En la vida, el noventa porciento
de la gente se basa en la opinión de los demás, familia, amigos o simplemente
gente. Si ves en una revista o alguien dice que las camisas blancas ya no están
de moda probablemente dejes de ponertelas o dejes de usarlas con tanta frecuencia.
En mi colegio todas,
absolutamente todas las niñas visten de la misma manera, la misma ropa de la
misma marca, mismos complementos, todo exactamente igual.
Y me pregunto yo, ¿Quién dicta, quién dice que ese es justo el tipo de ropa que
hay que vestir?
Siempre hay una abeja reina que
manda sobre las demás, pero si la abeja reina cae, su imperio va detrás porque
no tienen conciencia o una mentalidad propia. Lo que nos lleva a una simple
conclusión:
A este paso todos vamos a acabar siendo copias de la misma muñeca de porcelana
no real.
Yo, me aferro mucho a las
personas, baso toda mi energía en una; pero al final todos se acaban yendo más
tarde o más temprano, y cuando esto sucede te destroza por dentro.
Ahora, después de bastante tiempo, ya lo he entendido, se cómo afrontarlo y
superarlo, y ya tengo un grupo de amigos estable, pero no quiere decir que no
haya gente que me haga daño o intente hacérmelo.
Si visto de forma extraña, es porque
me gusta, es mi estilo y mi personalidad, y no es asunto de NADIE decirme como
debo ir, bueno excepto mis padres, de ellos si que no me puedo librar.
Con esto quiero decir, que los
estereotipos están presentes en nuestro día a día, desde que somos pequeños,
pero todos tenemos que mostrarnos tal y como somos, con defectos manías y
rarezas. Sino nunca aprenderemos a aceptarnos a nosotros mismos.
Y COMO DIJO ALBERT EINSTEIN:
Si quieres vivir una vida feliz,
átala a una meta, no a una persona o a un objeto.
Once y media de la noche. La luna brillaba en lo alto del cielo
con su suave destello blanco. El viento no rugía pero sí gritaba con esa fuerza
tan peculiar que tiene, esa que es capaz de tumbarte y hacerte volar. Mi pelo
danzaba a su son, sin una coreografía bien ensayada, sino con el precario
descuido de alguien que intenta bailar, pero no sabe. Y junto a mí, mi familia,
mi padre, mi madre y mi hermano. Todos caminando en procesión hacia el famoso
cementerio de la capital escocesa. El trayecto fue corto y fugaz, mientras los
cuatro nos adentrábamos por las calles de esa ciudad tan llena de magia y
leyendas. De espíritus y fantasmas. Esa ciudad en la que habitaba gente
supersticiosa y amable. Me di cuenta de que, por esas calles, siglos atrás,
habían caminado igual que yo, guerreros y doncellas, luchadores y valientes,
pero también gente que carecía de honor y lealtad. Gente que gozaba con el
sufrimiento ajeno y que más que sangre, por sus venas fluía con temeridad y en
gran medida, algo perverso.
Llegamos al cementerio, estaba un poco escondido, pero aun así
se podía encontrar si lo estabas buscando. Custodiado con grandes verjas de
metal negro que se imponían delante de mi como dos gigantes que podrían
aplastarme con un leve movimiento de sus brazos. Por un instante dudé. No
quería adentrarme, pero la curiosidad pudo conmigo y acabé cediendo ante su
inescrutable agarre. Y al entrar lo sentí. Lo sentí de una forma tan potente
que por un momento el aire se escapó de mi cuerpo y mi corazón latió tres veces
su ritmo. El vello de mis brazos se alzó hacia el cielo en solemne súplica para
apartarme de aquel lugar, pero seguí avanzando. No podía evitar sentir que
alguien me observaba, pero cada vez que me daba la vuelta no había nadie, tan
solo el césped bien cortado y un banco vacío, pero sentía los ojos de alguien
en mi nuca, siempre presentes. Entonces sucedió, mi madre pisó el césped un
poco más allá de la iglesia que dominaba sus campos, para sacarse una foto a la
luz de la ciudad, pero salió borrosa, tan borrosa que era imposible que pudiese
suceder una segunda vez, pero lo hizo. Ella dijo que mientras estaba allí, de pie
sobre aquel césped, sintió una fuerza que parecía agarrarla y no querer
soltarla, algo la mantenía anclada a la tierra, algo que estaba allí pero no
podía verse. Como los rayos caen por la noche, así de rápido salimos todos de
allí, de aquel sitio que guardaba tantas historias, tanto dolor y tanta
despedida.
Fue solo después, una vez estábamos suficientemente lejos del
cementerio, cuando me contaron la historia de Mackenzie, el poltergeist de
Edimburgo. No mucho más allá de aquella iglesia que mencioné, estaba la lápida
de Mackenzie, un guerrero famoso por su crueldad. Se dice que su espíritu sigue
allí, molestando a todo el que osa pisar su tumba. Existen historias que
cuentan que mucha gente que pasa cerca, sale del cementerio con cortes, heridas
o incluso vomitando, todo por Mackenzie, que incluso en la muerte, seguía
intentando matar. Nunca pensé que algo así podría ocurrirme, pero negar la
evidencia es de necios, y yo sabía muy bien las sensaciones que había sentido
al pisar aquel suelo consagrado. No será una certidumbre, pero el cementerio de
Edimburgo no es algo normal, corriente. Es un sitio que, si decides creer en
ello, está lleno de espíritus, tan buenos como malos, que siguen rondando esta
tierra con la pesadez de unas piernas vacías, con sus brazos frágiles pero
fuertes, con sus ojos posados en los tuyos desde la distancia de la muerte, que
más tarde o más temprano, nos acabará recogiendo a todos.
El viento húmedo acaricia mi cara, pero el calor lucha contra él, impidiendo que refresque mi rostro, como si estuviera soñando despierto. El mismo aire remueve tu oscuro pelo rizado como se remueven las banderas en las playas. Te ves despeinada pero yo te veo mejor que nunca.
Ser feliz es como cazar mariposas, siempre puedes buscarlas, pero atraparlas está destinado para unos pocos afortunados, y tampoco es que vivan mucho. Al menos la primera parte no se nos está dando mal. Cazar mariposas es un poco egoísta de todas formas.
Quiero acostarme en el suelo empedrado, mirar al cielo celeste, que se va apagando de forma casi imperceptible hasta que se torna añil. Quiero saludar al tímido sol, escondido detrás de las nubes, relucientes y puras, del color de tu sonrisa. Quiero estar aquí contigo, escuchar el silencio, mirar más allá de tus pupilas, coger tu mano y sentir que atravieso tu piel.
Sentarme al borde del abismo, contemplar el paisaje que la primavera arrebató al verano, saber que el mar está lejos pero no lo suficiente para escapar de nuestros cinco sentidos. Mi camisa blanca y mis Air Forces están manchadas por la tierra, pero mi alma está más limpia que nunca, sin nadie que me moleste, sin nadie que nos moleste. Es una tarde de junio, pero tengo la piel erizada.
El azul ennegrecido del cielo se ilumina en su extremo de un suave y delicado naranja durante un instante, hasta que el ángulo del sol se rompe, y quedamos otra vez en la oscuridad, más turbia que nunca. Llega un punto en el que solo veo con claridad tu figura brillando entre las sombras, tus dientes y el iris de tus ojos marrones iluminando todo el lugar. Deberíamos irnos, pero no quiero despedirme de esto tan pronto.
La belleza está más cerca de lo que pensamos, o de lo que queremos pensar. Belleza hay en todos los rincones, lo que faltan son piernas dispuestas a buscarla, y ojos capaces de captarla. La belleza no está en ellas, está en ti. La belleza no está allí, está aquí.
Se nos acaba olvida, se nos lleva
el viento, dejas de estar como las velas una vez encendidas, que se quedan en
el fuego que poco a poco las acaba por desaparecer sin dejar nada de ellas por
el camino. Pero en tu caso, dejando tu cuerpo como memoria de tu existencia a
través de él.
Dejamos de estar cuando nos
morimos porque no somos eso que usamos para decir las palabras, lo que intenta
hacernos ver entre un mundo todo igual, lo que te duele cuando te caes de los
bordillos, lo que sangra. A través de lo que tomamos presencia, como otro de
los que llenan las calles, inundan los metros quitándole espacio al aire entre
vagón y vagón, entre cuerpo y cuerpo.
Y por eso morimos, porque somos
lo que intenta decir que lleva dentro esa masa con la que nos movemos por la
tierra, la que nunca encuentra las palabras, la que se queda en la ahí cuando
nos vamos.
Me regaló un espejo que ocupó el
espacio de todos los ríos en los que me fui mirando para intentar entender qué
movían mis pensamientos, en qué estaba atrapada, qué utilizaba para pronunciar
las palabras. Y me vi, igual a todos, igual de real que el resto de cuerpos que
ocupaban mi salón, que llenaban cada hueco sin usar.
Miro el cielo, el aire que lo
llena, sintiéndome eso, una masa intangible de pensamientos, de ideas fugaces
que llenan un cuerpo que jamás podrá pronunciarlas. Miro cómo el viento susurra
sus secretos usando los árboles, chocando contra los cristales, siendo él el
que habla aún sin poder decir nada.
Puedes tocar la tierra, las rocas
de la playa, la arena que algún día las formó. Pero siento que al tocarlas solo
puedo palpar lo que las recubre, lo que les deja mostrase al mundo y se quedará
aquí cuando estas se mueran.
Vi una mariposa, vi cómo volaba
al intentar tocarla, como huía de todo lo que se le acercaba. Cómo ni se dejaba
ser tocada por el suelo ni por la tierra que nos arrastra a todos a permanecer
en la linea recta que conforma el camino, sin dejarnos libertad para elegir el
nuestro.
Las mariposas y el aire en el que
permanecen, lo único que las puede tocar.
Pero un día encontré los restos
de una tirados por el jardín, su cuerpo, como el envase en el que yo me
encuentro. La vi, debajo del aire, sobre el suelo que pisaba y que por fin le
alcanzaba. El cuerpo que pensé que era solo aire. Pensé que su manera de rozar
los árboles y hacer sonar las ventanas era el de permanecer casi quietas en
medio de nada teniendo en cuenta que para mí el aire lo era.
Cogí sus alas, incapaces de volar
sin llevar lo que murió dentro y las metí entre el espejo que me anclaba a la
tierra y ahora a ellas a mí.
Los
Jóvenes Escritores siguen escribiendo desde nuestra Aula Virtual con su
profe, Antonia Molinero. Les colgamos el relato que Daniel Suárez Acosta ha
escrito sobre su compañera Oli Li Cabrera.
«Olivia» de Daniel Suárez Acosta
Y un día, apareciste. Apareciste tú y tu pelo rizado, de raíces oscuras y puntas claras. Apareciste tú con tu voz suave y adormilada. Apareciste tú y esa forma de mirar de tus ojos oscuros. Su esbelta figura se mueve casi como si flotara, de forma divina. La perfección de su persona se une a rasgos tan humanos como su adorable naturalidad y su sonrisa, tan extraña como reconocible. Un rostro siempre cambiante, que va desde la inexpresión hasta múltiples emociones contrastadas entre sí. Quizás la persona más feliz del mundo cuando está feliz. Está plagada de matices por sus cuatro extremidades que la hacen todavía más compleja y especial: su capacidad de ser tan distante como cariñosa, sus finas cejas, el piercing de su oreja derecha, su reluciente y cuadriculada dentadura, y un largo etcétera de cosas que no menciono y que me faltan por localizar. Llamar su atención no es difícil, mantenerla es imposible. Es fácil acercarse pero no tanto alejarse. No puedes dejar de escucharla cuando habla, no porque te interese o no, sino porque sabes que puedes estarte perdiendo algo increíble si lo haces.. Cada conversación es un descubrimiento, cada palabra que sale de sus finos labios es importante. Simplemente, ella tiene una forma de ser envolvente, es una persona irrepetible e inolvidable.
Puntual.
Sonidos estrangulados en un silencio perpetuado. Tose, coaccionando las
palabras en la sombra que luchan por salir. No es una tos cotidiana; es una tos
angustiada y moribunda que funciona como un reloj, agitando mis despertares y
perturbando mi pensamiento. Puntual. Efímero. Letal. Una vida marcada por el
segundero de la enfermedad. Un alma condenada a morir con la promesa de volver
a hacerlo veinticuatro horas después. Puntual.
Buenas noches, de Sonia Siverio Morales
Dormía bajo la oscuridad de la estancia cuando un
intenso golpe rompió mi mundo de sueños. Luego, otro y otro. Confundida y
temerosa me levanté a encender la luz. Todo se había caído de las estanterías,
los muebles estaban descolocados, como si el más intenso de los huracanes
hubiera llegado a mi habitación. Detrás de mí, él esperaba a que volviera a
dormirme.
El objetivo, Silvia Pérez Acosta
Oscuras, estrechas, siniestras.
Así eran las calles por las que resonaban nuestros
extraviados pasos. Un golpe seco y una fuerte brisa. Ahora los móviles no
funcionan, las luces de las farolas titilan y las campanas de la iglesia
interrumpen el sepulcral silencio.
Me giro hacia mis acompañantes, pero ellas ya no están.
Escucho la voz de Sara, gritando mi nombre desesperada. Corro hacia al lugar de
donde proviene su voz, pero allí no hay nadie. La inesperada brisa vuelve a
azotar mi cabello y entonces lo escucho:
– Aquí estás.
Lectores, de Elena Monzón Cejas
Si a las 12 de la noche escuchas los ruidos de la puerta
contigua, parece que está desatascando el fregadero. Pero yo sé el verdadero
motivo. Cuando ella salió ayer, me fijé en dos cuernos sobrenaturales
escondidos en su pelo.
«Desearás que solo exista en los libros», me susurró una voz
interior en ese momento.
Esa voz me dice que pronto moriré, todos los días, a las 12 de la noche.
Adalid de la venganza, de Enrique Esteban de Cáceres
El destino los marcó, y los
héroes se alzaron. Vivieron, lucharon y murieron juntos. Fueron traicionados
por sus dioses. Eligieron nuevos héroes, bendecidos por sus propias virtudes.
Al final de su historia, se ungió un nuevo dios. Los dioses se traicionaron, y
los sellos se resquebrajaron. Es hora de despertar, vieja catástrofe. Es hora
de romper todos los juramentos y vínculos. Es hora de que cobres tu venganza.
Gripe, de
Paula Herrera
La calle siempre había sido un punto fácil para el peligro,
pero estar encerrada en casa con mi abuela podría tener peores consecuencias.
Hacía más de dos horas que no salía de la cocina y era mi oportunidad para
salir de allí. Puertas que nunca habían estado en mi casa me cerraban el paso
hacia mi libertad. Doblé la esquina hacia el baño, pero la sonrisa de ella me
paró en la entrada. Corrí al salón. Ella envuelta en un albornoz me esperaba
con anhelo. En mi habitación estaba en chándal, y al abrir la puerta de la
cocina, sentada en el pollo. Entre la abertura y el cierre de puertas había una
corriente, un aire, y de repente un susurro: «¿a dónde vas?».
Control, de Diana González Padrón
Mírame, te estoy mirando, mírame, ¿no me ves o no
quieres verme? Mírame, estoy aquí, adelante, sabes que es la hora, mírame, no
dejes que te hagan creer que no estoy, hazme
caso y mírame.
«Ya», me dijo, pero hoy estoy segura de que estás.
Por fin,
de Violeta Gutiérrez Huecas
Años de mentiras ocultando verdades, callando secretos, un
beso al aire, un buenos días al viento, miradas furtivas que cuentan su
verdadera historia. Una muerte que todos lloran, dos de ellos celebran en
secreto; se buscan; se encuentran; se funden; se aman, esta vez, hasta que la
muerte los separe.
«Is-rale» Idea original de: Elena Monzón, Mingyao y Sonia Siverio.
15 febrero de 2020, un joven chico israelí descubre una misteriosa biblioteca ubicada en su ciudad. No todo el mundo la puede ver, pues le ha hablado a sus amigos de ello y ninguno la conoce. La dirige un extraño anciano. Tras haber leído varios libros, todos ellos anónimos, encuentra un libro que habla de una religión antigua y prácticamente olvidada. Lo que no sabe es que aún quedan algunos practicantes y el principal es el señor de la biblioteca.
El fundador Claude Vorilhon fue supuestamente abducido por extraterrestres que le contaron el verdadero origen de la humanidad y le dieron el nombre Rael, de donde viene la religión. Además lo llevaron a un planeta donde pudo conversar con grandes pensadores de la Tierra, incluidos Jesús y Buda. Ahí se le explicó que los humanos fuimos creados con ADN extraterrestre hace 25 mil años, y que en 2021 volverían a nuestro planeta.
El protagonista interpreta este mensaje como una amenaza a la humanidad y quiere difundirlo para preparar a la sociedad de la futura llegada de estos seres. Esto despierta la preocupación de los practicantes raelistas quienes intentarán por todos los medios necesarios evitar que la verdad salga a la luz. El chico convence a sus amigos más cercanos de lo que está pasando y juntos intentan lidiar contra esta secta.
¿Será este el último año de vida de la raza humana?
Ficha técnica:
Nombre de la serie: Is-rael
Duración de los capítulos: 40 min
Capítulos por temporada: 10
Número de temporada: 5
Actores principales: 6
Localización: la biblioteca y algunos lugares de Israel.
Género: misterio
«HOPE» idea original de: Enrique Esteban, Jon y Moises
Hace 1000 años los Arias
contactaron con nosotros. Hoy luchamos contra ellos. Las señales son claras: el
fin de la guerra está cerca. La Tierra ha sido destruida y los humanos huyen
desesperadamente por la vía láctea. La capitana Sheppard de la nave HOPE, junto
a su tripulación (Ellen Ripley, Angel Jacob, y el teniente William »B.J.»
Blazcowicz) han sido capturados y llevados a la nave nodriza para ser sujetos
de los más terribles experimentos.
Idea por: Jon, Moises, Enrique.
Capítulos: 6 de una hora cada
uno.
Temporadas: 2
Ideas explicadas:
Surgió de la idea de una
estación espacial que sirviese de zoológico de humanos para alienígenas. Como
no tenía mucho sentido buscamos algo con más sentido, que terminó en un laboratorio
para el estudio de los humanos por alienígenas malvados. ¿Qué querían? Al ser
medio ciegos, curar esa ceguera con genes humanos.
La guerra también surgió como algo temprano. Le daba más vida a toda la serie y justificaba la segunda temporada, que trataría de cómo los humanos ganarían la guerra. La primera estaría enfocada en los tripulantes de la HOPE.
El concepto original de los alienígenas iba a ser una raza inteligente y malvada, con la habilidad de cambiar de forma, primero a la humana y luego a la de tu peor pesadilla al utilizar el olfato para detectar miedo. Otra idea era que fuesen criaturas asquerosas y que fuesen dirigidos por unos comandantes que sirviesen a su reina. La última idea barajada fue la de una raza humanoide muy bella y medio ciega.
Recuerdos
dibujados de colores, flashes de un pasado pintado de azul. Ese sentimiento que
te evoca al ayer, una imagen, un color que te recuerda algo. Sensaciones al
parpadear ese color por entre tus pestañas. Como cuando miras la luz y aun
cerrando los ojos y huyendo de ella la sigues viendo.
El
color que se revuelve entre los álbumes de lo que decidiste recordar. Lo que te
esfuerzas en no olvidar, esa llama brillante que te iluminó algún día y a falta
de luz sigues buscando.
Dicen
que nos quedamos con lo bueno de cada recuerdo, que solo guardamos los dibujos
bonitos y tiramos deprisa los feos. Para intentar olvidarlos, para creer que
eso no salió de nosotros, que eso no formó parte del pasado, que eso no fue lo
que fuimos, que no ocurrió.
Colores
que no guardaste en el álbum, lo que olvidaste y ahora encuentras en el azul
que te envuelve. Como cuando lloras por una canción que te recuerda un momento
que ya pasó. La sensación del miedo de que todo lo que pasó no volverá a ser. O
del recuerdo de aquello que nunca tuvo que haber pasado.
Mariposas
que volaron y se llevaron mi recuerdo, las ganas de volver a cenar una una mesa
de cuatro, de
tumbarme en un sofá demasiado lleno, del vacío de ese asiento en el coche y el
espacio que sobraba en los cereales abiertos. Recuerdos olvidados que atraparon
mis mariposas y que se aparecieron en flashes del azul a mi alrededor.
Romperte
la misma mano que ya acunó tu caída al suelo. Llorar por todo eso que sentiste,
lo que ya terminó. Llorar por no poder rebobinar, por no volver a ese recuerdo
que ya huyó de ti aun tú siendo eso. Siendo lo que hiciste, lo que fuiste. Pero
que se escapa de ti por ya estar lejos. El ser todo eso que no forma parte de
ti.
Somos
lo que hicimos, los recuerdos que roban nuestras mariposas, somos algo que no
forma parte de nosotros, lo que voló hace tiempo. Y, aun así, tenemos que
seguir siendo eso de lo que no formamos parte, lo que voló con las mariposas
que dejamos salir. Tenemos que ser palabras que ya no salen de nuestra boca, un
pasado que se difuminó entre recuerdos, gestos que no volveremos a hacer.
Un baúl
oscuro, una caja de lápices grises, cortinas llenas de polvo porque ya nadie
mira por sus ventanas, espacios vacíos. Ocupar todo lo que falta, todos lo que
se olvidó llenar. Mariposas que nacen del vacío de esa caja que no está llena,
de ese joyero sin joyas, las que nace de lo oscuro, de lo gris.
Un
blanco y negro interrumpido por un volar de colores, que estropea el silencio,
que lo rompe. La estrella que decidió brillar, aunque todo estuviese negro, la
primera palabra de una vida muda. El revolotear que nació del hueco olvidado
bajo de mi cama. Obligado a ser el que esconde a los monstruos, castigado con
tener que ser su guarda.
Volar,
volar por entre vidas grises, por entre edificios demasiado llenos, demasiado altos,
por entre recipientes que tuvieron que llenar personas. Mariposas que nadie
guarda en su interior.
Salieron
de mí, mariposas grises que le robaron los colores al negro.
¿Por
qué las mariposas no nos dejen tocarlas? ¿Por qué se posan en las flores y
vuelan sin nos acercamos, si queremos tocarlas, si queremos recuperar lo que es
nuestro?
Las que
le roban los colores al negro o supieron encontrarlos dentro de él.
Las
corrientes del aire, el viento que vuela sobre el mar y por encima de las
ciudades, que los pájaros siguen para poder moverse.
Pequeñas
y sin demasiada fuerza, obligadas a huir y por ello emigrando de mí hacia otra
yo, impulsadas, arrastradas, empujadas por corrientes que vuelan las mariposas
cada año para llevar los colores a la primavera cuando aquí llega el invierno.
Los que
las pueden tocar, lo que no quieren volver a lo que fueron, los que las sueltan
y se obligan a enseñarlas volar, lo que encuentran en ellas el amor que llena
ese espacio que vaciaron muy rápido las mariposas que volaron en diciembre.
Mariposas
que volaron, con las que huyó tu pasado, las que conseguiste que te lo hicieran
desaparecer de entre tus pesadillas. Pero tú te fuiste con ellas al ser ese
pasado, al estar en esos recuerdos que te esforzaste en borrar. Y volaron para
pintar la nieve de flores y dejarle espacio a las mariposas que iban a empezar
a crecer.
Mariposas
que volaron de ti pero que no te dejan vacía.
“Primer amor” de Sonia Siverio Morales
Casi no nos paramos a pensar en la inocencia que baña un primer amor, de todas esas intensas sensaciones que siempre se intentan recuperar, volver a sentir en todos los amores posteriores. No importa la edad a la que lo vivas, sientes como tu corazón toca una frenética sinfonía y tu mente apenas puede seguir el ritmo.
Cuando es correspondido se forma una pequeña secuencia de primeras veces iniciada por tomar su mano, sientes como si el mundo se detuviera un segundo y se plasmara una imagen en la mente como una fotografía antigua guardada en el fondo de un armario. Luego llega el primer beso, tal vez solo haya sido un beso en la mejilla o un fugaz roce entre los labios, pero la felicidad que te aborda es inigualable. Miles de pequeños gestos que nunca volverán a tener el mismo significado, ni mucho menos te darán la misma emoción.
Hasta que se termina, porque casi nunca duran para siempre y siento cierta envidia de aquellos afortunados que han conseguido conservarlo, porque cuando se acaba, se rompe por primera vez el corazón, se clava la primera astilla y esa es la que más profundo llega.
Tú, que fuiste mi primer amor, aún te quiero, aunque no durara para siempre.
“Manos” de Nazayda Balmaseda Ramos
La imagen de sus manos, arrugadas y retorciéndose, gastadas
y descoloridas, justo antes de que pronunciara palabras en nombre de la verdad,
de su verdad. Una verdad escondida tras un rostro impasible, tras una sonrisa
invicta, tras unas manos perfectas. Manos, las mismas que habían creado y
destruido su mejor obra. Manos de artista, arropadas por la belleza de su
mente. Manos, las mismas que habían apartado las lágrimas cuando había
arrancado de su vida su creación más hermosa por un motivo egoísta pero importante.
Las mismas que habrían cogido entre sus dedos el pulso de su propia sangre, si
hubiera dejado que esta evolucionara, ese hijo que nunca nacería. Manos, ya
marchitas, que por fin se deshacían de las cadenas de la mentira al contar en
un tenue susurro una certeza irrefutable: yo lo maté.
Todo
son una cosa, el tiempo, que nos ha contemplado desde siempre y mucho mas, la
creacion de la tierra, la evolucion de la humanidad, tu cumpleaños, todo.
El
tiempo en soledad, solo, sin amigos contemplando todo, deseando morir deseando
ser como esos seres vivos que nacen, viven y mueren.
Pero nunca se hará realidad ese deseo imposible para alguien inmortal, alguien que tiene que vivir toda la eternidad.
Llevaba más de una hora y media hablando con Adrián por
teléfono. Es prácticamente mi vecino, pero llamarle para hablar aunque
estuviéramos a cinco minutos uno del otro se había convertido en una costumbre.
Estaríamos riéndonos de alguna broma suya hasta que su padre lo llamó y se hizo
el silencio por un par de segundos. Cuando vuelve, pregunta:
– ¿Estás escuchando la radio?
– No, ¿quién coño escucha la radio todavía? – digo en una
risa tímida. Ni pienso así ni es gracioso, no recuerdo a que venía, pero suele
ser para hacerle reír a él también. Casi siempre. Pero hoy no-.
– Dicen que ha muerto Kobe.
Al principio no me lo creía; las fuentes de Adrián nunca han
sido fiables, pero aún así me estremecí del miedo, como si fuera alguien
cercano a mí. Googleé su nombre, y, al tiempo que refrescaba y surgían los
titulares confirmándolo, caían las lágrimas.
Colgué el teléfono, me pasé las manos por la cara y sentí
como todos los pelos de mis brazos y mis piernas se erizaban.
La gente no se cree que la muerte de una persona a la que ni
siquiera conozco pueda afectarme tanto, pero lo cierto es que, después de
tantos partidos, tantas canastas y tantos años siguiéndole, siento como si lo
conociera, como si fuera un padre para mí, una figura en la que proyectarme. Ha
pasado casi una semana, y mi mentalidad sigue siendo la misma: honrar su
memoria y vivir la vida que él no pudo vivir.
«Frontera» de Nazayda Balmaseda Ramos
La incertidumbre. La incertidumbre del hoy, la incertidumbre
del mañana. La eterna pregunta que define mi existencia. La incertidumbre de si
la pesadilla encontrará su frontera, si me despertaré en un mundo nuevo en el
que las circunstancias hayan cambiado su rumbo. O por el contrario nunca
despierte, y la desesperación gane la batalla, derrotando las barricadas de la
esperanza y sumergiéndome en un agujero sin fin. La incertidumbre, el estado
que se apodera de mi pensamiento sin piedad; el estado que corroe mi inocencia
y humedece mis mejillas mientras sólo puedo repetir una frase: haz que pare.
«Los peldaños» de Olivia Li Cabrera
Parpadear por mucho tiempo, cerrar los ojos
para dormirte y no hacerlo. Soñar con un pasado no estando despierto.
Ver como el cielo se llenaba y vaciaba de
estrellas, esa línea brillante que sale de la luz cuando tienes los ojos
mojados, ese tiempo sin dormir que me hacía no querer estar despierto.
El sonido que rompe el silencio, que rompe mis
sueños y me grita para despertar.
Ser feliz porque ya estuviste triste y llorar
porque hace tiempo que no lo hiciste.
Cuando dejo de ver fantasmas, cuando dejan de
perseguirme, cuando ya no me empujan, cuando el viento ya no me intenta tirar
de las azoteas, cuando dejo de caer por entre los peldaños, cuando todos los
que me tiraban por la escalera se cayeron.
El miedo que te entra al saber que después de
ser feliz siempre toca volver a estar triste.
El recuerdo que empiezo a soñar: cómo volvía todo lo
que se había ido. Ella llorando de sangre en mi cocina, mis escaleras mojadas
de lágrimas de su brazo, del rojo de mis sueños, el de las escaleras de las que
yo también me caigo, o me caía, y que ahora vuelvo a hacer en mis sueños.
«La calle de las dos palmeras» de Silvia Pérez Acosta
La
guerra y la dictadura, una época en la que cualquier desobediencia estaba
fuertemente penada.
Pero
ella prefirió correr el riego, uno muy grande.
¿Cómo
iba la hija primogénita de una familia respetada cometer tal ilegalidad?
Robaba
comida de los restaurantes y bares, aprovechándose de la ingenuidad de la
gente.
Pero aquella comida no la ingería, ni tampoco la vendía. La transportaba. Cargaba con ella por todo el pueblo, hasta la calle precedida por dos enormes palmeras, donde había una casa abandonada que escondía mucho más que ratas y polvo.
Allí
se escondían todos los que no tenían adónde ir. Los perseguidos por la ley
injustamente, los pobres que habían recibido duras represalias por alzar su
voz, los que habían conseguido escapar.
Tantos
años más tarde ella sigue recordando con detalle todo lo sucedido. Cada vez que
pasa por la calle de las dos palmeras, a pesar de que ya todo ha cambiado, por
unos segundos vuelve a sentirse esa joven que pone en peligro su honor por
aquellos a quienes se lo habían arrebatado.
«Navaja» de Daniel Suárez Acosta
Van
45 minutos desde que alguien dijo algo en el coche. Me encuentro un poco mal
del estómago pero no tiene nada que ver con la comida. Bastaron cinco segundos
para arruinar toda una noche de diversión. No debimos alejarnos del centro, ni
siquiera sé a quién se le ocurrió o por qué. Pero ya no importa.
En
fechas como los carnavales, y más por la noche, sabes que el peligro aumenta.
Todo el mundo es consciente pero la ignorancia y la prepotencia de la
juventud hacen que nos olvidemos. Y de pronto, una bofetada de realidad hace
que todo tu rostro hormiguee.
Lo
del final de aquel largo callejón parecía una típica paliza para ajustar
cuentas. Ya nos dábamos la vuelta. No teníamos nada que ver allí. Pero el
silbido de una navaja en el silencio de la noche y un tímido grito de dolor,
nos dan más razonesa para salir corriendo de aquella estrecha calle.
Son
las tres y cuarto de la mañana. Creo que ninguno de nosotros tiene sueño. Aún
así, solo quiero tirarme en la cama, mirar hacia arriba y meterme entre las
sábanas tratando de evitar la fría brisa que sé que me invadirá hasta
mañana.
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