«Me desperté a las 4:17», no sabía de donde había salido ese mensaje, ni porque se encontraba en mis notas del móvil, no recordaba haberlo escrito, ni siquiera haberlo soñado, bien es cierto que estas semanas me había estado despertando de golpe a altas horas de la noche, sintiendo que alguien me agarraba las muñecas, pero de ahí, a escribir una nota, había un buen trecho. Y no volví a saber de esa nota. No hasta pasados varios dias.
Porfin, mi momento más esperado del día, camita, dormir, sentir el frío entre las sábanas y sentirte a salvo bajo el edredón, cuando en realidad tu eres tu propia incertidumbre.
Los sueños son la mezcla de los sentimientos, de personas de tu alrededor, de historias que tú mente crea para pasar la noche, sin embargo toda esa oscuridad que habita los rincones de tu pensamiento necesita salir, necesita probar que es igual de fuerte que tus pensamientos positivos.
Pesadillas, esas que atormentan tu descanso y perturban la tranquilidad de tu seguridad, esas que anuncian la verdad alternativa, esas que nunca te dejarán ser paz.
Me dormí aquella noche pensando en las cosas que debía hacer al día siguiente, me dormí con la seguridad de que bajo mi manta nada podría ocurrirme, ignorando lo mucho que me equivocaba.
Una espiral de sueños y pesadillas mareaba mi quietud, mi mente trataba de despertarme, de avisarme de que no era real, pero una barrera se había interpuesto entre el mundo de los sueños y la realidad, algo había bloqueado mi salida de aquel universo, corría y corría y nunca llegaba al final, mis dientes se caían, payasos me incitaban a acompañarles por las calles, alcantarillas sin fin, casas con vida propia, cortinas que ocultaban misterios sin resolver, y de repente, oscuridad, todo se apagó, nada continuó.
La lluvia comenzó a caer y en medio de la oscuridad, note como aquel fino diluvio no mojaba lo que al parecer era mi pijama, mi mente se logró colar en aquel pequeño resplandor de lógica, algo aprisionó mis muñecas, marcando así para siempre las garras del terror. Y volví, volví al mundo al que pertenecía, retorne de lo paralelo en lo que me había quedado atrapada, de nuevo allí estaba, despierta a las 4:17, temblando de pánico, recordando con inquietud mi pequeño viaje.
Y entre mis sábanas en la oscuridad, algo agarró mi mano, calentando mis miedos, extrañamente reconfortando mi respiración, recordándome así, que debajo del edredón, jamás estaríamos solos.
El grave silbido del viento está en mi contra, pero no detiene mi avance por
el empedrado camino de regreso. Aunque es muy probable que mis chanclas sí que
lo hagan, la planta del pie molesta más a cada paso que doy. La proximidad del
mar refresca el aire, quizás demasiado teniendo en cuenta que el sol está cada
vez más lejos de su zenit. El desenfadado tiempo se tornará insoportable mucho
antes de que llegue a casa; el anochecer golpea con fuerza cada vez que cae. Debí
haber salido antes del charco.
Todavía queda un rato para llegar al faro, pero al menos ya puedo verlo
desde la distancia, tocando el cielo, apagado y sin intención de encenderse. Ya
no hay gente en el camino ni en los charcos, siempre queda más vacío en
invierno aunque sea la época del año en la que más me llena a mí. No por el
clima, que deja bastante que desear, sino por todo lo que hicimos y lo que nos
queda por hacer. Echaba de menos estas noches, las sudaderas y los pantalones
cortos, el salitre. La sirena que me dio tantas penas como alegrías,
desaparecida entre las olas. Personaje tras personaje, nunca conocí a nadie de
aquí que me haya dejado indiferente. No hay sitio que me dé más paz, aunque no
haya estado exento de guerra. El faro que iluminó mi vida aún estando apagado,
la respuesta cuando no la hay. El lugar que me enseñó a vivir, a no esperar a
que nadie encienda esa luz por mí.
«A kind of magic» de Pau Dekany Piña
Allá donde mirase en mi mente, todo era agua. Un agua oscura, que escondía
criaturas que todos tememos: el miedo, la soledad, la inseguridad. Algunas
algas se enrollaban en mis tobillos, y tiraban de mí hacia ese oscuro fondo
marino. Mientras luchaba por respirar, por vivir, por que alguien me sacase,
seguía estudiando y pintando una sonrisa en mi cara para no preocupar a mis
amigos.
La cama me atrapaba, el colegio me engullían y ellos cada vez daban un paso
más lejos. Pensaba que esa mar que llevaba dentro había salido de mí, y se
personificó en mi día a día. El ritmo de mi vida era una pequeña síncopa de
olas que se mecían en mi cuerpo.
Un día, rebuscando en las memorias de una casa que estaba naciendo, mi padre
sacó una gran caja. Su cara proyectaba esa alegría que tanto anhelaba tener, y
me enseñó ese pequeño recuerdo que cargaba consigo. Abrió ese aparato que nunca
vi funcionar, y cuando terminó de explicarme como funcionaba, se marchó.
Lo puse en mi cuarto, junto con aquel cartón duro que estaba dentro de la
caja. «Queen». Supe que era, ese grupo que tanto me había conectado
con mi padre, y me atreví a cambiar el compás. Acaricié las pequeñas grietas
del disco negro, lo giré sobre su eje incontables veces, aprecié cada milímetro
de ese círculo, como si hubiese llegado de Marte. Lo deslicé hasta colocarlo en
su sitio. Me fijé en la pequeña aguja, un brillo tan minúsculo que deja ciego
al que lo ve por primera vez. La hice flotar hasta ese camino que le tocaba
recorrer. Que envidia que ella supiera por donde coger, y yo estuviera tan
perdido. Se escuchó un pequeño ruido blanco, e inmediatamente sonó.
Las olas empezaron a cesar en fuerza al escuchar el baile de la aguja con el
vinilo. Las algas se fueron cayendo, y mis pies bailaban al ritmo de ese grupo
de rock. Por un momento, sentí el aire en mi piel, y apreciaba cada
imperfección de ese sonido antiguo. Ya había escuchado esa canción antes, pero
no me había nunca salvado como ahora. Me quedé como un barco a la deriva,
disfrutando de como el sol volvía a salir de entre las nubes.
Una puerta ante mí se abrió, y agarré esa mano que quería también
bailar. Dos generaciones distanciadas por kilométricos años, pero unidas por
una simple melodía. Un momento único en el insignificante universo, que
apartaba todo lo que no servía para soltar unas risas. Los tres minutos más
brillantes de toda la oscuridad en la que vivimos, estaban transcurriendo en
ese momento. Nada importaba, ni las notas, ni las tareas, ni esa gente que
creía que me conocía. Nada por lo que me deprimía existía en ese entonces, solo
un padre y un hijo cantando su grupo favorito.
«Profundizar» de Jimena Banzo García
En un silencio en el que se oye el romper de las olas, el sonido de las piedras moverse contra el vaivén de la marea pero que es un silencio óptimo, colores claros, recuerdos evocados, esos días en los que el mar estaba embravecido, la sal se te pegaba al cuerpo e inundaba tus fosas nasales impidiéndote oler nada más, salías pensando que te habías quitado toda la arena pero luego descubrías miles de granos unidos a tu cuerpo, cuando habías dicho de no volver a entrar al agua, helada y perfecta, aunque luego volvieras a pasar horas con la perfecta temperatura pegada a tu cuerpo, los labios morados y los dientes castañeando, correr por la arena seca hasta la mojada por el calor que desprende la playa, enterrarte en la arena con el resentimiento de pensar en volver a quitarte el calor que se había adosado a tu figura, cuando quedaban quince minutos de sol que comprobabas con tus dedos, esas veces en las que te quejabas de ir a la playa solo por el simple hecho de hacerlo ya que tenías ese sentimiento agridulce de la pereza de moverte y el saber que cuando bucearas hasta quedarte sin aire habría valido la pena, el libro que volvía a casa con una nueva capa de recuerdos, esa vez en la que en la que casi rompes a llorar porque la rosa no llegó al agua y se juntó con un alma perdida, no llegó porque no quisiste ponerle una piedra ya que tendrías que haberle puesto cinta y no querías tirar plástico al mar, tantos recuerdos impecables, rotos, insuperables, de alegría, llanto, tristeza.
Porque ¿Quién se imaginó que aprenderías tanto junto a una ola?
Dana Razzak Anta
Ese lugar
en el que he reído, en el que he llorado tantas veces. Luminoso y oscuro a la
vez. Pequeño, pero grande en mi mente.
Ese lugar
que me salvó tantas veces de la soledad absoluta. Donde pasé buenos momentos
con mis amigas, o más bien con mis antiguas amigas. En el que tantas veces nos
hemos caído, jugado… Objetos que traen tan buenos recuerdos, como las
papeleras en las que encestábamos el papel que envolvía nuestro desayuno del
recreo, esa rotonda de flores en la que jugamos al pilla pilla, o aquella
alcantarilla en la que nos hemos resbalado más de mil veces.
Los días
de lluvia en los que nos tapaba el techo, mientras que mirábamos por el balcón
todo el patio mojado, y la gente intentando resguardarse. Los días soleados en
los que corríamos y saltábamos en los charcos sin preocupaciones, viendo las
nubes alejándose, y en los que nos sentábamos a hablar o a usar la imaginación
para jugar.
Ese lugar
en el que a veces aprovechábamos para estudiar juntas, nerviosas por no haber
estudiado antes, pero nunca aprendimos la lección. Veces, que celebrábamos la
victoria del partido de baloncesto y otras en las que consolábamos a nuestro
equipazo.
Ese lugar
lleno de recuerdos, lleno de mis ideas sobre cosas que nunca entendí. El lugar
en el que compartía todos los secretos con mis hermanas del alma. Las culpables
de que en este momento mi alma esté rota. Ahora ese lugar está vacío, ahora,
ese lugar guarda mis oscuros pensamientos, sobre como todo lo que teníamos se
hundió, sobre como todo se perdió en el profundo, oscuro e infinito mar del
olvido.
Durante
todo ese tiempo pasaba por ahí, y me reía, recordando todo lo que pasamos
juntas. Ahora, cuando lo hago, pienso en todo lo que había tenido, en todo lo
que perdí, en todo lo que me falta.
«Estrella» de Nazayda Balmaseda Ramos
Adrenalina. Energía recorriendo las venas de un cuerpo que rebosa expresión. El suelo es un manto negro, recogedor de sueños y de arte, una explanada con un límite tan desdibujado que parece invisible. Las cuerdas cuelgan, agarradas de un enganche oculto por la negrura que se extiende hasta el techo. Adelanto mis pasos y me adentro en ese sueño, polizón de la realidad. El telón sube lentamente, alargando esos segundos de expectación y temblor que sacuden mi cuerpo, ese punto en el que sabes que ya no hay vuelta atrás y coges aire porque es lo único que te queda. Respirar. Los focos prenden fuego a la inseguridad, cegándome; reflejando el brillo de las estrellas fugitivas de la belleza, cuyo propósito es iluminar el camino de aquellos que han perdido su voz. Me aíslan, crean un muro de luz entre mi corazón y los que laten conmigo detrás de ella. Es ahí cuando me arropa la calma, un sentido de pertenencia, de hogar. Quiero quedarme ahí, en la realidad soñadora, en el telón subido, en las estrellas prófugas y en el corazón palpitante. Quiero llenarme de emoción para dejar de estar vacía, ser un punto diminuto en el hábitat de los atrevidos. Soy alma y soy cuerpo, errando entre ambos medios . Me fundo con las luces que me rodean, me derrito en vida. Y brillo.
Olivia Li Cabrera Gómez
Eligieron crearlas de plástico, para que no desapareciesen, porque no podemos aceptar que las cosas lo hacen, porque nos negamos a ver la hojas verdes poniéndose cada vez más marrones.
Entrelazando
las espinas y pidiendo que no corten. Las flores, colocadas con cuidado
llenando cada espacio, muy juntas y recorriendo el círculo sobre mi pelo. La
diadema de flores que me puse aquel verano, con la que sople las velas. La que
reflejaba lo que fui aquel año y todos en los que permaneció colocada al lado
de mi cama.
Pero
ya no la encuentro, la veo y forma parte de un recuerdo aún sin estar marchita.
Ahí el porque de que fuese de plástico. La intención de que durase para
siempre, lo difícil de aceptar que las flores se acaban muriendo. Todo lo que
duele verlas secas y sin color porque antes fueron demasiado perfectas. De lo
bonito duele el perderlo, de los colores parte el que no busquemos al negro.
El
recuerdo de esa niña desaparecida entre los pétalos que siguen pero ya no sobre
su cabeza. El intento de buscar lo que queda de ella, el dolor de sus miradas
al darse cuenta que ya no la llevo puesta. Veo que a veces se paran, me mirar y
se apartan, se dan cuenta de la ausencia de las flores y automáticamente lo
justifican a un cambio. Les duele no verlas y lo entiendo, pero no entiendo de
qué parte el autoconvencerse de que estas nunca iban a acabar marchitas.
Creo
que hay que olvidarse de que las cosas se acaban, vivir como si siempre fuesen
a quedar flores que arrancar de los bordes del camino. Pero no hay que obligar
al otoño a que las siga dejando vivas. Pretender que el invierno deje de serlo
para poder conservar ese calor que tu te niegas a perder.
Han
dejado de pintar cada uno de los bolis que he acabado tocando, y al principio
los miraba como si fueran para siempre. Pero un día dejan de pintar y no
entendemos en qué momento desaparecieron, vemos el recipiente vacío, pero no en
todos los folios que se fue quedando.
Muy
poca gente es capaz de aceptar el fin de las cosas, capaz de mirarlas y saber
que no son para siempre mientras las esta tocando. Nadie sabe que se acaban
yendo hasta que se van. Cuando cogemos una flor del suelo y le buscamos un
lugar dentro de lo momentáneo que son nuestras vidas. Un sorbo de agua en el
que sumergirla, que nos hace creer que acabará durando más que las de la
anterior primavera. Como esperando a que se quede, como si fuese a durar más
que esa noche. Como si el agua, o el que fuesen de plástico fuese a hacer que
duraran para siempre.
«Enredadas letras» de Violeta Gutiérrez Huecas
Con
su tapa fuerte y rígida protegía todas mis fantasías, con sus páginas amarillas
envolvía mis sueños, esa pequeña libreta de colorines semejante al arcoíris,
esa que me regaló mi abuela cuando ella todavía era parte de mi familia, esa en
la que tantas veces habían caído mis lágrimas.
La
tinta cubría toda la superficie, letras enmarañadas en un mar de palabras,
legibles pero a la vez imposibles de entender, eran mis sueños aquello que
leía, eran mis ilusiones aquellas que decoraban las páginas.
Leer
siempre había sido una vía de escape, sin embargo aquello era condenar mi mente
a volver atrás en el tiempo, a revivir todo lo que en su momento trate de
olvidar.
Las
páginas atesoraba felices viajes a lugares maravillosos, meriendas con quién
fue mi otra mitad, noches en vela imaginando un futuro, una lista de fantasías
sin cumplir que con ilusión creé.
Sin
embargo atesoraban también sufrimiento, aguadas lágrimas que mi corazón no
podía callarse mas, pesadillas que me perseguían incluso despierta, el vacío de
sentirme infeliz dentro de una familia aparentemente perfecta.
Aquella
era mi alma, siempre acompañándome en mi mochila, siempre dispuesta a ser el
hombro donde llorar, siempre viviendo junto a mi, viendo cómo lograba construir
poco a poco, y observando también como caía aquello que había construido.
Por eso cuando me dijeron que debía deshacerme de ella, una parte de mi alma se encogió, y en una esquina lloré, lloré por todos los momentos que desaparecerían entre el fuego, lloré por todos los castillos construidos, también por los que habían caído, llore por un mundo de fantasías que iba a ser consumido, y lloré por todas esas palabras sin sentido, que dentro de mi propio mar, habían encontrado su camino.
En el mundo en el que vivo, las flores forman los arcoíris, se escribe poesía con lágrimas de corazones rotos y los regalices atan las zapatillas de los jóvenes. Por eso, personas sin imaginación, quieren que responda a una pregunta: ¿existen los fantasmas?
Preguntan sin darse cuenta de su alrededor. No saben quiénes son los que atrasan a la guagua unos minutos para que ellos no la pierdan. Ignoran quiénes buscan esas cosas que ellos perdieron, para que puedan terminar ese trabajo. No son conscientes de quiénes son los desamparados que los abrazan en la esquina de su cuarto cuando las cosas no salen como querían, o escuchan sus gritos cuando pierden a un ser querido. Siguen preguntándose eso, mientras que ellos revisan el tráfico, el coreo sin leer, el programa que querían grabar, para que puedan seguir cuestionando su existencia. Luego se asustan de que las muñecas giren solas, porque se olvidan de que ellos también necesitan reír cuando a nosotros nos va bien.
Filosofan sobre si los fantasmas existen, y yo les digo que ellos mueren para vivir por alguien. Nos dejan de cualquier manera, y nos cuidan desde entonces, aunque no les agradezcamos todo lo que hacen. Caminan al lado nuestro, sin juzgar nuestros pasos, queríendonos incluso cuando nosotros no lo hacemos.
Si esperabas que te respondiera con un simple no, ¿qué haces preguntándole a un escritor?
Se nos acaba olvida, se nos lleva el viento, dejas de estar como las velas una vez encendidas, que se quedan en el fuego que poco a poco las acaba por desaparecer sin dejar nada de ellas por el camino. Pero en tu caso, dejando tu cuerpo como memoria de tu existencia a través de él.
Dejamos de estar cuando nos morimos porque no somos eso que usamos para decir las palabras, lo que intenta hacernos ver entre un mundo todo igual, lo que te duele cuando te caes de los bordillos, lo que sangra. A través de lo que tomamos presencia, como otro de los que llenan las calles, inundan los metros quitándole espacio al aire entre vagón y vagón, entre cuerpo y cuerpo.
Y por eso morimos, porque somos lo que intenta decir que lleva dentro esa masa con la que nos movemos por la tierra, la que nunca encuentra las palabras, la que se queda en la ahí cuando nos vamos.
Me regaló un espejo que ocupó el espacio de todos los ríos en los que me fui mirando para intentar entender qué movían mis pensamientos, en qué estaba atrapada, qué utilizaba para pronunciar las palabras. Y me vi, igual a todos, igual de real que el resto de cuerpos que ocupaban mi salón, que llenaban cada hueco sin usar.
Miro el cielo, el aire que lo llena, sintiéndome eso, una masa intangible de pensamientos, de ideas fugaces que llenan un cuerpo que jamás podrá pronunciarlas. Miro cómo el viento susurra sus secretos usando los árboles, chocando contra los cristales, siendo él el que habla aún sin poder decir nada.
Puedes tocar la tierra, las rocas de la playa, la arena que algún día las formó. Pero siento que al tocarlas solo puedo palpar lo que las recubre, lo que les deja mostrase al mundo y se quedará aquí cuando estas se mueran.
Vi una mariposa, vi cómo volaba al intentar tocarla, como huía de todo lo que se le acercaba. Cómo ni se dejaba ser tocada por el suelo ni por la tierra que nos arrastra a todos a permanecer en la linea recta que conforma el camino, sin dejarnos libertad para elegir el nuestro.
Las mariposas y el aire en el que permanecen, lo único que las puede tocar.
Pero un día encontré los restos de una tirados por el jardín, su cuerpo, como el envase en el que yo me encuentro. La vi, debajo del aire, sobre el suelo que pisaba y que por fin le alcanzaba. El cuerpo que pensé que era solo aire. Pensé que su manera de rozar los árboles y hacer sonar las ventanas era el de permanecer casi quietas en medio de nada teniendo en cuenta que para mí el aire lo era.
Cogí sus alas, incapaces de volar sin llevar lo que murió dentro y las metí entre el espejo que me anclaba a la tierra y ahora a ellas a mí.
El viento húmedo acaricia mi cara, pero el calor lucha contra él, impidiendo que refresque mi rostro, como si estuviera soñando despierto. El mismo aire remueve tu oscuro pelo rizado como se remueven las banderas en las playas. Te ves despeinada pero yo te veo mejor que nunca.
Ser feliz es como cazar mariposas, siempre puedes buscarlas, pero atraparlas está destinado para unos pocos afortunados, y tampoco es que vivan mucho. Al menos la primera parte no se nos está dando mal. Cazar mariposas es un poco egoísta de todas formas.
Quiero acostarme en el suelo empedrado, mirar al cielo celeste, que se va apagando de forma casi imperceptible hasta que se torna añil. Quiero saludar al tímido sol, escondido detrás de las nubes, relucientes y puras, del color de tu sonrisa. Quiero estar aquí contigo, escuchar el silencio, mirar más allá de tus pupilas, coger tu mano y sentir que atravieso tu piel.
Sentarme al borde del abismo, contemplar el paisaje que la primavera arrebató al verano, saber que el mar está lejos pero no lo suficiente para escapar de nuestros cinco sentidos. Mi camisa blanca y mis Air Forces están manchadas por la tierra, pero mi alma está más limpia que nunca, sin nadie que me moleste, sin nadie que nos moleste. Es una tarde de junio, pero tengo la piel erizada.
El azul ennegrecido del cielo se ilumina en su extremo de un suave y delicado naranja durante un instante, hasta que el ángulo del sol se rompe, y quedamos otra vez en la oscuridad, más turbia que nunca. Llega un punto en el que solo veo con claridad tu figura brillando entre las sombras, tus dientes y el iris de tus ojos marrones iluminando todo el lugar. Deberíamos irnos, pero no quiero despedirme de esto tan pronto.
La belleza está más cerca de lo que pensamos, o de lo que queremos pensar. Belleza hay en todos los rincones, lo que faltan son piernas dispuestas a buscarla, y ojos capaces de captarla. La belleza no está en ellas, está en ti. La belleza no está allí, está aquí.
Once y media de la noche. La luna brillaba en lo alto del cielo con su suave destello blanco. El viento no rugía pero sí gritaba con esa fuerza tan peculiar que tiene, esa que es capaz de tumbarte y hacerte volar. Mi pelo danzaba a su son, sin una coreografía bien ensayada, sino con el precario descuido de alguien que intenta bailar, pero no sabe. Y junto a mí, mi familia, mi padre, mi madre y mi hermano. Todos caminando en procesión hacia el famoso cementerio de la capital escocesa. El trayecto fue corto y fugaz, mientras los cuatro nos adentrábamos por las calles de esa ciudad tan llena de magia y leyendas. De espíritus y fantasmas. Esa ciudad en la que habitaba gente supersticiosa y amable. Me di cuenta de que, por esas calles, siglos atrás, habían caminado igual que yo, guerreros y doncellas, luchadores y valientes, pero también gente que carecía de honor y lealtad. Gente que gozaba con el sufrimiento ajeno y que más que sangre, por sus venas fluía con temeridad y en gran medida, algo perverso.
Llegamos al cementerio, estaba un poco escondido, pero aun así se podía encontrar si lo estabas buscando. Custodiado con grandes verjas de metal negro que se imponían delante de mi como dos gigantes que podrían aplastarme con un leve movimiento de sus brazos. Por un instante dudé. No quería adentrarme, pero la curiosidad pudo conmigo y acabé cediendo ante su inescrutable agarre. Y al entrar lo sentí. Lo sentí de una forma tan potente que por un momento el aire se escapó de mi cuerpo y mi corazón latió tres veces su ritmo. El vello de mis brazos se alzó hacia el cielo en solemne súplica para apartarme de aquel lugar, pero seguí avanzando. No podía evitar sentir que alguien me observaba, pero cada vez que me daba la vuelta no había nadie, tan solo el césped bien cortado y un banco vacío, pero sentía los ojos de alguien en mi nuca, siempre presentes. Entonces sucedió, mi madre pisó el césped un poco más allá de la iglesia que dominaba sus campos, para sacarse una foto a la luz de la ciudad, pero salió borrosa, tan borrosa que era imposible que pudiese suceder una segunda vez, pero lo hizo. Ella dijo que mientras estaba allí, de pie sobre aquel césped, sintió una fuerza que parecía agarrarla y no querer soltarla, algo la mantenía anclada a la tierra, algo que estaba allí pero no podía verse. Como los rayos caen por la noche, así de rápido salimos todos de allí, de aquel sitio que guardaba tantas historias, tanto dolor y tanta despedida.
Fue solo después, una vez estábamos suficientemente lejos del cementerio, cuando me contaron la historia de Mackenzie, el poltergeist de Edimburgo. No mucho más allá de aquella iglesia que mencioné, estaba la lápida de Mackenzie, un guerrero famoso por su crueldad. Se dice que su espíritu sigue allí, molestando a todo el que osa pisar su tumba. Existen historias que cuentan que mucha gente que pasa cerca, sale del cementerio con cortes, heridas o incluso vomitando, todo por Mackenzie, que incluso en la muerte, seguía intentando matar. Nunca pensé que algo así podría ocurrirme, pero negar la evidencia es de necios, y yo sabía muy bien las sensaciones que había sentido al pisar aquel suelo consagrado. No será una certidumbre, pero el cementerio de Edimburgo no es algo normal, corriente. Es un sitio que, si decides creer en ello, está lleno de espíritus, tan buenos como malos, que siguen rondando esta tierra con la pesadez de unas piernas vacías, con sus brazos frágiles pero fuertes, con sus ojos posados en los tuyos desde la distancia de la muerte, que más tarde o más temprano, nos acabará recogiendo a todos.
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