Hormiguitas de Sol diminutas, hormiguitas de Sol caminantes, hormiguitas de verano. Subís por la enredadera de brazos y espalda y del néctar rojo de las mejillas bebéis dispares. Cambiáis de sitio, os hacéis glotonas y a veces menguantes. Hormiguitas trabajadoras, descansad un rato…
Una vez más aquí, en el mismo sitio haciendo exactamente lo mismo. Cansada de esto y de tanta mentira, salgo de allí. Siempre yendo a la misma cafetería con el mismo traje y el mismo semblante alegre que no tiene nada que ver con mi realidad.
—¡Gracias!—exclamo por millonésima vez mientras salgo por el marco de la puerta.
Me congratulo de la suerte que tengo de conocer al camarero. Gracias a él como todos los días, bueno, como yo, y también come mi familia.
Quizás es paranoia, quizás me estoy volviendo loca de comer tan poco, pero creo que alguien me está siguiendo. Camino rápido, acostumbrada a que me sigan borrachos y cosas así. Pero no es un borracho, por sus pasos percibo que es una persona normal, en concreto un hombre, joven por su intensidad. Y se está acercando. Por fin, llega a mi lado.
Me preparo para una patada en sus partes, que siempre les deja en el suelo, y me dan suficientemente tiempo para correr y escapar hacia mi casa.
Me vuelvo violentamente y impulso mi rodilla hacia arriba, pero él es demasiado rápido y para mi golpe.
— ¡Ey! Tranquila, no te voy a hacer daño — dice alzando las manos, en señal de paz. Es guapo, es lo primero que pienso. En seguida desecho ése pensamiento de mi mente, no tengo tiempo para esto. Probablemente es de mi edad, o quizás un poco mayor. Fuerte y demasiado creído para mi gusto. Él empieza hablar, y yo le pido que no me toque.
Me dice que se llama Tyler, y que solo quiere acompañarme hasta mi casa. Mi instinto me dice que no le deje, pero estoy muy cansada y demasiado harta cómo para decirle que no. Así que caminamos juntos hasta allí, el sitio del que siempre me avergüenzo,del que jamás podré salir: mi casa.
— ¿Quién vive aquí? — pregunta él confundido y con los ojos cómo platos.
— Yo — respondo amargamente.
Cierro los ojos, esperando el momento en el que él me mire con asco y se vaya corriendo. Pero no llega, él se queda ahí parado, noto su respiración entrecortada por el frío que hace.
— ¿Y tu familia? — pregunta tras un rato d silencio.
— Eh… también viven aquí — respondo en tono neutro, sorprendida por que se interese por algo así. Nunca tuve un amigo, una persona que se preocupara por mí. Pero no puedo, no puedo revelar los secretos de mi familia.
— Gracias… por acompañarme hasta mi casa, no tenías por qué — digo mientras nuestros ojos se encuentran. Los de él son de un profundo azul, como el del mar, como el mar que tanto me gusta.
— ¿Cuando te volveré a ver? — pregunta.
— No creo que nos volvamos a ver — respondo, mientras me doy la vuelta.
Él me sigue hasta la ajada puerta de la casa, pero se la cierro en las narices.
Él golpea la puerta desde fuera, esperando a que le abra. Tras unos tres golpes decido abrirle, pero no llego a hacerlo, mi madre se pone en medio.
— Hola mamá — digo en tono neutro.
— ¿Quién es? — pregunta en tono feroz.
— Nadie del que te tengas que preocupar — respondo rápidamente.
— Éso lo decidiré yo — dice mi madre abriendo la puerta.
Tyler retrocede nada más verla, pero se contiene y se queda a unos cuantos metros de mi madre.
Mi madre le sonríe y se prepara para hacer lo de siempre, pero yo me adelanto y me pongo entre ellos dos.
— MAMÁ, NO — digo con convicción.
Pero mi madre tan solo me mira y sonríe, dispuesta a quitarme de en medio. Soy lo bastante rápida como para cerrar la puerta, dejando así algunos minutos para que Tyler se pueda ir corriendo.
— ¡Vete! — le grito.
— No me iré hasta que me digas qué es tu madre.
— ¿Cómo que qué es mi madre? — pregunto, con la esperanza de que me crea y se olvide.
— Yo…— dice él confundido.
— Está bien, Tyler, vete de aquí, no te puedo decir nada.
— Dímelo. O te juro que no muevo el culo de aquí — dice él, claramente sin entender la situación.
Respiro hondo. No quiero que muera.
— Está bien. Te lo diré. No es ¿qué sí es mi madre? Es qué somos mi familia.
LA MAGNITUD DEL ENGAÑO de Guillén Berástegui de Armas
Hoy he subido hasta aquí, pero no creí que que me llevara tal decepción cuando llegara. Los doscientos escalones que me separaban me han dejado agotado, pero mis músculos no están ni por asomo tan desgarrados como lo está mi alma ahora mismo, porque he descubierto la simpleza de mi ser.
Por un primer momento sonrío por todo cuando llego. Sonrío por haber escalado, sonrío por mirar que los pájaros surcan a mi lado, sonrío porque veo toda la ciudad desde aquí…y ahí empieza todo. Veo que la ciudad se impone ante mí desde ese monumento que tantos aprecian y que tanto significa para el pueblo. Veo de repente que sólo estoy encima de un gran montón de piedra y cemento. Veo que la gente es estúpida por querer tanto algo así. Entonces las miro, a todas esas personas que están ahí abajo haciendo una vida normal y cotidiana. La flecha de la iluminación atraviesa de pronto mi mente por completo, abriéndose del todo sin dejar que nada se quede en mi ridícula cabeza, porque eso es lo que soy, soy como ellos.
Me doy cuenta de que yo también pienso que eso hace a los hombres grandes, que somos grandes por torres y torres más altas. Me doy cuenta de la magnitud del engaño al que somos sometidos. Los humanos nos destruimos inconscientemente con la palabrería. Un día nuestras obras carecerán de límites y nuestra arrogancia podrá con nosotros.
El hombre no es más que un hombre. Habrá que buscar las alas antes de caer en el vacío.
La gente suele decir que los piratas ganan cualquier batalla, pero no es verdad. Cuando luchan contra los marineros, masacran todo cuanto pueden. No matan en busca de un tesoro, aunque todo el mundo piense que es así. Saben domar el mar y cuidar de su barco, lo aprendieron para nunca olvidarlo.
Lo que nadie sabe es que los piratas ganan porque ya tuvieron muchas batallas perdidas. Destruyen a los marineros que tienen algo que proteger porque ellos perdieron aquello que tenían que cuidar. Y por eso decidieron proteger al mar y a sus barcos. Tan cruel es su destino que custodian aquello que no necesita a nadie para estar a salvo.
Aquella noche no hubo ninguna batalla que librar. No había un mar del que escapar. Y en aquellos momentos los piratas recordaban el pasado que se había llevado el mar en las tormentas. Por eso el capitán se había quitado sus ornamentados ropajes y su espada, fiel acompañante. Aquella noche fue un hombre, y no el capitán de un barco pirata.
Se sentó en un pequeño rincón de la proa del barco. Sujetaba entre sus manos un farolillo. Lo soltó y dejó que ascendiera hasta llegar al cielo. No, aquella noche fue mucho más que un hombre, fue un padre. Volvió a ser el padre que, junto a su hija, liberaba luces que volaban hasta el cielo, convirtiéndose en una estrella más.
Volvió a ser el padre que había perdido una batalla, que había perdido a su hija, que no la había podido proteger de la muerte.
Pero a la mañana siguiente volvería a ser el hombre de las batallas perdidas que intentaba sembrar victorias cuando, en realidad, vivía en una gran derrota.
UN SUBJUNTIVO MUERTO EN ORSAY de Ana Marante González
No veo nada desde mi ventana, no encuentro personas, ni sonrisas ni lágrimas, no veo la Torre Eiffel ni tampoco sus luces, las estrellas y la luna alumbran otra estancia y no encuentro París porque tampoco me encuentro a mí. Solo veo el cielo, solo encuentro su color y oigo su silencio. Desde la ventana respiro el olor de la polución y pienso en ellos, en mis padres, en el momento en el que me convertí en el tópico de huérfana que se esconde en un museo. Mi padre era artista, mi madre era artista, yo no soy un pretérito imperfecto, soy un presente, pero no soy nadie, escapo a las reglas del modo indicativo o imperativo, yo soy un subjuntivo, un quizás encarcelado en el Museo de Orsay. Observo el Sacre Coeur y cierro los ojos mientras el silencio de la noche me hace de nana, pero entonces escucho unos pasos a mi espalda y asustada cojo un pincel a modo de arma. Suspiro, es Renoir, mi amigo, mi compañero de desván, otra alma secuestrada en un retrato.
– ¡Ey! ¿Te parecería bonito que yo te apuñalara con un pincel? ¿No encontraste mejor arma?- me pregunta con sus aires de superioridad.
– Lo siento, pensaba que eras algún curioso que se había colado en el museo. No nos conviene que las personas nos vean, demasiadas preguntas.
Renoir se sienta a mi lado y juntos observamos el Sacre Coeur y respiramos, pues es la única hora del día en la que podemos alimentar nuestro corazón de oxígeno. Entonces le hablo de mis padres y él me cuenta las historias de sus cuadros, expuestos en el salón de abajo, charlamos y charlamos. Otra noche más hablando con un fantasma, con el cuadro que decora el desván que me hace de hogar, hablando con el arte, mi única familia. Renoir y yo, pintado a en lienzos con vistas al Sacre Coeur , las mismas vistas durante los dos siglos que llevo viviendo dentro de un cuadro, rectifico, muriendo en un cuadro, con solo sesenta minutos al día cada madrugada para adquirir forma humana, mientras mis padres que no fueron pintados descansan en paz. Otra noche más ensuciando de lágrimas mi marco, siendo una muerta, una nadie, un subjuntivo muerto en el museo de Orsay.
Abro los ojos y lo único que veo es ego. Un ego intenso y profundo, veo a personas pasar con sus máquinas de luz. Los tiempos de ayer eran muy diferentes a los de hoy, todo ha cambiado, algunas cosas para bien, otras para mal.
Ya no reconozco ni mi propio hogar, llevo siglos mirando la misma dulce foto pero hoy será diferente.
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