerle cerca y a la vez tan lejos, me duele saber que es mío pero solo a momentos.
Con él me cuesta respirar. Necesito soltar todo el aire que llevo guardando todo este tiempo. Necesito oxígeno, pero coger aire significa abandonarlo todo, y la palabra todo es él.
Me levanto y él me mira extrañado, con un intento de agarrarme la mano. Hoy seré capaz de respirar con normalidad.
«4 de julio» de Lucía QuintanaLópez
2 de julio Vuelvo a salir y no tarda en aparecer, como una sombra que me persigue, aprieto el paso, el corazón me late cada vez más fuerte esto se tiene que acabar ya. Me pongo los cascos y intento olvidarme de él, no es fácil pero empiezo a acostumbrarme. En seguida bajo las escaleras y regreso a casa, el miedo me supera. Cojo las llaves y miró hacia atrás sigue ahí esperando a mi lado a veces pienso que no es real no le dirijo la palabra entro corriendo y cierro la puerta rápidamente. Mi respiración vuelve a la normalidad el silencio de la casa me devuelve a la calma. Me dirigo a mi habitación cierro las ventanas y me pongo a estudiar. Mañana tengo examen de mates.
3 de julio Me despierto en medio de la noche con la respiración agitada. He vuelto a soñar con el. Otra pesadilla más. No lo puedo sacar de mi mente, ni siquiera en mis sueños. Me calmo y cierro los ojos. Me estoy volviendo loca.
5 de julio Amarro a mi perro y abro la puerta. Subo las escaleras y me dirijo hacia la avenida. Lo encuentro a lo lejos, a lo mejor hoy no me ve cojo otro camino y bajo por un descampado. Acelero el paso, no está, al menos hoy me libraré de el. Aprovecho para jugar con mi perro. Nos pasamos jugando un buen rato. De repente oigo ruidos, pasos, alguien se acerca, me doy la vuelta, no hay nadie. Pienso que es un pájaro que ha movido las ramas de un árbol. Pero de repente ahí está me mira de frente saca el cuchillo ante mis ojos estoy muy asustada no me muevo no grito no corro estoy temblando. Sonríe y lo hace.
6 de julio Mi hermana aún no ha regresado. Espero que no se haya metido en ningún lío. Ayer se fue a las tres y no ha vuelto. Mi perro apareció anoche en la puerta estaba atemorizado no paraba de ladrar y se movía frenético. Estoy muy preocupado. Debí hacerle caso, aquel hombre era peligroso. Tengo miedo de haberla perdido, de no volver a verla más.
Libros recomendados por nuestros alumnos
El dueño de las sombras (Trilogía eblus 1) de Care Santo.
Último verano en Tokio de Cecilia Vinesse.
Misery de Stephen King.
Los asesinatos de Coleraine de Georgine Pérez.
Orgullo y prejuicio de Jane Austen
La muerte del comendador de Haruti Murakami
El mundo amarillo de Albert Espinosa
Ocho de Rebeca Stones
Algo tan sencillo como tuitear te quiero (Trilogía. Volumen I) de Blue Jeans.
La historia interminable de Michael Ende
Las aventuras de Simón Bolívar de Vinicio Romero Martínez.
Salimos del cine. Solté palabras vacías sobre lo mucho que me gustó la película mientras mis manos sudaban con nerviosismo al intuir sus intenciones. ¿Acabaría en desastre o me gustaría? Sin previo aviso paró de caminar y noté una brisa seca y luego cargada de rocío que se adhería a mis labios. ¿Por qué en las pelis nunca te dicen que es como un verano cargado de humedad? Un momento… ¿por qué no siento la lengua? ¡ay dios seguro que se ha quedado trabada! ¿Cómo salgo de esta situación? Ojalá estas cosas las explicaran en Internet. Ah ya la vuelvo a notar, ¡no! Ahora empieza otra vez ¿Cómo puede aguantar tanto? Creo que se me va a desencajar la mandíbula… Al fin se acabó, debería haberme gustado más pero no ha sido así … ¿Por qué siempre sueño cosas que al hacerlas no me gustan? Como lo de apuntarme a gimnasia rítmica con esas niñas estúpidas que me ignoraban. ¿Habrán tenido problemas con su primer beso? Claro que como parecían tan perfectas… Ahora me está mirando. Me incomoda tanto esa sensación… Jo, no le perdono que me haya robado mi escena ideal. Yo quería hacerlo en algún parque idílico en vez de en un cine cochambroso. Quizás esto no pueda funcionar. Cuando me pongo exigente no hay quien me pare. Bueno, Lo pensaré en mi casa… Mi madre me está llamando porque tengo que ayudarla con algo, miento con descaro. Antes de que me bese otra vez me doy la vuelta. Que cutre eres, pareces un zorro huidizo, me digo a mi misma.
«El veneno de la fantasía» de Nazayda Balmaseda Ramos
Me acerco lentamente, mis sueños a punto de cumplirse afloran lentamente a mi cabeza. Realmente sé que no ocurrirá nada extraño, pero una pequeña parte de mí, estancada en las infantiles ilusiones que crean los cuentos de hadas, está emocionada. Él me mira, con esos grandes ojos acuosos mientras su cuello se hincha una vez más, emitiendo un sonido gorgojeante. Me lo intento imaginar con una pequeña corona, tal y como en mis libros de cuentos, devorados en apenas una tarde, aparecía. Giro la cabeza hacia los lados, asegurándome de que nadie está contemplando está singular escena, y me decido. Salvo la distancia que nos separa y uno mis labios a los suyos, que están húmedos. Un sabor ponzoñoso me inunda el paladar, extendiendo el veneno de la fantasía por mis venas. Me recorre un escalofrío por todo el cuerpo. Ahogo un grito, debe ser un sueño, no soy princesa y no pertenezco a un cuento, pero una inusitada realidad se apodera de el momento. El escalofrío duele, escuece. Mis manos sueltan al animal, que se marcha dando saltos. Sin respiración, caigo al estanque, entre convulsiones y lágrimas. Mis ojos se empiezan a cerrar lentamente, y lo último que puedo ver es al animal. El príncipe que se convirtió en sapo, el sapo que se convirtió en muerte, la muerte que encontró a su princesa. El aliento definitivo se escapa de entre mis labios, provocadores del amargo final, y mi mente se percata de la verdad, soy la princesa, a la que la muerte buscaba con vehemencia.
«Los cuentos de hadas son mentira» de Iris Paz García
De niña me gustaba pensar que los cuentos de hadas eran ciertos. Y pienso que a medida que fui creciendo me tranquilizaba la idea de creer que cada uno de ellos escondía algo de verdad, por mínima que fuese. Mi absurda infantilidad fue, en cierto modo, lo que me condujo a ti. Pero he dejado de creer en los cuentos para niños y en esa promesa del final feliz, y ese es el mismo motivo por el que me alejo de ti. Las princesas no son capaces de hacer que un sapo se convierta en un príncipe azul por medio de un beso. A veces las princesas son solo seres humanos, y se alejan de ese ideal de perfección preestablecido. A veces los sapos son solo sapos, y no enmascaran la identidad de ningún príncipe. A veces los sapos son tan confusos que prometen y alardean ser ese caballero andante, pero ese utópico espejismo parece no corresponderse con la realidad cuando la princesa recibe el primer golpetazo, el primer insulto o el primer grito. Así que las asustadas princesas se escudan en ese beso de amor mágico que todo lo sana y todo lo cura, en esa transformación inminente. No es que ellas sean tontas, es que están cegadas por esa primera impresión que al final solo se reduce en mera pretensión. Todos los cuentos de hadas tienen una moraleja, y supongo que esta es la mía. Lo de ser feliz y comer perdices lo voy a hacer sin ti.
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