Salimos del cine. Solté palabras vacías sobre lo mucho que me gustó la película mientras mis manos sudaban con nerviosismo al intuir sus intenciones. ¿Acabaría en desastre o me gustaría? Sin previo aviso paró de caminar y noté una brisa seca y luego cargada de rocío que se adhería a mis labios. ¿Por qué en las pelis nunca te dicen que es como un verano cargado de humedad? Un momento… ¿por qué no siento la lengua? ¡ay dios seguro que se ha quedado trabada! ¿Cómo salgo de esta situación? Ojalá estas cosas las explicaran en Internet. Ah ya la vuelvo a notar, ¡no! Ahora empieza otra vez ¿Cómo puede aguantar tanto? Creo que se me va a desencajar la mandíbula… Al fin se acabó, debería haberme gustado más pero no ha sido así … ¿Por qué siempre sueño cosas que al hacerlas no me gustan? Como lo de apuntarme a gimnasia rítmica con esas niñas estúpidas que me ignoraban. ¿Habrán tenido problemas con su primer beso? Claro que como parecían tan perfectas… Ahora me está mirando. Me incomoda tanto esa sensación… Jo, no le perdono que me haya robado mi escena ideal. Yo quería hacerlo en algún parque idílico en vez de en un cine cochambroso. Quizás esto no pueda funcionar. Cuando me pongo exigente no hay quien me pare. Bueno, Lo pensaré en mi casa… Mi madre me está llamando porque tengo que ayudarla con algo, miento con descaro. Antes de que me bese otra vez me doy la vuelta. Que cutre eres, pareces un zorro huidizo, me digo a mi misma.
«El veneno de la fantasía» de Nazayda Balmaseda Ramos
Me acerco lentamente, mis sueños a punto de cumplirse afloran lentamente a mi cabeza. Realmente sé que no ocurrirá nada extraño, pero una pequeña parte de mí, estancada en las infantiles ilusiones que crean los cuentos de hadas, está emocionada. Él me mira, con esos grandes ojos acuosos mientras su cuello se hincha una vez más, emitiendo un sonido gorgojeante. Me lo intento imaginar con una pequeña corona, tal y como en mis libros de cuentos, devorados en apenas una tarde, aparecía. Giro la cabeza hacia los lados, asegurándome de que nadie está contemplando está singular escena, y me decido. Salvo la distancia que nos separa y uno mis labios a los suyos, que están húmedos. Un sabor ponzoñoso me inunda el paladar, extendiendo el veneno de la fantasía por mis venas. Me recorre un escalofrío por todo el cuerpo. Ahogo un grito, debe ser un sueño, no soy princesa y no pertenezco a un cuento, pero una inusitada realidad se apodera de el momento. El escalofrío duele, escuece. Mis manos sueltan al animal, que se marcha dando saltos. Sin respiración, caigo al estanque, entre convulsiones y lágrimas. Mis ojos se empiezan a cerrar lentamente, y lo último que puedo ver es al animal. El príncipe que se convirtió en sapo, el sapo que se convirtió en muerte, la muerte que encontró a su princesa. El aliento definitivo se escapa de entre mis labios, provocadores del amargo final, y mi mente se percata de la verdad, soy la princesa, a la que la muerte buscaba con vehemencia.
«Los cuentos de hadas son mentira» de Iris Paz García
De niña me gustaba pensar que los cuentos de hadas eran ciertos. Y pienso que a medida que fui creciendo me tranquilizaba la idea de creer que cada uno de ellos escondía algo de verdad, por mínima que fuese. Mi absurda infantilidad fue, en cierto modo, lo que me condujo a ti. Pero he dejado de creer en los cuentos para niños y en esa promesa del final feliz, y ese es el mismo motivo por el que me alejo de ti. Las princesas no son capaces de hacer que un sapo se convierta en un príncipe azul por medio de un beso. A veces las princesas son solo seres humanos, y se alejan de ese ideal de perfección preestablecido. A veces los sapos son solo sapos, y no enmascaran la identidad de ningún príncipe. A veces los sapos son tan confusos que prometen y alardean ser ese caballero andante, pero ese utópico espejismo parece no corresponderse con la realidad cuando la princesa recibe el primer golpetazo, el primer insulto o el primer grito. Así que las asustadas princesas se escudan en ese beso de amor mágico que todo lo sana y todo lo cura, en esa transformación inminente. No es que ellas sean tontas, es que están cegadas por esa primera impresión que al final solo se reduce en mera pretensión. Todos los cuentos de hadas tienen una moraleja, y supongo que esta es la mía. Lo de ser feliz y comer perdices lo voy a hacer sin ti.
¿Cuál es la definición de la oscura? Hacer lo mismo una y otra ve esperando obtener diferentes resultados. En caso de Asier, quizás eso de hablar solo es un poco preocupante, pero se lo perdonamos porque hay cosas más importantes que decir. Creo que hay que empezar por lo importante : su capacidad de resistencia. Muchos creen que los niños no son crueles, pero diferencian y excluyen a las personas diferentes. Todos nos creemos que los lazos de la familia son indestructibles, pero no hacer lo que deberías te trae problemas. Y no hablemos de que todos los sueños se cumplen , porque no todos medimos dos metros y corremos las cuatro vueltas a la cancha en tres minutos; pero lo importante es no rendirse, seguir adelante incluso de todas tormentas, sonreír todos los días y dar lo mejor de uno. Que entre batalla y batalla, libro y libro, día y día y persona y persona, él sabe darle la vuelta a las cosas y mostrar el verdadero significado de la residencia. Ese es Asier, que pasó de superviviente a guerrero
«Nazayda» de Iris Paz García
Creo que yo misma estaba más nerviosa que ella. Sentía un sutil cosquilleo en la punta de los dedos. Tomé el libro otra vez entre mis manos y releí algunos de mis pasajes favoritos mientras acariciaba la textura de las páginas. Me dejé seducir una vez más por las palabras de su autora hasta entrar en un estado de embriaguez literaria. Me dejé llevar por su imaginación desbocada, por su inventiva sin ataduras. Cuando ella salió al escenario, hubo una ovación generalizada entre el público y yo aplaudí hasta que las palmas de las manos adquirieron un tono rojizo. Era su primer libro publicado y yo había tenido la suerte de acudir a la presentación del mismo. Volví a observar con detenimiento sus pantalones tejanos, sus tenis y ese collar de una piedra negra que siempre llevaba colgado al cuello. Ella era el ejemplo de que lo extraordinario permanece en la cotidianidad de las cosas. Tenía la misma maestría a la hora de escribir que de hablar. Se expresaba con criterio, propiedad y fundamento. Era la ola a contracorriente. Sus textos eran oscuros pero jamás había hallado tanta luz en una persona. Se había desintegrado en cenizas y se había reconstruido tantas veces que había logrado volverse invencible. Y aunque ella pensara que cualquiera sería capaz de apagarla con un poco de agua, yo sabía que un fuego como el de ella se expande y resurge con más fuerza. La eterna incomprendida, la contradicción, la oveja negra. Pero también la chica de hierro, reina de las palabras, la singularidad hecha persona. Era Nazayda.
«Elena» de Sonia Siverio Morales
Había leído hasta la última página, sin embargo, no estaba del todo conforme con la historia y automáticamente comenzó a tejer hileras de ideas para formar un desenlace más adecuado. De pronto todo desapareció a su alrededor, el mundo oscureció durante unos segundos, parecía que flotara y sintió como nunca antes en su vida un intenso temor a lo desconocido, la oscuridad cesó y cuando sus castaños ojos se acostumbraron nuevamente a la luz pudo distinguir a la perfección el paisaje que había imaginado detalladamente un rato antes mientras leía. La gente iba y venía por las calles de aquel misterioso pueblo cuyas historias ya estaban en la conciencia de ella. Entonces se dio cuenta de que todo transcurría tal como narraba el libro y se preguntó cuál sería su papel en aquella escena, por un momento le pareció divertida la situación y recorrió el escenario intentando resolver sus incógnitas. Varias personas se acercaban a ella y le hablaban, luego ella citaba las palabras que debía para adherirse lo más posible a los diálogos de esa mediocre novela, así descubrió a cuál de los numerosos personajes representaba. La euforia de haber traspasado el límite de su imaginación no le dejaba pensar con claridad por lo que se limitó a seguir la trama. Llegado el final de la historia, la adolescente pudo razonar por primera vez recordando que su personaje fallecía a manos de su hermana mayor en medio de un horrible ataque de celos. Intentó huir completamente atemorizada por no saber qué pasaría en la realidad si moría en la ficción, pero su cuerpo no obedecía las órdenes de su cerebro, se volvió un ser mecánico, estaba encarcelada en sí misma. Deseó volver a su vida, a su Instituto para seguir cursando el bachillerato de humanidades, a ver a su familia, que aún estando rota seguía unida, quería regresar a su escuela literaria a la que acudía todos los sábados para plasmar toda la imaginación que la había llevado hasta esa situación en relatos escritos con trocitos de su alma. Pero todo eso había quedado atrás, desapareció en cuanto no pudo evitar la muerte de su personaje. El libro cayó en el olvido y nunca se supo más de aquella niña de mente fantasiosa, nunca se supo más de Elena.
«Iris» de Nazayda Beatriz BalmasedaRamos
Los sueños corrían por su extraña mente, atestada de pensamientos fuera de lo común, mientras miraba al frente en medio del patio de recreo, como una leona que se niega a cazar por razones morales, rodeada de iguales que no comparten sus creencias. Sus pensamientos eran interesantes y fantasiosos. Creaba un mundo sólo para ella, en el que las cosas eran diferentes y los objetos de su imaginación cobraban vida. Sus ojos, expresivos cómo ventanas hacia su alma, daban la impresión de que ella no estaba, pues se encontraba muy lejos de allí. Un niño se le acercó, sacándola de su ensueño con palabras desagradables y motes denigrantes. Ella simplemente le contempló, mientras él no paraba de hablar. Su rostro no denotaba tristeza, ni dolor, ni nada que se le pareciese, ya lo había sufrido demasiadas veces cómo para sentir semejantes sensaciones. Para sorpresa de todos los que los rodeaban, su rostro reflejaba serenidad y curiosidad, curiosidad hacia un carácter como el de quien se encontraba a poco menos de un metro de ella. Comenzó a cavilar sobre la mente del agresor, deteniéndose en las razones por las cuales se comportaba con tan necia actitud. Se quedó allí un rato, impune ante los gritos y desplantes del niño, hasta que encontró repuesta a su pregunta, formulada en los anales de su mente: ¿Por qué? «Porque se siente inseguro» dijo una vocecilla inquieta en su interior. Ella comprendió, y dejó de sentir curiosidad por aquél espécimen, comenzando a sentir una inusitada lástima. La sirena sonó, cortando al niño en el cenit de su nocividad, y la abandonó, dejándola otra vez sola con sus pensamientos, que eran compañía más que suficiente. La niña atravesó la puerta de vuelta al aula, sumergiéndose de nuevo en su pequeño escondite, el de un ser cuya mente no conocía límites, cuya mirada iba más allá de lo conocido, traspasando la puerta a lo único. Sumergiéndose de nuevo en el capullo de una hermosa mariposa cuyas armas eran palabras y sus regalos, pensamientos
«Nazayda» de Diego Sicilia Mora
La luz atraviesa sus binóculos. Unos pantalones holgados sobre sus piernas. Su melena oscura, ondulada, cambiaba de tonalidad según sus movimientos. Una expresión firme y segura escondía todo el dolor que algún día se pudo ver. Una sonrisa se veía remplazada por un escalofriante texto. Una madurez infinita únicamente interrumpida por una dulce risa. Un porque esperando encontrar una respuesta. Un escudero cansado de ser un escudo y anhelando ser una lanza.
No le habían visto nunca a pesar de que hacía casi 4 meses que se había matriculado en la escuela. Su nombre encabezaba la lista de alumnos, había un sitio libre reservado para él y se guardaba una copia extra de los apuntes por si hacía acto de presencia en cualquier momento. Sus compañeros de clase solo sabían que se llamaba Ismael. Al parecer, sus padres le habían matriculado en uno de los cursos impartidos en la Escuela Literaria para después desaparecer sin dejar ningún teléfono o forma de contacto con ellos. Habían elaborado sus propias teorías con respecto a semejante individuo. Asier estaba convencido de que solo se había matriculado en un curso de creación literaria como ese porque sus padres le habían obligado así que se había vuelto aficionado a hacer pellas todos los sábados por la mañana. Nazayda apostaba más por la posibilidad de que Ismael fuera un fantasma que, harto del hastío y la desolación que tanto caracterizaban a la mortalidad, había hallado refugio en su pasión por la literatura y solía visitar el mundo de los vivos. Diego creía que Ismael era invisible y estaba desesperado porque los demás le vieran o que supieran intuir su presencia, teoría que Marta secundó con especial énfasis. Más que un fantasma o un chico invisible, Elena se inclinaba porque Ismael era una concentración de energía poderosa que habitaba en la escuela. Jon fantaseaba con que Ismael vivía escondido en La Pecera, el nombre con el que se conocía al despacho de Antonia, y era él quien escribía aquellas frases o reflexiones en la pizarra de la pared. Moisés y Sonia apostaban que Ismael había muerto en algún accidente y que sus padres habían pasado por alto dejar constancia de ello a algún trabajador de la escuela. En cuanto a Enrique… bueno, a Enrique no le preocupaba mucho Ismael. Y al igual que hay historias que necesitan ser contadas, hay personajes que necesitan ser narrados. Ismael no había sido obligado a matricularse en la escuela, no era invisible y tampoco un fantasma o una energía, no vivía escondido y tampoco había muerto desafortunadamente. Ismael era un personaje creado a partir de la imaginación de Antonia Molinero. Fue ella quien rellenó un documento de matriculación a su nombre y le habló a sus alumnos acerca de la llegada de un nuevo integrante en el grupo. Ismael no era nadie, tan sólo ficción. Pero la ficción siempre contiene una pequeña porción de realidad. Ismael estaba construido a partir de alocadas ideas e hipótesis rocambolescas, era el protagonista de su propia historia, era un misterio imposible de resolver, tan incomprensible como insólito. Antonia Molinero había logrado que sus alumnos perdieran el sentido de la cordura, que hallaran cosas extraordinarias en la normalidad, que potenciaran su inventiva, que se esforzaran por encontrar el sentido de las cosas y así entender el mundo que les rodeaba. Ella les había dado un lienzo en blanco y ellos lo habían pintado a su antojo, habían teñido aquel punto de partida común con su visión del mundo y su imaginación desbordada. Ellos le habían dado vida a Ismael, el personaje que intentaba ser real.
«Ismael» de Sonia Siverio Morales
Yo era un niño con un sueño, uno que bailaba entre las letras y fluía en la tinta que teñía el papel. Buscando un lugar en el que dar mis primeros pasos llegué a la Escuela Literaria, donde las ideas se escondían en las galletas y las palabras se formaban con el vapor del té. Esperaba a que empezara el nuevo curso y aquellas grandes puertas se abrieran para esas almas compuestas de ideas deformadas y papel, sin embargo, a pesar de la innegable euforia que reinaba en mi interior, también estaba nervioso, incluso asustado, tanto que el miedo cobró vida y desató el caos en mi interior. Una noche me despertó un ruido que provenía del interior del armario, me quedé inmóvil en la cama, viendo como la puerta se abría despacio dejando paso a una sombra, o tal vez un hombre. Mientras caminaba sigiloso por la habitación me dejó ver su rostro sin ojos y su piel blanca la cual estaba manchada de un líquido negro que parecía ser sangre, el miedo se había personificado y me había encontrado. A la mañana siguiente el cuerpo inerte de Ismael yacía sin vida bajo su cama, pero su espíritu logró refugiarse en el único lugar donde pudo vencer al miedo, la escuela, y pasó allí escondido el resto de su eternidad, vagando entre las paredes, escuchando historias y consumiéndose en sus ganas de escribir.
«Ismael» de Sonia Siverio Morales
Las puertas del paraíso no son doradas, no tienen un rico decorado ni hay una luz deslumbradora cuando las abres. Mis puertas del paraíso son marrones, escondidas tras una hilera de casas. También son mi forma de redención, de eliminar ese odio que no me deja vivir ni morir. Ya he conseguido sentarme en la silla de su despacho, a pesar de mi cuerpo liviano como una pluma. Lo peor es cuando llega el momento de escribir; puedo garabatear algunas letras, pero eso no es suficiente. Escucho escondido en esa habitación a la que no prestan atención, memorizando los consejos, esperando la hora de volver a utilizarlos. Hoy es un día diferente, la fuerza me invade y cojo el lápiz. Todo empezó el día en que mis padres me anunciaron que iría a la escuela literaria, en ese momento quería rebelarme contra esa actividad que me dejaría en ridículo. Luego experimenté una sensación de incredulidad al descubrir que era bueno y que tenía imaginación. Poco a poco cogía confianza en mí mismo. En el colegio alardeaba de lo bien que escribía. Hasta había olvidado la existencia de los que se metían conmigo, craso error. Ellos sabían donde vivía y un día cuando iba de camino a mi casa me acorralaron. Me insultaron, yo me envalentoné y les di un puñetazo. Salí corriendo pero ellos eran más rápido, me golpearon en la cabeza, y me quedé inconsciente. Más tarde no sentía nada, mi cuerpo seguía inerte y yo flotaba, sólo me movía el deseo de venganza. Añado un final para que la editorial publicase mi novela y un nombre anónimo, claro. Meses más tarde me dicen que tengo que hacer una firma de libros. Llega el día y veo a todos mis fans, están ansiosos por conocer mi identidad. Cuando entro en la sala recibo una ovación del público. En la ronda de preguntas los identifico, unos canallas aficionados a la lectura. Uno de mis fans me pregunta a quien va dedicado este libro. -Este libro va dedicado a los entes que parecen maleantes pero que en realidad envidian a la gente decente. Yo tengo una frase dedicada a mis maleantes personales, aquí presentes, sobre un autor que leían en secreto por miedo a ser descubiertos. Como dijo William Shakespeare «El cobarde muere muchas veces, el valiente sólo una»- Acto seguido el público aplaudió y vi que esos dos se escabullían rojos de la vergüenza. El público se percató de que eran ellos a los que me refería y los abuchearon hasta que pusieron pies en polvorosa. Sonreí, ya mi alma estaba libre de perturbación, saludé a mis lectores como si fuera la última función de un actor y …desaparecí.
«Ismael» de Nazayda Balmaseda Ramos
El cielo se iluminaba lentamente mientras la ciudad iba cobrando vida. Mi corazón habría latido con violencia si aún lo tuviera, pero no importaba, nada de aquello importaba porque, un día más acudía al sitio en el que mis palabras se liberaban y con ellas los fuertes grilletes que me ataban al mundo de lo difunto aflojaba su agarre. Me levanté en cuanto oí las llaves en el exterior, aunque sabía que, por mucho que me moviera, nadie sería capaz de verme. Todo había comenzado aquél aciago día en el que, tras una máscara de arrogancia y narcisismo, cometí un error garrafal, creyéndome invencible cuando nada más lejos de la verdad, mi invicta estrategia fue derrotada. Quince años de vida había conseguido, sin valorarla apenas, temerario e irresponsable. Sólo necesitaba acabar con una molesta vida para conseguir un triunfo más; una prueba de que mi mente desconocía los límites de lo mundano. Una estupidez. Su inteligencia ganó la batalla y su premio fue mi vida. Así, tan fácilmente como arrancar una hoja de un árbol, apretó el gatillo, produciendo un estruendo ensordecedor que determinaría mi muerte. Recuerdo la luz, una luz cegadora y blanca que me atraía, emulando a un imán. Pero mi ira y la sed de venganza era demasiado poderosa y me resistí a lo correcto, al descanso eterno, en su lugar, firmé mi condena. Apenas unos segundos después, la luz comenzó a desaparecer, dándome falsas esperanzas y volví a ver el oscuro callejón en el que, minutos antes, había dejado escapar mi vida. Quise levantarme, y me fue fácil, pero mi cuerpo no me acompañaba, me dio un vuelco al corazón, pero ya no lo sentía. Grité sin sonido y golpeé la grava, atravesándola con facilidad, consciente de que ya no podía salvarme. Fue un tiempo después cuando lo encontré, la salvación que buscaba. Un local relativamente pequeño, con una curiosa aura rojiblanca. Entré, acostumbrado a ser invisible y resultar ajeno a los mortales, cómo sí viviera en otro mundo, lo que era una verdad a medias, pues me encontraba en un cruce entre ambos mundos, condenado a varar en una parada de autobús a medio camino, esperando por un vehículo que jamás llegaría. Aquél día se impartía un curioso curso de escritura, para jóvenes escritores. «Almas como la mía» pensé, pero no lo eran, no, la mía era un alma corroída por el odio y la ira, que jamás encontraría redención, por mucho que la buscara. Pasé la sesión inmerso en pensamientos filosóficos y sumergido en un mar de imaginación, nadando entre palabras elegidas con mimo y dedicación. Decidí volver el siguiente día. Y el siguiente. Y así hasta ir todos los días que aquella clase tenía lugar, ávido de conocimiento para expresar, aunque me fuera imposible hacerlo de manera corpórea. Había intentado disfrutar del resto de clases que en aquél altar del pensamiento se daban, pero ninguna despertaba en mí ése deseo de volver a tener sangre en las venas, únicamente para poder coger un bolígrafo y escribir, tal y cómo lo hacían aquellos curiosos jóvenes. Cada día esperaba la hora en la que la puerta se abría, dejando paso a la luz y a la oscuridad, al todo y a la nada, a un mundo en el que lo más importante no era competir por el intelecto, sino compartirlo para beneficiar unos a otros. Es cierto que mi cuerpo ya no puede hablar o comunicar, pero también lo es que ya no lo necesito, porque ahora es mi alma la que lo hace por él.
«Ismael» de Diego Sicilia Mora
Doy un grito de angustia. Uno más. Una más entre muchos otros. Uno de los otros cuantos de este día . Uno perdido entre millares de otros. No tiene otro aspecto. Ni otra tonalidad. Es un grito estático. Un grito anclado a mi garganta. A la simplicidad de un grito. A la misma emoción de siempre. A la emoción que porta aquellas cuatro desoladas paredes. A el caso omiso de todos aquellos lectores empedernido. A la soledad. A la pocas menciones de aquellos pocos adolescentes. A la gilipollés de gritar cuando nadie escucha. De escribir cuando nadie te lee. De pensar cuando nadie piensa que existes.
Era un sábado por la mañana cualquiera. La ciudad había despertado y, en medio del sonido del tráfico, las conversaciones telefónicas, gente acelerando el paso y el olor a café de una cafetería cercana, cinco jóvenes tomaron asiento en un banco algo apartado. Lo extraordinario suele hacer acto de presencia en las situaciones ordinarias. Ellos eran la somnolencia en un mundo con insomnio, usaban palabras y signos de puntuación para entender lo que les rodeaba, dejaban huellas de tinta sobre un espacio en blanco. En la vulgaridad de aquel banco se desató la más insólita de las tormentas de ideas, con lluvia de metáforas, relámpagos de fantasía y truenos de expectación. Sus mentes se desperezaron, se les desenredaron las ideas, rompieron con los grilletes de la imaginación que habían sido impuestos por el que dirán. Pero al fin y al cabo, solo eran cinco jóvenes sentados en un banco con la mirada perdida, buscando comprensión en lo inentendible. «
«El final» de Nazayda Balmaseda Ramos
Una avalancha de emociones digna del pico más nevado cayó sobre un solitario individuo en el centro de la carretera. Los engranajes de su mente empezaron a moverse chirriando mientras las piezas de un complicado puzle encajaban. Por fin lo comprendía. Caminó, hacia delante, hacia un destino inexistente, hacia la nada, hacia un todo. Por fin comprendía que jamás vería una sola alma que se pareciese a la suya, que la soledad lo llenaba por dentro, como si fuera un recipiente en el que depositar los sueños perdidos. Caminó, deseando encontrar algo que lograra desarmar, piedra a piedra, el oscuro castillo rebosante de incertidumbre que se escondía en sus pesadillas. Caminó, olvidando la esperanza y, de una vez por todas, dándose cuenta de que era el último de los suyos.
«Relojes» de Sonia Siverio Morales
Las agujas del reloj pasan rápido, sin detenerse, siempre están ahí con su suave tic tac, te ven crecer, reír, llorar, amar, sufrir, vivir, envejecer y finalmente morir. El tiempo es un concepto demasiado abstracto, parece que fue hace unos segundos cuando te cogía por primera vez entre mis brazos. Crecías poco a poco, tu primera risa, tus primeros pasos y antes de que pudiera darme cuenta, en un par de pestañeos ya ibas de aquí para allá investigando cualquier objeto extraño que te encontraras. Te sentaste a mi lado mientras intentabas armar aquel nuevo juguete, yo te ayudaba en silencio, de vez en cuando alzaba la mirada y te veía concentrada, intentando lograr ese pequeño reto que para mi era insignificante pero para ti era lo más importante, en ese momento sentí envidia de ese reloj que te vería crecer mientras que el mío en cualquier momento detendría su tic tac.
Los alumnos de Jóvenes Escritores se basan en la exposición fotográfica «Síndrome» de Tato Granelo para realizar sus relatos.
«Síndrome todo» de Jon García-Valdecasas Vispe
Me encuentro en un sueño, a cada paso que doy todo da un paso para atrás. Es un bucle, un recuerdo que hace mucho que se desvaneció Las montañas se elevan por encima de las nubes. Me encuentro solo. Solo con mi sueño, solo con mi deseo. Cierro los ojos y entonces oigo una voz. – ¿Quién eres? Me doy la vuelta y veo una niña. Es rubia, delgada, con mirada insegura y preocupada. Y me vuelve a preguntar: – ¿Dónde estás? – Yo…yo estoy en un sueño. – Que clase de sueño. Me mira disgustada y me dice: – ¿ Quien eres ? – Yo…yo soy. – No sabes quien eres – ¿Qué crees que esto? – Es un sueño – No, no es sueño, es justo lo contrario. La niña se pone de puntillas y me susurra al oído: – Purgatorio Mi pulso se acelera. La niña me sonríe y me dice: – Suerte Michael Me doy la vuelta y veo como todo lo que creía mi paraíso se corrompe por un color oscuro. Me giro y la niña ha desaparecido. Suspiro, cierro los ojos y pienso que es un sueño. Acaso no lo es todo.
«Síndrome de la vocecita» de Elena Monzón Cejas
Lo poco que me queda de consciencia se agita como las olas del mar cuando la veo en el coche , hilos de sangre recorren su cara. Siento preocupación, pero no por ella, sino por miedo a que alguien esté merodeando por allí. Es mi oportunidad perfecta. Me acuerdo de cómo holgazaneaba en el trabajo enfrente de mis narices, cómo me molestaba estar opacado por su figura. Fingí ser su amigo para saber más de ella , saber la jugada del enemigo te permite anticiparte , usé todas mis artimañas para que la despidiesen, siempre con mensajes anónimos, pero como era extrovertida y se llevaba bien con los clientes no lo hicieron. Ella sabía qué era la empatía, para mí era un misterio incomprensible. Su grito de socorro me sacó del ensimismamiento- !Por favor ayúdame!- ¡si sale de esta cambiará de actitud no la dejes morir! exclamó una voz en mi cabeza durante unos instantes. Con paso sereno me alejé de la calle, los gritos del exterior y los de mi interior cesaron al unísono. Mi oscuridad es superior que esas vocecitas del bien o el mal.
«Síndrome del Riesgo» de Diego Sicilia
Aquellas escaleras bajaban al mar. Era una hecho, una realidad. Bajaban al mar. Al fondo del mar. A las profundidades más inhospistas de el. A aquel sitio donde los peces no eran bellos y coloridos. Dónde le luz importaba más que el alimento. Las escaleras bajaban al territorio más terrorífico del universo. Ya que si bien el cielo se puede observar con un telescopio. Las profundidades no se pueden explorar más que con la vista. Y la vista es parte del humano. Lo que por ende obliga que cualquier humano que quiera llegar tiene que arriesgarse a morir
«Síndrome de ausencia» de Marta Ramos
A 23 de febrero de 2019 me disponía a entrar al mar. No hacía frío y tampoco había nadie a mi alrededor, excepto mis compañeros de la escuela literaria, pero ellos no sabían lo que me disponía a hacer. Cada uno tenía un papel y un boli o un teléfono, y todos íbamos a escribir. Cada uno en su mundo. Cada uno en su realidad, y todas diferentes al resto. El caso, yo me disponía a entrar a ese mar, un mar de colores extraños, pocos azules y más rojos y rosados, y algún que otro y excaso amarillo. Cuando entré en aquel mar, no sabía bien como sentirme. Era raro, no me estaba mojando, pero yo realmente sentía que estaba allí, bañandome. Aquello me hizo recordar a aquellos años de verano que pasaba en aquella playa, pero por entonces la playa era azul, ahora era distinto, ya era roja, todo había cambiado. Faltaba ella. La persona con la que años atrás me había sumergido allí. Aquella foto me trasladó a esos años, me trasladó a aquel mar. Y todo esto pasó a través de esa foto, en mi mente, en mi mundo, rodeada de todos mis compañeros pero mentalmente sola. Sola en aquel mar. Sin ella.
«Síndrome de culpa» de Iris Paz García
Calculaba que llevaba ahí sentado alrededor de unas dos horas. Ya había oscurecido. Él seguía concentrado en la imagen del mar. Era el caos de la razón. Hacía que tuviera sentido que hubiera partículas de sal en una masa líquida, que la marea se correspondiera con la atracción gravitatoria de la luna y con que una composición líquida incolora fuera suficiente para asustar a la gente. Estaba a toda lógica y era el desequilibrio de su vida. Por eso acudía allí cada tarde, aferrándose a la reflexión y perdiendo la noción del tiempo. Salió de su ensoñación cuando la luz de una de las farolas se fundió. Como si se tratase de una secuencia, a las otras les ocurrió lo propio. Se había producido un apagón en toda la ciudad. Lo siguiente fue percibir la presencia de alguien más que tomaba asiento a su lado. La voz arrastraba las palabras, era grave y ronca. – ¿Por qué estás aquí? – Sólo quería pasar el rato. – Te he visto antes por aquí. Te gusta el mar, ¿no? – Lo odio más que a nada. – ¿Por qué? – Es complicado. – ¿Y qué no lo es? – El verano pasado, mi esposa me preguntó si quería acompañarla a la playa. Habíamos discutido. Ni siquiera recuerdo por qué. Alguna tontería. Le dije que no. El mar la arrastró, y la siguiente vez que la vi fue en su funeral. – ¿Murió aquí? – Sí, en esta misma playa. – ¿Y por qué vuelves? – Porque, de haberle dicho que sí, podría haberla salvado. No puedo quitarme de la mente esa idea. Así que siempre regreso. Me imagino que pudo haber ocurrido, lo que pude haber hecho, lo que debió haber pasado. Las luces regresaron y el chico comprobó que su interlocutor no era más que un anciano. El viejo que siempre le había mirado cuando él observaba el mar. – Si no quieres que te ocurra lo mismo que a tu mujer, pisa la arena antes de que la marea te arrastre y te ahogue. Deja de navegar en el mar de la culpa y de crear espejismos hechos de espuma. Has nadado en el fondo durante demasiado tiempo. Vuelve a tierra firme.
«Síndrome del infierno» de Nazayda Balmaseda Ramos
Todo comenzó con aquél ruido. Aquél tan ensordecedor y aplastante que te hacía comprender lo que realmente era el deseo de arrancarte los oídos. La gente comenzó a gritar, uniéndose a la horrorosa algarabía. El mar se desbordó, queriendo abarcar toda la arena que, vacía ya de humanos, se mezclaba con el océano. Incapaz de moverme, me quedé donde estaba, arrastrada por el flujo de gente cuando, de repente, el agua me salpicó. Salvo que no era agua, era una marea negra y densa parecida al petróleo que avanzaba lenta y agónicamente. Me quemó nada más tomar contacto con mi piel. Sin embargo, apenas lo noté, mis sentidos estaban embotados. Y fue entonces cuando el culmen de aquella dantesca escena se pronunció: el cielo cambió de color violentamente a un marrón oxidado propio de la más atroz de las películas de terror, mientras el sonido tan sólo subía el volumen, dejándome de una vez por todas sorda. Me di cuenta de que me encontraba sola, acompañada únicamente por el faro, que, indiferente ante el horror que se desarrollaba ante él, seguía iluminando el negro océano, incondicional. Sola, ante la certeza de que, casi sin darme cuenta, llegué al infierno.
«De vuelta al horror» de Enrique Esteban De Cáceres
Una historia de sangre. Todo volvió a comenzar con un grito infantil y una bombilla parpadeante. Como ya sabían los niños, los monstruos se acercaban. El orfanato había sido su única casa desde hacía demasiado tiempo, tanto que incluso algunos recordaban el exterior. Otros simplemente no lo conocían, y unos pocos afirmaban que esto era una cárcel por la falta de ventanas y puertas al exterior. La cuestión era que no había salida. Los cuidadores se marchaban y eran reemplazaba por otros nuevos. Siempre eran amables, pero parecían carecer de nombres. Luego estaban los Guardianes, o así los llamaban los cuidadores: grandes estatuas negras, tan duros como el metal mismo y que en vez de cara tenían una máscara a la que le sobresalían dos círculos de lo que parecía un hocico. Se movían por los pasillos y no te prestaban atención a no ser que incumples las reglas. El problema era que solo había dos formas de salir: aguantar lo suficiente y crecer, para que los Guardianes te llevaban con ellos para liberarte; o que, como esa noche, los monstruos te llevasen. Se movieron sombras debajo de la puerta. Cabía la posibilidad de que trajesen a un chico nuevo. La luz se apagó y la puerta se abrió. Una sombra humana se proyectó al interior del dormitorio. Vienen a por ti.
Emo gótico, bruja oscura, león de resaca, vaquero chungo, pingüino disfrazado de humano, presa fugada, persona políticamente correcta, bruja buena y unicornia y unicornio. Después escribieron un minirelato basándose en su personaje.
Diego Sicilia
Levantó mi cara, al fondo vislumbro una sombra. Mi sombra. Mi muerte. Mi vida. Mi mera existencia. Se encontraba exactamente allí. Y ese echo daba a entender una cosa. Que no era más que una mota. Que La duración de mi vida acaba en lo que un suspiro termina.
«Pinguivenganza» de Sonia Siverio Morales
No soy mas que un medio para recolectar información sobre esos patilargos que se hacen llamar humanos, mi trabajo es ayudar a planificar un ataque contra los que no paran de destruir el lugar donde hemos habitado pacíficamente durante siglos, habéis iniciado una guerra y ahora nos toca mover ficha.
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