Les dejamos los relatos realizados por el alumnado del Curso de Jóvenes Escritores de Verano. Al final de la publicación encontrarán un listado de libros que nos recomiendan.
«Cachos de papel» de Olivia Li Cabrera Gómez
No tenía recuerdos, no tenía pasado, una historia. Todo eso lo formaban montañas de momentos que se habían apropiado de mi habitación. Al ser imposible almacenar recuerdos, todas esas historias las tenía que guardar en objetos, en pequeños cachos de papel, envoltorios que había abierto y sabía que me harían recordar lo que sentí, lo que ví y así acordarme de quién era. Estamos formados de recuerdos, de historias que nos han llevado hasta dónde estamos, pero yo no tengo nada de eso. Todos vivimos en un presente, pero este se mezcla con el pasado el cual pretendemos cambiar en un futuro o volver a encontrar en este. Pero yo solo tengo el presente, lo que hago, lo que siento, lo que estoy viviendo por un par de segundos y luego guardaré en mi habitación. Estoy yo sola contra los fallos que repito una y otra vez, contra esas ganas de saber quién soy, por qué hago lo que hago, de saber mi historia. Yo soy esa habitación y el día que desapareció, yo desaparecí con ella. Abrí los ojos y toda mi vida, mi historia, yo, ya no estaban. Somos lo que hicimos y yo hice esas montañas en mi habitación, pero ya no estaban y yo deje de estar cuando ella se fueron.
«Alba» de Marta Pérez Álvarez
Esa sonrisa, esos ojos oscuros, ese liso pelo marrón, que desde el primer día me atrajo. Al principio parecía tímida, como si no quisiera que nadie la viese, pero yo me fije en ella. Pero de esa persona que parecía tímida y callada salió alguien suelta y abierta al mundo. Alguien divertida, que con su sonrisa hace feliz a todo el que la rodea, y se preocupa por los demás y las cosas que ocurren a su alrededor. Que a través de esas gafas refleja seguridad y empatía. A mi me enorgullece mucho haberla conocido. Tenemos tantas cosas en común y somos tan diferentes, aunque no hayamos hablado. Alguien que para mí escribe de maravilla, con mucha intensidad, aprovechando esas circunstancias tan paranormales que Le pasan pos la cabeza contándonoslas con tanta rapidez pero con tantos detalles que nos dejan con intriga. A la cual con estar cómoda le basta y le da igual la opinión de los demás. Estoy muy orgullosa de haber conocido a alguien tan interesante como ella. Con ese sentido del humor tan singular, con su forma de ser… Es ese tipo de personas que me daría pena perder.
«El guardia» de Paula Herrera Domínguez
Una verga grande y tenebrosa. De metal oxidado y tan oscura como mi miedo a ella. Un paso más y estoy dentro. Había llegado dos horas antes, y no había absolutamente nadie. A mi derecha la tumba de mi abuela. Rodeada de rosa, margaritas, tulipanes y todo tipo de ramos. A la izquierda un pequeño cuarto. En él, el guardia. Un hombre robusto y misterioso, que al entrar me saludó con una sonrisa.
Como quedaba tiempo me di un paseo por el cementerio. Hacía viento y las hojas se caían de los árboles. La brisa aumentaba su fuerza, como si me quisiera avisar de algo. ¿Pero de qué? El tiempo se me había pasado volando y solo faltaban diez minutos para decir adiós a parte de mi corazón.
Toda mi familia estaba allí. Desde el abuelo hasta mi primo pequeño. Pero había algo raro. No estaban tristes, desolados o llorando, más bien todo lo contrario. Enfadados, confusos, perdidos tal vez. Eché la vista adelante y me di cuenta de la tragedia. La tumba de mi abuela, ya no estaba. Corrí a la entrada en busca del guardia, pero este también había desaparecido. Cerré los ojos por un momento. Cuando volví a la realidad no había nadie. Solo quedaba el cementerio, la verja y yo. De repente se había hecho de noche y la luna brillaba con fuerza.
Unos pasos. Silencio. Un silbido. Silencio de nuevo. Un crujido. Otra vez silencio. Un ruido chirriante al lado de mi oído. Como si rayasen una pizarra. Y después, silencio. Pero esta vez un silencio más profundo, más oscuro. Se notaba en el ambiente que algo se acercaba. Quería corre, huir, salir de allí. Pero no podía. El miedo me tenía atrapado. Totalmente encadenado. Algo rozó suavemente mi mano. Tragué saliva y esperé a que la tragedia viniese a por mi. Lo que fuese que hubiese detrás mio se acercó. Se aproximó a mi oreja y susurró “ Se donde esta tu abuela. Pero eso no es lo importante. Ten cuidado.” Volví a cerrar los ojos. Con la intención de volver a la realidad. Los abro con esperanza, pero no. Sigo solo. Estaba atrapado allí. Sin mi familia, sin mis seres queridos. Eso si da miedo.
«El eco de un porvenir» de Alba Férez Romero
El tiempo pasado era su monstruo; que fagocitaba a la actualidad, el corazón alrededor del cual se apretaban presente y futuro. Razones de más eran las que necesitaba para querer modificar lo remoto. Era ella lo suficientemente consciente para saber que es algo muy inverosímil, pero no quitaba el hecho de que fuera un sueño profundo, sincero y anhelado. Busca un cambio, leve o mínimo, un arreglo; es una necesidad. ¿Debería abrazar a su corazón y sentir el céfiro viento de primavera? ¿Por qué no podría hacerlo solo por una vez? Que se logre y que se cumpla; que a pesar del ciclo continuo, merece la pena seguir con las ansias de ese irrealizable deseo. Canela tez presente, que el sutil fulgor se abalanzaba sobre esta por la aurora clara, con nubes despiertas. Ojos asemejados a la enstatita marrón, con toques finos y transparentes. Sus lacios cabellos teñidos en oscuridad, recogidos; alzados. Ella está, mírala; presenciando el eco de un porvenir que jamás abrirá sus puertas. Mírala; posee un alma clemente y ansía el sueño, ella añora. Por favor, mírala; inasequible pretérito.
«Vuelve a la Tierra» de Daniel Suárez Acosta
Desde la muerte de Mac Miller, he escuchado su canción «Come Back To Earth» 38 veces. La canción habla de cómo está hundido en una piscina, y cómo intenta buscar una salida. Pero está debajo del agua, así que no puede pedir ayuda. Hay gente en los bordes de la piscina, pero nadie se tira a salvarle. En vez de eso, le gritan, «vuelve a la tierra», esperando que funcione, pero sin éxito. A veces, me siento un poco como Mac. Atravieso, sobre todo en verano, situaciones estresantes y problemas personales, no tan graves como los de Mac, pero que también me hunden en esa piscina. Soy una persona sensible, pero no soy capaz de expresar esas emociones. Cuando estás bien no es un problema, pero cuando estás mal es una pesadilla, porque la única persona con la que puedes hablar de ello es contigo mismo. Cuando la gente dice «el que come callado come dos veces», suele referirse a momentos de orgullo y felicidad, pero tiende a olvidarse de las malas situaciones en las que nos coloca la vida. A diferencia de Mac, yo sí tenía una forma de salir de la piscina. La música. Mis auriculares de 70 euros, probablemente la mejor inversión de mi vida, que tantas veces me han hecho papilla las orejas, pero que otras ocasiones me han ayudado a llorar, a apartarme del mundo, a gritar sin preocuparme de lo ronca y apagada que suene mi voz. Cuando subo el volumen, me despreocupo de todo, centro mis fuerzas en descargar la emoción que siento, y reproduzco música representativa de esa situación que estoy viviendo. Después de esas sesiones de terapia musical, siento que estoy preparado para cualquier cosa, y puedo afrontar lo que me pongan delante. El 7 de septiembre de 2018, Mac Miller murió de una sobredosis. Come Back To Earth fue su grito desde la piscina en busca de ayuda. Nadie lo escuchó. Y es que en algunos casos, los únicos oídos que pueden ayudarte, son los tuyos propios.
«Volando con mariposas» de Otto Farrujia Barranco
Recuerdo aquel mediodía como la mariposa que vi hoy al salir de casa, es como si me montara en sus coloridas y frágiles alas para transportarme a aquel horrible momento y lugar.
Era uno de esos días calurosos de abril, yo estaba en un cumpleaños en una gran casa, con un denso jardín donde afloraban todo tipos de flores, matorrales y árboles, también tenía un patio interior con una canasta de baloncesto y con dos o tres mesas de madera, perfectas para sentarse a comer y por último, una siniestra torre de color amarillo.
Estábamos jugando al escondite, contábamos, corríamos y nos escondíamos, o al menos así se jugaba, pero un amigo y yo decidimos escondernos en lo alto de la gran torre, se nos fue un poco de la mano. Allí muy poca gente nos encontraría, además queríamos ganar la partida.
Mientras estábamos sentados en lo alto de la torre, mientras unas frías gotas de sudor nos corrían por la cara, cuando de repente la puerta se cerró de con un gran estruendo, no sabíamos que hacer.
Estábamos preocupados, tensos.
Ya era demasiado tarde para pedir ayuda.
Eso no lo era todo, ratas y arañas se acercaban hacia nosotros
Descubrimos una silla marrón en un lado de la habitación y decidimos lanzarnos con ella contra la puerta. Cogimos fuerzas y fuimos hacia la puerta, esta se abrió y salimos rodando por las escaleras.
¡Todo fue una broma de nuestros amigos!
«Cascos» de Manuela RamosCastro
Estaba en la calle caminando como todas las tardes viendo el sol ponerse. Pasando por las cafeterías y observando a la gente. Se sentó en un banco y empezó a imaginarse las conversaciones de la gente. Empezó por una niña que hablaba por teléfono, imagino que le estaba pidiendo a su madre que la dejara quedarse mas tiempo en la calle con sus amigos. Luego pasó a un grupo de 4 chicas de unos 20 años. Ella imaginó que estas estaban hablando de lo petadas que estaban de estudio y del poco tiempo libre que tenían. Estuvo así toda la tarde, pasó de la niña que llamaba a su madre a un grupo de gente mayor que se quejaban de su estado.
Cuando llegó a su casa fue lo mismo de siempre, su madre y su padre discutiendo sin parar. Cogió sus cascos, se puso música he imagino que en vez de pelear estaban simplemente charlando sobre que harían de cenar.
La gente se mete con ella por hacer eso, la llaman loca. Pero lo que ellos no saben es que cuando no se es feliz con su vida, es más fácil imaginarse otra.
«Ella» de Diana González Padrón
Esperaba que la oscuridad la alumbrara aquella noche, todo estaba preparado, menos ella.
Cada pintalabios en su sitio, sus tacones favoritos al lado, el vestido planchado y su cuerpo alerta. Después de siete meses sin hablar creía estar preparada, aunque pienso que sólo era una sensación fallida. Se levantó con fuerzas hacia el futuro, pero con un par de lágrimas que por segundos desenfocaban el camino.
Se maquilló, se vistió y repentinamente gritó. No puedo más – dijo. Fingir no era lo suyo y tener que esperar para ser ella la ahogaba poco a poco. Con el paso del tiempo se acostumbró a la soledad, el silencio y quizás fue eso lo que la mató. Yo sólo me dedico a imaginar que se le pasaba por la cabeza para llegar a un punto tan extremo.
Ahora me maquillo y me visto de gala para sentirla. Después me baño y me quito toda la ropa. Duermo desnuda y soy capaz de ser ella por un tiempo.
«Al fin y al cabo» de Silvia PérezAcosta
Soy la única persona que despierta pensando que alguien la observa. No estoy segura de quién es. Puede que sea un ser superior, o simplemente un terrorífico invento de mi imaginación. Pero lo que sí tengo claro es que me atemoriza su presencia.
Su cuerpo, delgado, esbelto y negro, tan oscuro como si fuera la sombra de todos mis miedos, me observa, y solo han sido un par de veces en las que le he visto, mas nunca he llegado a ver su rostro.
Su presencia hace que mi cuerpo se inmovilice por completo y no pueda más que abrir mis ojos, y mi cerebro, despierto, pero preso del pánico hace que mis articulaciones no se muevan, y que todas mis ganas de correr sean en vano.
-Simplemente te lo estás imaginando- me digo a mi misma, tratando de calmarme.
La primera vez no funcionó. Dejé que el miedo se apoderara de mi, y este, lleno de poder, consiguió personificarse en este ser, dándome una de las peores experiencias de mi vida.
La segunda vez fue diferente. No me rendí ante el pánico, y mi mente consiguió batir a la otra parte de esta que me atormentaba, al fin y al cabo, mi imaginación puede ser mi peor enemiga.
Mi historia no tiene final feliz. No me hice amiga de aquella presencia. Ni tampoco me agrada que aparezca. Pero he aprendido a afrontarla. Ahora sé que cuando aparece no es mal augurio. Es más bien una señal, de mi sin sentido universo, que me recuerda que puedo con ella y con más.
«Las arañas» de Francisco Javier Suárez García
Era una noche normal, como muchas otras. Lo que la diferenciaba era la desesperada presencia de algo que no está.
Sentía ese algo a mi lado, escondido en la oscuridad. Cuanto más lo pensaba, más sentía aquella cosa.
Cansado y alarmado, fui a la cocina en busca de una relajación que no llegó.
Todo era muy raro. Veía cómo pequeñas arañas paseaban sus raquíticos cuerpos por una parte de la cocina.
Mecánicamente abrí un armario, donde suponía que tenía algo para comer. Me costaba fijar la vista. Me sentía fatigado. De pronto, en la oscuridad del armario brillaron cientos de ojos. Algo se movía ahí dentro. O quizá era mi imaginación. ¡O quizá no!…
Desconcertado, vislumbré las galletas que había comprado ayer. Cogí la caja con decisión. Miré fugazmente al interior. Empezaron a salir arañas.
Tiré la caja al suelo. Seguían saliendo arañas. Hui de la cocina al percibir un ruido desconocido dentro del armario. De un salto llegué al baño. Cerré la puerta.
Intentaba comprender lo que había pasado. Con la espalda apoyada en el lavabo respiraba con dificultad.
De pronto, diminutas arañas se empezaban a colar por debajo de la puerta. Cogí el secador pensando que sería un arma letal que me libraría definitivamente de los malditos bichos. Casi sonriendo lo encendí y lo puse a la máxima potencia. Intentaba mantener a las arañas a raya, pero no las podía contener.
Abandoné el secador y rápidamente fui a la bañera, cogí la alcachofa y empecé a echar agua. Por un momento, el invento parecía funcionar, sin embargo vi con perplejidad que las arañas habían logrado abrir la puerta. Estaba totalmente rodeado. Eran 500, o miles, o millones. Me quedé petrificado. No sabía qué hacer. Cerré los ojos y por unos instantes me sumí en los más absortos pensamientos. Estaba confuso. No distinguía la realidad.
Abrí los ojos y estaba en mi cama. Como si nada hubiese pasado.
Estoy despierto. ¡Estoy despierto!…
Ahora veo arañas por todas partes, y busco en mi mente el momento en el que lo soñé, sólo para cambiar la realidad.
«Él» de Lucía Correa Bravo de Laguna
El sentimiento de tristeza y las lágrimas de un corazón roto fueron los elementos que hicieron de mi vida la más exquisita novela. Tumbada en la cama, sintiendo como su tacto se clava en mi piel como si fuera el más afilado cuchillo, es cuando la tristeza empieza a corroerme. La satisfacción de tenerle cerca es lo que me hace sentirme tan patética.
Sé que solo yo soy testigo de su tacto, sus besos y sus dulces palabras, porque el destino se asegura de que estos momentos se mantengan en secreto. Pero por un momento pienso que pasaría si se dignara a abrir su corazón a los demás, a veces pienso que pasaría si fuera sincero consigo mismo. Probablemente nuestras risas, nuestros pequeños encuentros, no serían necesarios y yo no tendría que aguantar la respiración de esta manera. Porque duele, duele tenerle cerca y a la vez tan lejos, me duele saber que es mío pero solo a momentos.
Con él me cuesta respirar. Necesito soltar todo el aire que llevo guardando todo este tiempo. Necesito oxígeno, pero coger aire significa abandonarlo todo, y la palabra todo es él.
Me levanto y él me mira extrañado, con un intento de agarrarme la mano. Hoy seré capaz de respirar con normalidad.
«4 de julio» de Lucía QuintanaLópez
2 de julio Vuelvo a salir y no tarda en aparecer, como una sombra que me persigue, aprieto el paso, el corazón me late cada vez más fuerte esto se tiene que acabar ya. Me pongo los cascos y intento olvidarme de él, no es fácil pero empiezo a acostumbrarme. En seguida bajo las escaleras y regreso a casa, el miedo me supera. Cojo las llaves y miró hacia atrás sigue ahí esperando a mi lado a veces pienso que no es real no le dirijo la palabra entro corriendo y cierro la puerta rápidamente. Mi respiración vuelve a la normalidad el silencio de la casa me devuelve a la calma. Me dirigo a mi habitación cierro las ventanas y me pongo a estudiar. Mañana tengo examen de mates.
3 de julio Me despierto en medio de la noche con la respiración agitada. He vuelto a soñar con el. Otra pesadilla más. No lo puedo sacar de mi mente, ni siquiera en mis sueños. Me calmo y cierro los ojos. Me estoy volviendo loca.
5 de julio Amarro a mi perro y abro la puerta. Subo las escaleras y me dirijo hacia la avenida. Lo encuentro a lo lejos, a lo mejor hoy no me ve cojo otro camino y bajo por un descampado. Acelero el paso, no está, al menos hoy me libraré de el. Aprovecho para jugar con mi perro. Nos pasamos jugando un buen rato. De repente oigo ruidos, pasos, alguien se acerca, me doy la vuelta, no hay nadie. Pienso que es un pájaro que ha movido las ramas de un árbol. Pero de repente ahí está me mira de frente saca el cuchillo ante mis ojos estoy muy asustada no me muevo no grito no corro estoy temblando. Sonríe y lo hace.
6 de julio Mi hermana aún no ha regresado. Espero que no se haya metido en ningún lío. Ayer se fue a las tres y no ha vuelto. Mi perro apareció anoche en la puerta estaba atemorizado no paraba de ladrar y se movía frenético. Estoy muy preocupado. Debí hacerle caso, aquel hombre era peligroso. Tengo miedo de haberla perdido, de no volver a verla más.
Libros recomendados por nuestros alumnos
El dueño de las sombras (Trilogía eblus 1) de Care Santo.
Último verano en Tokio de Cecilia Vinesse.
Misery de Stephen King.
Los asesinatos de Coleraine de Georgine Pérez.
Orgullo y prejuicio de Jane Austen
La muerte del comendador de Haruti Murakami
El mundo amarillo de Albert Espinosa
Ocho de Rebeca Stones
Algo tan sencillo como tuitear te quiero (Trilogía. Volumen I) de Blue Jeans.
La historia interminable de Michael Ende
Las aventuras de Simón Bolívar de Vinicio Romero Martínez.
Salimos del cine. Solté palabras vacías sobre lo mucho que me gustó la película mientras mis manos sudaban con nerviosismo al intuir sus intenciones. ¿Acabaría en desastre o me gustaría? Sin previo aviso paró de caminar y noté una brisa seca y luego cargada de rocío que se adhería a mis labios. ¿Por qué en las pelis nunca te dicen que es como un verano cargado de humedad? Un momento… ¿por qué no siento la lengua? ¡ay dios seguro que se ha quedado trabada! ¿Cómo salgo de esta situación? Ojalá estas cosas las explicaran en Internet. Ah ya la vuelvo a notar, ¡no! Ahora empieza otra vez ¿Cómo puede aguantar tanto? Creo que se me va a desencajar la mandíbula… Al fin se acabó, debería haberme gustado más pero no ha sido así … ¿Por qué siempre sueño cosas que al hacerlas no me gustan? Como lo de apuntarme a gimnasia rítmica con esas niñas estúpidas que me ignoraban. ¿Habrán tenido problemas con su primer beso? Claro que como parecían tan perfectas… Ahora me está mirando. Me incomoda tanto esa sensación… Jo, no le perdono que me haya robado mi escena ideal. Yo quería hacerlo en algún parque idílico en vez de en un cine cochambroso. Quizás esto no pueda funcionar. Cuando me pongo exigente no hay quien me pare. Bueno, Lo pensaré en mi casa… Mi madre me está llamando porque tengo que ayudarla con algo, miento con descaro. Antes de que me bese otra vez me doy la vuelta. Que cutre eres, pareces un zorro huidizo, me digo a mi misma.
«El veneno de la fantasía» de Nazayda Balmaseda Ramos
Me acerco lentamente, mis sueños a punto de cumplirse afloran lentamente a mi cabeza. Realmente sé que no ocurrirá nada extraño, pero una pequeña parte de mí, estancada en las infantiles ilusiones que crean los cuentos de hadas, está emocionada. Él me mira, con esos grandes ojos acuosos mientras su cuello se hincha una vez más, emitiendo un sonido gorgojeante. Me lo intento imaginar con una pequeña corona, tal y como en mis libros de cuentos, devorados en apenas una tarde, aparecía. Giro la cabeza hacia los lados, asegurándome de que nadie está contemplando está singular escena, y me decido. Salvo la distancia que nos separa y uno mis labios a los suyos, que están húmedos. Un sabor ponzoñoso me inunda el paladar, extendiendo el veneno de la fantasía por mis venas. Me recorre un escalofrío por todo el cuerpo. Ahogo un grito, debe ser un sueño, no soy princesa y no pertenezco a un cuento, pero una inusitada realidad se apodera de el momento. El escalofrío duele, escuece. Mis manos sueltan al animal, que se marcha dando saltos. Sin respiración, caigo al estanque, entre convulsiones y lágrimas. Mis ojos se empiezan a cerrar lentamente, y lo último que puedo ver es al animal. El príncipe que se convirtió en sapo, el sapo que se convirtió en muerte, la muerte que encontró a su princesa. El aliento definitivo se escapa de entre mis labios, provocadores del amargo final, y mi mente se percata de la verdad, soy la princesa, a la que la muerte buscaba con vehemencia.
«Los cuentos de hadas son mentira» de Iris Paz García
De niña me gustaba pensar que los cuentos de hadas eran ciertos. Y pienso que a medida que fui creciendo me tranquilizaba la idea de creer que cada uno de ellos escondía algo de verdad, por mínima que fuese. Mi absurda infantilidad fue, en cierto modo, lo que me condujo a ti. Pero he dejado de creer en los cuentos para niños y en esa promesa del final feliz, y ese es el mismo motivo por el que me alejo de ti. Las princesas no son capaces de hacer que un sapo se convierta en un príncipe azul por medio de un beso. A veces las princesas son solo seres humanos, y se alejan de ese ideal de perfección preestablecido. A veces los sapos son solo sapos, y no enmascaran la identidad de ningún príncipe. A veces los sapos son tan confusos que prometen y alardean ser ese caballero andante, pero ese utópico espejismo parece no corresponderse con la realidad cuando la princesa recibe el primer golpetazo, el primer insulto o el primer grito. Así que las asustadas princesas se escudan en ese beso de amor mágico que todo lo sana y todo lo cura, en esa transformación inminente. No es que ellas sean tontas, es que están cegadas por esa primera impresión que al final solo se reduce en mera pretensión. Todos los cuentos de hadas tienen una moraleja, y supongo que esta es la mía. Lo de ser feliz y comer perdices lo voy a hacer sin ti.
¿Cuál es la definición de la oscura? Hacer lo mismo una y otra ve esperando obtener diferentes resultados. En caso de Asier, quizás eso de hablar solo es un poco preocupante, pero se lo perdonamos porque hay cosas más importantes que decir. Creo que hay que empezar por lo importante : su capacidad de resistencia. Muchos creen que los niños no son crueles, pero diferencian y excluyen a las personas diferentes. Todos nos creemos que los lazos de la familia son indestructibles, pero no hacer lo que deberías te trae problemas. Y no hablemos de que todos los sueños se cumplen , porque no todos medimos dos metros y corremos las cuatro vueltas a la cancha en tres minutos; pero lo importante es no rendirse, seguir adelante incluso de todas tormentas, sonreír todos los días y dar lo mejor de uno. Que entre batalla y batalla, libro y libro, día y día y persona y persona, él sabe darle la vuelta a las cosas y mostrar el verdadero significado de la residencia. Ese es Asier, que pasó de superviviente a guerrero
«Nazayda» de Iris Paz García
Creo que yo misma estaba más nerviosa que ella. Sentía un sutil cosquilleo en la punta de los dedos. Tomé el libro otra vez entre mis manos y releí algunos de mis pasajes favoritos mientras acariciaba la textura de las páginas. Me dejé seducir una vez más por las palabras de su autora hasta entrar en un estado de embriaguez literaria. Me dejé llevar por su imaginación desbocada, por su inventiva sin ataduras. Cuando ella salió al escenario, hubo una ovación generalizada entre el público y yo aplaudí hasta que las palmas de las manos adquirieron un tono rojizo. Era su primer libro publicado y yo había tenido la suerte de acudir a la presentación del mismo. Volví a observar con detenimiento sus pantalones tejanos, sus tenis y ese collar de una piedra negra que siempre llevaba colgado al cuello. Ella era el ejemplo de que lo extraordinario permanece en la cotidianidad de las cosas. Tenía la misma maestría a la hora de escribir que de hablar. Se expresaba con criterio, propiedad y fundamento. Era la ola a contracorriente. Sus textos eran oscuros pero jamás había hallado tanta luz en una persona. Se había desintegrado en cenizas y se había reconstruido tantas veces que había logrado volverse invencible. Y aunque ella pensara que cualquiera sería capaz de apagarla con un poco de agua, yo sabía que un fuego como el de ella se expande y resurge con más fuerza. La eterna incomprendida, la contradicción, la oveja negra. Pero también la chica de hierro, reina de las palabras, la singularidad hecha persona. Era Nazayda.
«Elena» de Sonia Siverio Morales
Había leído hasta la última página, sin embargo, no estaba del todo conforme con la historia y automáticamente comenzó a tejer hileras de ideas para formar un desenlace más adecuado. De pronto todo desapareció a su alrededor, el mundo oscureció durante unos segundos, parecía que flotara y sintió como nunca antes en su vida un intenso temor a lo desconocido, la oscuridad cesó y cuando sus castaños ojos se acostumbraron nuevamente a la luz pudo distinguir a la perfección el paisaje que había imaginado detalladamente un rato antes mientras leía. La gente iba y venía por las calles de aquel misterioso pueblo cuyas historias ya estaban en la conciencia de ella. Entonces se dio cuenta de que todo transcurría tal como narraba el libro y se preguntó cuál sería su papel en aquella escena, por un momento le pareció divertida la situación y recorrió el escenario intentando resolver sus incógnitas. Varias personas se acercaban a ella y le hablaban, luego ella citaba las palabras que debía para adherirse lo más posible a los diálogos de esa mediocre novela, así descubrió a cuál de los numerosos personajes representaba. La euforia de haber traspasado el límite de su imaginación no le dejaba pensar con claridad por lo que se limitó a seguir la trama. Llegado el final de la historia, la adolescente pudo razonar por primera vez recordando que su personaje fallecía a manos de su hermana mayor en medio de un horrible ataque de celos. Intentó huir completamente atemorizada por no saber qué pasaría en la realidad si moría en la ficción, pero su cuerpo no obedecía las órdenes de su cerebro, se volvió un ser mecánico, estaba encarcelada en sí misma. Deseó volver a su vida, a su Instituto para seguir cursando el bachillerato de humanidades, a ver a su familia, que aún estando rota seguía unida, quería regresar a su escuela literaria a la que acudía todos los sábados para plasmar toda la imaginación que la había llevado hasta esa situación en relatos escritos con trocitos de su alma. Pero todo eso había quedado atrás, desapareció en cuanto no pudo evitar la muerte de su personaje. El libro cayó en el olvido y nunca se supo más de aquella niña de mente fantasiosa, nunca se supo más de Elena.
«Iris» de Nazayda Beatriz BalmasedaRamos
Los sueños corrían por su extraña mente, atestada de pensamientos fuera de lo común, mientras miraba al frente en medio del patio de recreo, como una leona que se niega a cazar por razones morales, rodeada de iguales que no comparten sus creencias. Sus pensamientos eran interesantes y fantasiosos. Creaba un mundo sólo para ella, en el que las cosas eran diferentes y los objetos de su imaginación cobraban vida. Sus ojos, expresivos cómo ventanas hacia su alma, daban la impresión de que ella no estaba, pues se encontraba muy lejos de allí. Un niño se le acercó, sacándola de su ensueño con palabras desagradables y motes denigrantes. Ella simplemente le contempló, mientras él no paraba de hablar. Su rostro no denotaba tristeza, ni dolor, ni nada que se le pareciese, ya lo había sufrido demasiadas veces cómo para sentir semejantes sensaciones. Para sorpresa de todos los que los rodeaban, su rostro reflejaba serenidad y curiosidad, curiosidad hacia un carácter como el de quien se encontraba a poco menos de un metro de ella. Comenzó a cavilar sobre la mente del agresor, deteniéndose en las razones por las cuales se comportaba con tan necia actitud. Se quedó allí un rato, impune ante los gritos y desplantes del niño, hasta que encontró repuesta a su pregunta, formulada en los anales de su mente: ¿Por qué? «Porque se siente inseguro» dijo una vocecilla inquieta en su interior. Ella comprendió, y dejó de sentir curiosidad por aquél espécimen, comenzando a sentir una inusitada lástima. La sirena sonó, cortando al niño en el cenit de su nocividad, y la abandonó, dejándola otra vez sola con sus pensamientos, que eran compañía más que suficiente. La niña atravesó la puerta de vuelta al aula, sumergiéndose de nuevo en su pequeño escondite, el de un ser cuya mente no conocía límites, cuya mirada iba más allá de lo conocido, traspasando la puerta a lo único. Sumergiéndose de nuevo en el capullo de una hermosa mariposa cuyas armas eran palabras y sus regalos, pensamientos
«Nazayda» de Diego Sicilia Mora
La luz atraviesa sus binóculos. Unos pantalones holgados sobre sus piernas. Su melena oscura, ondulada, cambiaba de tonalidad según sus movimientos. Una expresión firme y segura escondía todo el dolor que algún día se pudo ver. Una sonrisa se veía remplazada por un escalofriante texto. Una madurez infinita únicamente interrumpida por una dulce risa. Un porque esperando encontrar una respuesta. Un escudero cansado de ser un escudo y anhelando ser una lanza.
No le habían visto nunca a pesar de que hacía casi 4 meses que se había matriculado en la escuela. Su nombre encabezaba la lista de alumnos, había un sitio libre reservado para él y se guardaba una copia extra de los apuntes por si hacía acto de presencia en cualquier momento. Sus compañeros de clase solo sabían que se llamaba Ismael. Al parecer, sus padres le habían matriculado en uno de los cursos impartidos en la Escuela Literaria para después desaparecer sin dejar ningún teléfono o forma de contacto con ellos. Habían elaborado sus propias teorías con respecto a semejante individuo. Asier estaba convencido de que solo se había matriculado en un curso de creación literaria como ese porque sus padres le habían obligado así que se había vuelto aficionado a hacer pellas todos los sábados por la mañana. Nazayda apostaba más por la posibilidad de que Ismael fuera un fantasma que, harto del hastío y la desolación que tanto caracterizaban a la mortalidad, había hallado refugio en su pasión por la literatura y solía visitar el mundo de los vivos. Diego creía que Ismael era invisible y estaba desesperado porque los demás le vieran o que supieran intuir su presencia, teoría que Marta secundó con especial énfasis. Más que un fantasma o un chico invisible, Elena se inclinaba porque Ismael era una concentración de energía poderosa que habitaba en la escuela. Jon fantaseaba con que Ismael vivía escondido en La Pecera, el nombre con el que se conocía al despacho de Antonia, y era él quien escribía aquellas frases o reflexiones en la pizarra de la pared. Moisés y Sonia apostaban que Ismael había muerto en algún accidente y que sus padres habían pasado por alto dejar constancia de ello a algún trabajador de la escuela. En cuanto a Enrique… bueno, a Enrique no le preocupaba mucho Ismael. Y al igual que hay historias que necesitan ser contadas, hay personajes que necesitan ser narrados. Ismael no había sido obligado a matricularse en la escuela, no era invisible y tampoco un fantasma o una energía, no vivía escondido y tampoco había muerto desafortunadamente. Ismael era un personaje creado a partir de la imaginación de Antonia Molinero. Fue ella quien rellenó un documento de matriculación a su nombre y le habló a sus alumnos acerca de la llegada de un nuevo integrante en el grupo. Ismael no era nadie, tan sólo ficción. Pero la ficción siempre contiene una pequeña porción de realidad. Ismael estaba construido a partir de alocadas ideas e hipótesis rocambolescas, era el protagonista de su propia historia, era un misterio imposible de resolver, tan incomprensible como insólito. Antonia Molinero había logrado que sus alumnos perdieran el sentido de la cordura, que hallaran cosas extraordinarias en la normalidad, que potenciaran su inventiva, que se esforzaran por encontrar el sentido de las cosas y así entender el mundo que les rodeaba. Ella les había dado un lienzo en blanco y ellos lo habían pintado a su antojo, habían teñido aquel punto de partida común con su visión del mundo y su imaginación desbordada. Ellos le habían dado vida a Ismael, el personaje que intentaba ser real.
«Ismael» de Sonia Siverio Morales
Yo era un niño con un sueño, uno que bailaba entre las letras y fluía en la tinta que teñía el papel. Buscando un lugar en el que dar mis primeros pasos llegué a la Escuela Literaria, donde las ideas se escondían en las galletas y las palabras se formaban con el vapor del té. Esperaba a que empezara el nuevo curso y aquellas grandes puertas se abrieran para esas almas compuestas de ideas deformadas y papel, sin embargo, a pesar de la innegable euforia que reinaba en mi interior, también estaba nervioso, incluso asustado, tanto que el miedo cobró vida y desató el caos en mi interior. Una noche me despertó un ruido que provenía del interior del armario, me quedé inmóvil en la cama, viendo como la puerta se abría despacio dejando paso a una sombra, o tal vez un hombre. Mientras caminaba sigiloso por la habitación me dejó ver su rostro sin ojos y su piel blanca la cual estaba manchada de un líquido negro que parecía ser sangre, el miedo se había personificado y me había encontrado. A la mañana siguiente el cuerpo inerte de Ismael yacía sin vida bajo su cama, pero su espíritu logró refugiarse en el único lugar donde pudo vencer al miedo, la escuela, y pasó allí escondido el resto de su eternidad, vagando entre las paredes, escuchando historias y consumiéndose en sus ganas de escribir.
«Ismael» de Sonia Siverio Morales
Las puertas del paraíso no son doradas, no tienen un rico decorado ni hay una luz deslumbradora cuando las abres. Mis puertas del paraíso son marrones, escondidas tras una hilera de casas. También son mi forma de redención, de eliminar ese odio que no me deja vivir ni morir. Ya he conseguido sentarme en la silla de su despacho, a pesar de mi cuerpo liviano como una pluma. Lo peor es cuando llega el momento de escribir; puedo garabatear algunas letras, pero eso no es suficiente. Escucho escondido en esa habitación a la que no prestan atención, memorizando los consejos, esperando la hora de volver a utilizarlos. Hoy es un día diferente, la fuerza me invade y cojo el lápiz. Todo empezó el día en que mis padres me anunciaron que iría a la escuela literaria, en ese momento quería rebelarme contra esa actividad que me dejaría en ridículo. Luego experimenté una sensación de incredulidad al descubrir que era bueno y que tenía imaginación. Poco a poco cogía confianza en mí mismo. En el colegio alardeaba de lo bien que escribía. Hasta había olvidado la existencia de los que se metían conmigo, craso error. Ellos sabían donde vivía y un día cuando iba de camino a mi casa me acorralaron. Me insultaron, yo me envalentoné y les di un puñetazo. Salí corriendo pero ellos eran más rápido, me golpearon en la cabeza, y me quedé inconsciente. Más tarde no sentía nada, mi cuerpo seguía inerte y yo flotaba, sólo me movía el deseo de venganza. Añado un final para que la editorial publicase mi novela y un nombre anónimo, claro. Meses más tarde me dicen que tengo que hacer una firma de libros. Llega el día y veo a todos mis fans, están ansiosos por conocer mi identidad. Cuando entro en la sala recibo una ovación del público. En la ronda de preguntas los identifico, unos canallas aficionados a la lectura. Uno de mis fans me pregunta a quien va dedicado este libro. -Este libro va dedicado a los entes que parecen maleantes pero que en realidad envidian a la gente decente. Yo tengo una frase dedicada a mis maleantes personales, aquí presentes, sobre un autor que leían en secreto por miedo a ser descubiertos. Como dijo William Shakespeare «El cobarde muere muchas veces, el valiente sólo una»- Acto seguido el público aplaudió y vi que esos dos se escabullían rojos de la vergüenza. El público se percató de que eran ellos a los que me refería y los abuchearon hasta que pusieron pies en polvorosa. Sonreí, ya mi alma estaba libre de perturbación, saludé a mis lectores como si fuera la última función de un actor y …desaparecí.
«Ismael» de Nazayda Balmaseda Ramos
El cielo se iluminaba lentamente mientras la ciudad iba cobrando vida. Mi corazón habría latido con violencia si aún lo tuviera, pero no importaba, nada de aquello importaba porque, un día más acudía al sitio en el que mis palabras se liberaban y con ellas los fuertes grilletes que me ataban al mundo de lo difunto aflojaba su agarre. Me levanté en cuanto oí las llaves en el exterior, aunque sabía que, por mucho que me moviera, nadie sería capaz de verme. Todo había comenzado aquél aciago día en el que, tras una máscara de arrogancia y narcisismo, cometí un error garrafal, creyéndome invencible cuando nada más lejos de la verdad, mi invicta estrategia fue derrotada. Quince años de vida había conseguido, sin valorarla apenas, temerario e irresponsable. Sólo necesitaba acabar con una molesta vida para conseguir un triunfo más; una prueba de que mi mente desconocía los límites de lo mundano. Una estupidez. Su inteligencia ganó la batalla y su premio fue mi vida. Así, tan fácilmente como arrancar una hoja de un árbol, apretó el gatillo, produciendo un estruendo ensordecedor que determinaría mi muerte. Recuerdo la luz, una luz cegadora y blanca que me atraía, emulando a un imán. Pero mi ira y la sed de venganza era demasiado poderosa y me resistí a lo correcto, al descanso eterno, en su lugar, firmé mi condena. Apenas unos segundos después, la luz comenzó a desaparecer, dándome falsas esperanzas y volví a ver el oscuro callejón en el que, minutos antes, había dejado escapar mi vida. Quise levantarme, y me fue fácil, pero mi cuerpo no me acompañaba, me dio un vuelco al corazón, pero ya no lo sentía. Grité sin sonido y golpeé la grava, atravesándola con facilidad, consciente de que ya no podía salvarme. Fue un tiempo después cuando lo encontré, la salvación que buscaba. Un local relativamente pequeño, con una curiosa aura rojiblanca. Entré, acostumbrado a ser invisible y resultar ajeno a los mortales, cómo sí viviera en otro mundo, lo que era una verdad a medias, pues me encontraba en un cruce entre ambos mundos, condenado a varar en una parada de autobús a medio camino, esperando por un vehículo que jamás llegaría. Aquél día se impartía un curioso curso de escritura, para jóvenes escritores. «Almas como la mía» pensé, pero no lo eran, no, la mía era un alma corroída por el odio y la ira, que jamás encontraría redención, por mucho que la buscara. Pasé la sesión inmerso en pensamientos filosóficos y sumergido en un mar de imaginación, nadando entre palabras elegidas con mimo y dedicación. Decidí volver el siguiente día. Y el siguiente. Y así hasta ir todos los días que aquella clase tenía lugar, ávido de conocimiento para expresar, aunque me fuera imposible hacerlo de manera corpórea. Había intentado disfrutar del resto de clases que en aquél altar del pensamiento se daban, pero ninguna despertaba en mí ése deseo de volver a tener sangre en las venas, únicamente para poder coger un bolígrafo y escribir, tal y cómo lo hacían aquellos curiosos jóvenes. Cada día esperaba la hora en la que la puerta se abría, dejando paso a la luz y a la oscuridad, al todo y a la nada, a un mundo en el que lo más importante no era competir por el intelecto, sino compartirlo para beneficiar unos a otros. Es cierto que mi cuerpo ya no puede hablar o comunicar, pero también lo es que ya no lo necesito, porque ahora es mi alma la que lo hace por él.
«Ismael» de Diego Sicilia Mora
Doy un grito de angustia. Uno más. Una más entre muchos otros. Uno de los otros cuantos de este día . Uno perdido entre millares de otros. No tiene otro aspecto. Ni otra tonalidad. Es un grito estático. Un grito anclado a mi garganta. A la simplicidad de un grito. A la misma emoción de siempre. A la emoción que porta aquellas cuatro desoladas paredes. A el caso omiso de todos aquellos lectores empedernido. A la soledad. A la pocas menciones de aquellos pocos adolescentes. A la gilipollés de gritar cuando nadie escucha. De escribir cuando nadie te lee. De pensar cuando nadie piensa que existes.
Era un sábado por la mañana cualquiera. La ciudad había despertado y, en medio del sonido del tráfico, las conversaciones telefónicas, gente acelerando el paso y el olor a café de una cafetería cercana, cinco jóvenes tomaron asiento en un banco algo apartado. Lo extraordinario suele hacer acto de presencia en las situaciones ordinarias. Ellos eran la somnolencia en un mundo con insomnio, usaban palabras y signos de puntuación para entender lo que les rodeaba, dejaban huellas de tinta sobre un espacio en blanco. En la vulgaridad de aquel banco se desató la más insólita de las tormentas de ideas, con lluvia de metáforas, relámpagos de fantasía y truenos de expectación. Sus mentes se desperezaron, se les desenredaron las ideas, rompieron con los grilletes de la imaginación que habían sido impuestos por el que dirán. Pero al fin y al cabo, solo eran cinco jóvenes sentados en un banco con la mirada perdida, buscando comprensión en lo inentendible. «
«El final» de Nazayda Balmaseda Ramos
Una avalancha de emociones digna del pico más nevado cayó sobre un solitario individuo en el centro de la carretera. Los engranajes de su mente empezaron a moverse chirriando mientras las piezas de un complicado puzle encajaban. Por fin lo comprendía. Caminó, hacia delante, hacia un destino inexistente, hacia la nada, hacia un todo. Por fin comprendía que jamás vería una sola alma que se pareciese a la suya, que la soledad lo llenaba por dentro, como si fuera un recipiente en el que depositar los sueños perdidos. Caminó, deseando encontrar algo que lograra desarmar, piedra a piedra, el oscuro castillo rebosante de incertidumbre que se escondía en sus pesadillas. Caminó, olvidando la esperanza y, de una vez por todas, dándose cuenta de que era el último de los suyos.
«Relojes» de Sonia Siverio Morales
Las agujas del reloj pasan rápido, sin detenerse, siempre están ahí con su suave tic tac, te ven crecer, reír, llorar, amar, sufrir, vivir, envejecer y finalmente morir. El tiempo es un concepto demasiado abstracto, parece que fue hace unos segundos cuando te cogía por primera vez entre mis brazos. Crecías poco a poco, tu primera risa, tus primeros pasos y antes de que pudiera darme cuenta, en un par de pestañeos ya ibas de aquí para allá investigando cualquier objeto extraño que te encontraras. Te sentaste a mi lado mientras intentabas armar aquel nuevo juguete, yo te ayudaba en silencio, de vez en cuando alzaba la mirada y te veía concentrada, intentando lograr ese pequeño reto que para mi era insignificante pero para ti era lo más importante, en ese momento sentí envidia de ese reloj que te vería crecer mientras que el mío en cualquier momento detendría su tic tac.
Los alumnos de Jóvenes Escritores se basan en la exposición fotográfica «Síndrome» de Tato Granelo para realizar sus relatos.
«Síndrome todo» de Jon García-Valdecasas Vispe
Me encuentro en un sueño, a cada paso que doy todo da un paso para atrás. Es un bucle, un recuerdo que hace mucho que se desvaneció Las montañas se elevan por encima de las nubes. Me encuentro solo. Solo con mi sueño, solo con mi deseo. Cierro los ojos y entonces oigo una voz. – ¿Quién eres? Me doy la vuelta y veo una niña. Es rubia, delgada, con mirada insegura y preocupada. Y me vuelve a preguntar: – ¿Dónde estás? – Yo…yo estoy en un sueño. – Que clase de sueño. Me mira disgustada y me dice: – ¿ Quien eres ? – Yo…yo soy. – No sabes quien eres – ¿Qué crees que esto? – Es un sueño – No, no es sueño, es justo lo contrario. La niña se pone de puntillas y me susurra al oído: – Purgatorio Mi pulso se acelera. La niña me sonríe y me dice: – Suerte Michael Me doy la vuelta y veo como todo lo que creía mi paraíso se corrompe por un color oscuro. Me giro y la niña ha desaparecido. Suspiro, cierro los ojos y pienso que es un sueño. Acaso no lo es todo.
«Síndrome de la vocecita» de Elena Monzón Cejas
Lo poco que me queda de consciencia se agita como las olas del mar cuando la veo en el coche , hilos de sangre recorren su cara. Siento preocupación, pero no por ella, sino por miedo a que alguien esté merodeando por allí. Es mi oportunidad perfecta. Me acuerdo de cómo holgazaneaba en el trabajo enfrente de mis narices, cómo me molestaba estar opacado por su figura. Fingí ser su amigo para saber más de ella , saber la jugada del enemigo te permite anticiparte , usé todas mis artimañas para que la despidiesen, siempre con mensajes anónimos, pero como era extrovertida y se llevaba bien con los clientes no lo hicieron. Ella sabía qué era la empatía, para mí era un misterio incomprensible. Su grito de socorro me sacó del ensimismamiento- !Por favor ayúdame!- ¡si sale de esta cambiará de actitud no la dejes morir! exclamó una voz en mi cabeza durante unos instantes. Con paso sereno me alejé de la calle, los gritos del exterior y los de mi interior cesaron al unísono. Mi oscuridad es superior que esas vocecitas del bien o el mal.
«Síndrome del Riesgo» de Diego Sicilia
Aquellas escaleras bajaban al mar. Era una hecho, una realidad. Bajaban al mar. Al fondo del mar. A las profundidades más inhospistas de el. A aquel sitio donde los peces no eran bellos y coloridos. Dónde le luz importaba más que el alimento. Las escaleras bajaban al territorio más terrorífico del universo. Ya que si bien el cielo se puede observar con un telescopio. Las profundidades no se pueden explorar más que con la vista. Y la vista es parte del humano. Lo que por ende obliga que cualquier humano que quiera llegar tiene que arriesgarse a morir
«Síndrome de ausencia» de Marta Ramos
A 23 de febrero de 2019 me disponía a entrar al mar. No hacía frío y tampoco había nadie a mi alrededor, excepto mis compañeros de la escuela literaria, pero ellos no sabían lo que me disponía a hacer. Cada uno tenía un papel y un boli o un teléfono, y todos íbamos a escribir. Cada uno en su mundo. Cada uno en su realidad, y todas diferentes al resto. El caso, yo me disponía a entrar a ese mar, un mar de colores extraños, pocos azules y más rojos y rosados, y algún que otro y excaso amarillo. Cuando entré en aquel mar, no sabía bien como sentirme. Era raro, no me estaba mojando, pero yo realmente sentía que estaba allí, bañandome. Aquello me hizo recordar a aquellos años de verano que pasaba en aquella playa, pero por entonces la playa era azul, ahora era distinto, ya era roja, todo había cambiado. Faltaba ella. La persona con la que años atrás me había sumergido allí. Aquella foto me trasladó a esos años, me trasladó a aquel mar. Y todo esto pasó a través de esa foto, en mi mente, en mi mundo, rodeada de todos mis compañeros pero mentalmente sola. Sola en aquel mar. Sin ella.
«Síndrome de culpa» de Iris Paz García
Calculaba que llevaba ahí sentado alrededor de unas dos horas. Ya había oscurecido. Él seguía concentrado en la imagen del mar. Era el caos de la razón. Hacía que tuviera sentido que hubiera partículas de sal en una masa líquida, que la marea se correspondiera con la atracción gravitatoria de la luna y con que una composición líquida incolora fuera suficiente para asustar a la gente. Estaba a toda lógica y era el desequilibrio de su vida. Por eso acudía allí cada tarde, aferrándose a la reflexión y perdiendo la noción del tiempo. Salió de su ensoñación cuando la luz de una de las farolas se fundió. Como si se tratase de una secuencia, a las otras les ocurrió lo propio. Se había producido un apagón en toda la ciudad. Lo siguiente fue percibir la presencia de alguien más que tomaba asiento a su lado. La voz arrastraba las palabras, era grave y ronca. – ¿Por qué estás aquí? – Sólo quería pasar el rato. – Te he visto antes por aquí. Te gusta el mar, ¿no? – Lo odio más que a nada. – ¿Por qué? – Es complicado. – ¿Y qué no lo es? – El verano pasado, mi esposa me preguntó si quería acompañarla a la playa. Habíamos discutido. Ni siquiera recuerdo por qué. Alguna tontería. Le dije que no. El mar la arrastró, y la siguiente vez que la vi fue en su funeral. – ¿Murió aquí? – Sí, en esta misma playa. – ¿Y por qué vuelves? – Porque, de haberle dicho que sí, podría haberla salvado. No puedo quitarme de la mente esa idea. Así que siempre regreso. Me imagino que pudo haber ocurrido, lo que pude haber hecho, lo que debió haber pasado. Las luces regresaron y el chico comprobó que su interlocutor no era más que un anciano. El viejo que siempre le había mirado cuando él observaba el mar. – Si no quieres que te ocurra lo mismo que a tu mujer, pisa la arena antes de que la marea te arrastre y te ahogue. Deja de navegar en el mar de la culpa y de crear espejismos hechos de espuma. Has nadado en el fondo durante demasiado tiempo. Vuelve a tierra firme.
«Síndrome del infierno» de Nazayda Balmaseda Ramos
Todo comenzó con aquél ruido. Aquél tan ensordecedor y aplastante que te hacía comprender lo que realmente era el deseo de arrancarte los oídos. La gente comenzó a gritar, uniéndose a la horrorosa algarabía. El mar se desbordó, queriendo abarcar toda la arena que, vacía ya de humanos, se mezclaba con el océano. Incapaz de moverme, me quedé donde estaba, arrastrada por el flujo de gente cuando, de repente, el agua me salpicó. Salvo que no era agua, era una marea negra y densa parecida al petróleo que avanzaba lenta y agónicamente. Me quemó nada más tomar contacto con mi piel. Sin embargo, apenas lo noté, mis sentidos estaban embotados. Y fue entonces cuando el culmen de aquella dantesca escena se pronunció: el cielo cambió de color violentamente a un marrón oxidado propio de la más atroz de las películas de terror, mientras el sonido tan sólo subía el volumen, dejándome de una vez por todas sorda. Me di cuenta de que me encontraba sola, acompañada únicamente por el faro, que, indiferente ante el horror que se desarrollaba ante él, seguía iluminando el negro océano, incondicional. Sola, ante la certeza de que, casi sin darme cuenta, llegué al infierno.
«De vuelta al horror» de Enrique Esteban De Cáceres
Una historia de sangre. Todo volvió a comenzar con un grito infantil y una bombilla parpadeante. Como ya sabían los niños, los monstruos se acercaban. El orfanato había sido su única casa desde hacía demasiado tiempo, tanto que incluso algunos recordaban el exterior. Otros simplemente no lo conocían, y unos pocos afirmaban que esto era una cárcel por la falta de ventanas y puertas al exterior. La cuestión era que no había salida. Los cuidadores se marchaban y eran reemplazaba por otros nuevos. Siempre eran amables, pero parecían carecer de nombres. Luego estaban los Guardianes, o así los llamaban los cuidadores: grandes estatuas negras, tan duros como el metal mismo y que en vez de cara tenían una máscara a la que le sobresalían dos círculos de lo que parecía un hocico. Se movían por los pasillos y no te prestaban atención a no ser que incumples las reglas. El problema era que solo había dos formas de salir: aguantar lo suficiente y crecer, para que los Guardianes te llevaban con ellos para liberarte; o que, como esa noche, los monstruos te llevasen. Se movieron sombras debajo de la puerta. Cabía la posibilidad de que trajesen a un chico nuevo. La luz se apagó y la puerta se abrió. Una sombra humana se proyectó al interior del dormitorio. Vienen a por ti.
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