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Jlog. Un J-blog

Taller de Verano Jóvenes Escritores

«¿Vivencia o creación?» de Laura Rodríguez Concepción

Mi experiencia más extraña reposa en la lobreguez de la noche, arropada por un torbellino de sueños, creaciones de mi mente o realidades de las cuales no se habla. Momentos terroríficamente mágicos ¿Reales? ¿Ficticios? No se sabe.

Una noche me desperté, no sé el por qué, simplemente abrí los ojos. Mi primer reflejo fue mirar hacia la puerta que daba al pasillo, un pasillo oscuro, un pasillo que conectaba cada una de las habitaciones de la casa. Era una casa afilada y puntiaguda, por lo tanto, os podéis imaginar la dimensión que tenía aquel intransitable pasillo.

Miré hacia allí, vi la silueta de un hombre, un anciano para ser exactos. Este cojeaba pero corría, corría hacia mi, hacia mi cama. Me sentía atrapada, no podía moverme, no podía cerrar los ojos, no podía hacer nada.

Cuando el anciano, el cual poco a poco se iba convirtiendo en una luz, se acercaba, iba siendo cada vez un ser más difuso. No identificable.

  • ¿Me ves? – me dijo la luz
  • Sí, ¿qué eres? – le contesté. Las palabras salían solas de mi boca, era como si fuera una persona completamente distinta. En la vida real jamás hubiese contestado, es más me hubiese ido. Pero esa cosa o persona no me inspiraba del todo maleza.
  • Soy el anterior dueño de la casa, ahora aguardo en su oscuridad para protegerla de ustedes – me dijo decidido a ofender en tono amable.
  • Pero vamos a ver lucecita, ¿tú quién te crees que eres? Mejor sigue esa luz y déjanos vivir en paz, donde tú deberías reposar – le dije señalando la rendija por la que entraba un foco claro.

El anciano desapareció tras asentir, pareció haberme entendido. Normal no era, pensé, ¿se iba a ir así, sin más? ¿Por los comentarios de una “niña”?

Ya no pude dormir más, los pensamientos rotaban sobre mí. Me levanté a ver la televisión, me distraerá ¿qué iba a hacer si no? Encendí la luz, ya todo era distinto, no había nadie, como debía de ser. Estuve entretenida unos minutos mientras veía una película, me había vuelto a quedar dormida. Apagué la tele y me quedé allí, tumbada en el sillón.

Volví a despertarme, esta vez por las voces del telediario. La televisión estaba encendida ¿es que acaso no la apagué? Cogí el mando, le quité las pilas y desenchufé la tele. Nada volvería a molestarme. Pero se volvió a encender, así unas cuantas veces. Se apagó, se encendió, se apagó, se encendió…

  • Para ya, por favor, prometo cuidarle – grité hacia la tele, pensando en el anciano. Ese sinvergüenza andaría por ahí escuchando.

No recibí respuesta, simplemente la tele ya no actuaba descontrolada. Me sentía más tranquila ahora, pero seguía siendo de noche. Por ello, volví a quedarme dormida, mi cuerpo me lo pedía.

Y se repitió, abrí los ojos, vi de nuevo al anciano, se acercaba a mi. Esta vez, cerré los ojos y me di la vuelta, mirando a la pared. Si no lo miraba, nada pasaba.

“Abrí los ojos, esta vez de verdad. Mis padres estaban a mi lado, yo desorientada sudaba.

Te ha pasado otra vez, cariño. Parálisis del sueño”

«Todo está diluido» de Ana Agudo Binoche

Estoy en un barco, bueno, o al menos creo eso, todo está como diluido, sin detalles, con apariencia líquida. Tengo una sensación de vértigo, como si en un momento a otro me fuera a deshacer y desaparecer con el viento. 

Siento el aire golpeando mi cara y mis mejillas y nariz están enrojecidas por el frío, aun así tengo calor, supongo que por el abrigo que llevo puesto. 

Miro hacia abajo y puedo ver el gran espacio que hay entre la tablilla en la que me encuentro, vieja y frágil y el inmenso mar que recorre el horizonte. No soy muy ágil,  tengo miedo a caerme y morir ahogada, me pregunto si alguien en este lugar se dignaría a recoger mis restos. 

Siento una leve presión que se ejerce con firmeza sobre mi columna, es afilado y punzante. Me doy la vuelta y casi caigo de la tablilla por mi falta de equilibrio, sino hubiera sido porque me sujeté a las cuerdas sujetas al barco no estaría contando esta historia. 

La hiriente presión vuelve, pero esta vez sobre mi pecho, justamente señalando mi corazón desbocado por el dolor y el cansancio. La sensación de angustia mengua a la vez que el objeto afilado se aleja de mi cuerpo. 

Al alzar la vista me encuentro con una sombra, pero no de esas que aparecen con el sol al chocar con nuestro cuerpo, sino una que no está atada más que así misma. Tiene una apariencia tranquila y eso hace que vuela la angustia a mi pecho y que mi respiración se vuelva inestable. 

Parece que pasaron unos segundos hasta que la sombra tornó su cabeza hacia un lado, como buscando algo, aunque no sabía lo que era, quizás alguna debilidad. Entonces, como si hubiera hecho algo que lo enfadara, me atravesó el pecho con  el objeto hiriente que me había estado lastimando, esta vez pude ver lo que era, una espada, un puñal, no sabría concretar. 

El dolor tardó una fracción de segundo en manifestarse, era como una corriente de fuego abrasadora que desfilaba por mi pecho que me consumía lentamente. 

Me levanté enseguida, sudada, confusa y desorientada. Reconocí mi cuarto, mis sábanas y mi ventana, hasta la silueta de mi armario entreabierto. Pero lo que perpetuó desde el primer instante fue el recuerdo del dolor que había dejado esa espada en mi pecho, como si se hubiera quedado incrustada en mi interior, al igual que la sombra en mi pesadilla. 

«Arena » de Yaiza Crespo Darias

Era un día cualquiera, estaba en la playa, paseando. Me distraía observando las marcas de pisadas sobre la arena, dorada por el sol. Mire hacía el frente, mis padres estaban unos metros por delante. Aburrido, desvíe la mirada hacia el mar, el agua estaba tranquila. En esa zona apenas había muy poca gente, a diferencia de unos metros atrás donde decenas de personas descansaban, tomando el sol o jugando en la orilla.

Miré por el rabillo del ojo hacia el otro lado, pude observar a un hombre de piel morena pero no presté mucha atención. Iba a acelerar el paso hasta alcanzar a mis padres, pero un extraño sonido de borboteo captó mi atención. Me volví de nuevo hacia el lugar de donde provenía el sonido, el mismo que había mirado momentos atrás de reojo, pero el hombre había desaparecido.

Miré alrededor, con sorpresa, buscándolo por los alrededores pero no estaba en ninguna parte. Me acerqué más al lugar, para mirar con más detenimiento, pero no había ningún rastro. No había pisadas. Sin embargo, en el suelo había un agujero, un solo agujero, del diámetro de una pelota de tenis y algo profundo. Era raro, no parecía natural.

Me agaché frente a él, había un líquido oscuro en el fondo, seguramente agua, pero para asegurarme metí la mano en el agujero. En un principio no me di cuenta pero entonces noté algo, el líquido tenía una contextura más densa de lo normal, con algo de miedo retiré lentamente los dedos, la punta de mis dedos estaba roja, la luz del sol hacía brillar el líquido. Era sangre.

Con miedo me limpié rápidamente en la arena, me acerqué al agujero de nuevo,sin entender nada. Me sorprendí al notar que el tamaño del agujero parecía haber decrecido. Iba a revisarlo aún más de cerca pero un gritó me interrumpió. Miré hacía mis padres, ahora estaban más lejos y me llamaban para que nos fuéramos. Me levanté deprisa y me sacudí la arena. Corrí hacia ellos tratando de olvidar lo que acababa de pasar, aún así no pude evitar una última mirada hacia atrás, el hoyo en la arena se estaba cerrando lentamente y no había rastro de que nada extraño hubiera ocurrido.

Mis padres me preguntaron que había pasado, les contesté que había visto una concha en la arena y me había agachado a buscarla. No se qué pasó, probablemente me lo imaginé todo, pero tampoco quise indagar más. No volví a hablar del tema y trate de olvidarlo. Era lo mejor.

«La señal» de Nira Hernández Ramos

Era pequeña. Me encontraba acostada en mi cama en busca del difícil sueño hasta que algo ocurrió. Fue tan rápido que no tuve otra forma de reaccionar, así que lo primero que hice fue gritar. La luz de mi cuarto se había encendido sola mágicamente y a mi parecer, era algo bastante aterrador. Mis padres se levantaron corriendo de la cama y se dirigieron hacia mi cuarto esperando una respuesta de por qué había gritado de esa manera.
Rápidamente les conté. Ellos se rieron y dijeron que probablemente había sido un fallo de la luz. Comencé a llorar. Supongo que fue por el susto o algo así, pero no lo lograba entender. Ellos me consolaron y me recomendaron que intentase dormir otra vez. Antes de aquello, alcanzar el sueño era una tarea difícil, por lo que después lo fue mucho más. Me temblaba mucho el cuerpo y cada cierto tiempo habría los ojos para revisar que nadie me estaba acompañando esa noche. No pude más y fui a junto a mis padres. Finalmente conseguí dormirme, pero algo en mi mente seguía pensando en que aquello, no fue solo un fallo y tampoco era coincidencia.
Pasaron los días y aún no conseguía obtener una respuesta. Llegó el viernes, digamos que el peor viernes de mi vida. Recuerdo que mi padre me dio una triste noticia, la cual hacía que todo tuviese algún tipo de sentido. Mi perro había muerto, justo el mismo día que el incidente de la luz. Puede sonar como una estupidez, pero desde ese momento comencé a creer en que aquella luz encendida de la nada no fue solo por casualidad, y que ésa había sido la forma del universo de avisarme de que algo estaba yendo mal aquella noche.  

«Querer y no poder» por Daniel Suárez Acosta

Yo quería ser astronauta. Lo sigo queriendo, pero ya no puedo quererlo. No quieren que lo quiera. Salir de este mundo que nos educa en la mediocridad, subir a la luna y bajársela a esa amada a la que no sé si amo, a esa a la que no sé si puedo amar. Sacrificarlo todo, centrarme en mí y luego en los demás. Autorrealizarme y alejarme de todo lo que no sea necesario. Entrenarme, huir de las distracciones, estar preparado para el día. Yo quiero ser astronauta porque es todo lo contrario a lo que hay fuera: una tierra plagada de personas tristes o que pretenden ser felices; un lugar en el que los besos se dan con alevosía y en el que no somos protagonistas. 

Mi sueño es ser astronauta. Pero los sueños son solo eso. Una representación idealizada del futuro que nos distrae de lo que ocurre, de cómo, poco a poco, nos convertimos en máquinas puramente pragmáticas, sin más libertad que ese sueño que cada día se difumina más. No sé si ser astronauta me haría feliz, pero no quiero hacer otra cosa. Cuando todo es plano, las emociones fuertes son más intensas. Los niños quieren ser astronautas porque ninguna otra opción es emocionante. Los niños solo quieren ser felices. Y ser feliz aquí no es fácil. Se aprende a malas.

» 1, 2, 3, 4 » de Pau Dekany Piña

1, 2, 3, 4. ¿Ves? Ya los he perdido, ya no los puedo recuperar. Esos segundos ya se fueron y nunca volverán. Se fueron, tal y como se están yendo estos. Luego, me arrepentiré de dejar ir esos segundos, me pegarán contra el suelo al cargarme con el castigo del tiempo que pasa, siempre a la misma velocidad. Una agonía constante de la que no nos libraremos hasta el final, donde estaremos escribiendo un punto, un nuevo capítulo o a mitad de línea.

No quiero sentir que los pierdo. Quiero escribirlos: esos puntos, esas comas, esos silencios, ese dolor. Quiero sentarme en mi ventana, con un café a mi lado, el barullo de la gente de fondo, y plantar la mina de mi lápiz en una libreta, dibujando unos signos a los que les hemos puesto significado. Quiero poder escribir también los versos más tristes, quiero poder ver a ese olmo viejo, quiero llorarle al mar, la mar, cuando me separen de él, quiero desmayarme, atreverme, estar furioso. Quiero vivir una vida en la que no pueda salir sin una libreta y un lápiz.

Qué bonito es querer. Por querer, querría vivir así, cogiendo un coche un día cualquiera y sin preocuparme del destino, solo de si mis amigos ya se han decidido por qué canción poner después, para cantarla a pleno pulmón en esa autopista en la que somos un simple coche más.

Quiero ser libre en un mundo en el que la única libertad es la que vemos y no está, porque aunque la busquemos, no podemos encontrar algo que no existe.

Con menos intensidad, también quiero otras cosas que dicen que son buenas para mí, pero no es lo que anhelo, no será lo que me llene por completo. Pero, si quiero aunque sea probar, poner en mis labios el sabor de mi sueño, debo hacer aquello que quieren. Así, podré seguir viendo esas sonrisas en mi vida. Aunque cambie años de aventuras por estudios y trabajo, ganaré segundos de vida, vida de la buena, de la que merece la pena dedicarle cuatro segundos.

«Fortuna» de Silvia Pérez Acosta

Entra a la sala y encuentra mi mirada, todo lo que nos rodea deja de existir. Tiene esa capacidad de entenderme incluso cuando no hablo, entiende mis silencios, entiende mi mutismo. Entiende cada vez que una pequeña herida se reabre, sabe entonces cómo sostenerme entre sus brazos. Cuando el cielo está cubierto por nubes grises, no duda en acogerme bajo su paraguas.

Su mirada me fascina, pero, ¿tanto como su mente? Me doy cuenta que le miro, y me sumerjo por completo en sus ojos. Navego por ellos cual barco a la deriva, me acogen en su inmutable paz. Yo, fiel admiradora de los atardeceres, me doy cuenta de que estos carecen de sentido cuando sus ojos brillan más que todos los ocasos a contemplar.

Sabe cómo contagiarme su alegría, su alborozo hace que mi sonrisa sea un poco más amplia. He de admitir, llegó y rompió todos mis esquemas. Derribó todas mis murallas, se abrió paso a mi corazón.

Nunca creí que podría enamorarme de un momento, pero he de reconocer que me fascinan esos segundos, donde entre todo nuestro caos, me mira y el tiempo se para. El tiempo se para, me sonríe y no puedo hacer más que sentirme afortunada.

Taller de Mensajes Directos

«Justicia Poética» de Daniel Suárez Acosta

Si pudiera decirte una palabra antes de que te fueras a esa tierra que te arrebataron y a la que te prometieron que volverías, sería «gracias». Cualquier otra cosa no te haría justicia; esa justicia que tanto mereces y añoras. 

Gracias por ayudarme a convertirme en la persona que soy hoy en día. Gracias por remover todas las piedras para encontrarme cuando me perdí. Gracias por ser sincera conmigo, por no decirme lo que quería oír, por contarme lo bonito, y sobre todo, lo feo. Gracias por ser tú. Te quiero.

Dedicado a una amiga.

«John Doe» de Violeta Gutiérrez

Volar, volar hacia ti, hacia tus brazos, hacia  tu pecho, sumergirme en tu mirada y soñar, soñar despierta, soñar dormida, soñar con tu rostro sin tenerte delante. Reírme contigo, pero también de ti, llorar a tu lado, pero siendo feliz, vivir, vivir sabiendo que tu corazón y el mío laten en un solo compás.

«Libre» de Nazayda Balmaseda Ramos

Anoche soñé contigo. Volabas libre, veraz,  soltabas las cadenas ya oxidadas que ceñían tu alma, segadoras de tus alas que tanto deseo sentían por el aire. Eras ajena a todo, eras tú porque querías serlo, porque te gustaba vivir en un mundo sin números, sin lágrimas en vano, sin gritos enmudecidos por la vergüenza. 

Anoche soñé contigo, el agua reflejaba tu rostro relajado, sin surcos y sin muecas, feliz de estar viva porque era un logro.

Anoche soñé contigo; desperté cuando sonreías y tu susurro acariciaba el aire, “estoy bien”.

Hoy te he visto callada, despierta pero soñadora, nadando hacia arriba para llenar los pulmones de esperanza, para sobrevivir a la vida. Cual calma después de la tormenta, suspiras en silencio, esperando a que el viento te lleve con él.

«Para los chicos a prueba de balas, del poeta de la ventana» de Pau Dekany Piña

Os escribo escapando del vórtice en el que me hallo. Gracias por dejarme usaros hasta que salga de aquí, por enseñarme el valor oculto que olvidé y creer en mí cuando ni yo mismo lo hacía. Sin verme, ni pasar cinco minutos hablando conmigo en un café, explotáis ese potencial que ni yo mismo creía tener. Me ayudáis a quererme y a tener esa fuerza para salir a la calle, y sonreír a esos extraños de los que creo tener un vago recuerdo.
Por invitarme a esa tienda mágica y dedicarme ese álbum para enseñarme que tengo razones para amarme, odio resumir todo en un gracias. Cuando salga de aquí, os mandaré mis poesías, las que escribí con vuestras canciones rescatándome.

Dedicado al grupo de música BTS.

«- Intervalos de reencuentros-» de Jimena Bazo

Bueno, nunca pensé estar haciendo esto, siempre eres tú quién me dice, quién dedica, porque, es a mí me a quién se le da mal las palabras, a quién por mucho que sienta no lo exterioriza.

Tanto tiempo estando presente en mi vida, pero de una manera exterior, por figuras maternas que nos enlazaban, aunque hayamos sido nosotras su vínculo.

Entre días casuales te convertiste en tirita y sanación, en algo insaciable, sin fondo, en la ansia de tragar palabras. Eres la que reivindica en voz alta, la que lee tanto como yo, la atrevida y desvergonzada, la niña pequeña y a la vez la persona más reflexiva del mundo.

Aunque solo vea tu pelo ondear en la estación más cálida. Todo vale y valdrá la pena, horas de camino, helados de frambuesa con un tenue sabor a mantequilla, manos teñidas de moras, sol y nubes, crujidos de madera por la hamaca, risas, susurros a primera vista. Solo gracias por perderte conmigo.

Dedicado a una amiga.

Yo, te quiero

Yo quería quererte querer, que tus ojos verdes amarronados miraran las pestañas que jamás admitiste envidiar. Quería agarrar tu mano, sentir como tu tacto atraviesa esos marcados huesos que no llegaste a ver, ocultos bajo mi camisa. Quería ser valiente por una vez. 

Si no llegué a entenderte discúlpame, nunca se me dio bien ver más allá. No sé si soy mucho más que ese niño alto y pijo, que viste de chándal porque los vaqueros no se le ajustan a la cintura y que no se separa de dos auriculares más fieles que muchos de ustedes, más fieles que tú. No sé si viste algo más que eso, no sé si te enseñé algo más que eso. Pero me conoces lo suficiente para saber que yo quería escribir sobre ti y no sobre mí.

Despéiname aunque no me haya peinado, pierde los papeles porque yo todavía no los he perdido, deja de quererme aunque yo no haya dejado de hacerlo. Al final, solo soy alguien disimulado al que le gusta llamar la atención, temeroso de todo y de todos, con más suerte de la que pretendo y merezco. Solo soy yo.

«Siempre mía, flor sin rostro» de Pau Dekany Piña

«Se escriben versos, cartas y se traducen sentimientos». El cartel de la entrada de su estudio dejaba en claro el trabajo de ese escritor. Cualquiera que necesitara complacer a su pareja con palabras, él sería el que les diera vida con su pluma hecha de su costilla y su tinta extraída de su sangre. Siempre recibía encargos para que le escribiera una carta de amor a las esposas de los campesinos. Solo con las descripciones que ellos traían, y muy rara vez con algún dibujo, una simple costurera se volvía la princesa más importante de la comarca. Se obligó a dejar sus sentimientos de lado y plasmar solo los de los enamorados, para evitar las habladurías sobre un corazón fácil.

Un día, un burgués le pidió que hiciera eso que se le daba tan bien. Escribió y entregó la carta. Al poco tiempo volvío el mismo señor, y pidió otra. Las cartas de esa «flor sin rostro», como acabó apodando a la chica, siempre estaban en su lista de pedidos. Una tras otra, empezaba a usar más tinta en las cartas para ella. Cada vez, esperaba con más ansias que llegara el señor a encargarle otra. La flor sin rostro se volvío parte de su día y motivo de su sonrisa. La norma que se puso de no enamorarse de las esposas de los clientes empezó a resquebrajarse. Escondía pistas en cada carta, para poder verse algún día con esa amada de su cabeza, y lloraba al imaginar su rostro. 

Tras noches en vela llenas de tristeza, la puerta del estudio se abrió con fuerza, y unos ojos brillaban en la entrada.

–Siempre mía…–empezó ella.

–Flor sin rostro –sonrió, caminando al encuentro de su amor. Y así, terminó otra carta, y empezó una historia.

¿Qué es el mar?

«En todos los sentidos…» de Jimena Banzo García

Silencio entre el ruido.

El cielo reflejado en el agua.

Diáfano como el cristal.

Revuelto como una tempestad.

Depende de cada día, cada momento, cada segundo.

Colores bajo tu percepción, en su interior.

En su regazo, espuma, tesoros que llegan desde ningun sitio.

Basura, un contenedor azul lleno de trocitos de plástico coloridos.

Ahí dentro, busca lo que quieras. Quizás no lo encuentras.

Estará ahí. Recuerdos de los que se hace dueño.

Inmensidad, en todos los sentidos, en cada color, cada textura, sensaciones infinitas.

Esplendor. Nuestras envolturas. El universo arriba y el mar debajo.

Nuestra protección, nuestra perdición.

«Canto literario a la mar» de Pau Dekany Piña

Le canto a los ciegos de pasión,

a esos que decidieron no ver

y carecen de conocimiento,

que viven en el falso imaginario popular.

Ese campo de lágrimas infinito,

que envenena y cura al que llora con él.

Una cosecha que no se recogerá nunca,

porque tememos volver a la oscuridad.

El salvavidas humano que más fácil mata:

bien sucumbimos ante las penas

que sollozan por respirar,

o lo intoxicamos.

Mas no le temas,

que más te teme a ti.

Te enseñará la dualidad del duelo,

que todos ocultamos tras los ojos.

Te recibe con nieve de verano,

una que solo él produce,

y te roba tu corazón, tus palabras, a ti; 

para que sigas su camino de baldosas azules.

–Quiero verme –susúrrale al oído.

–Siempre te esperé –gritará en tu interior.

Vuelas entre lágrimas que te llaman por tu nombre,

y por una vez, gana la alegría.

» Texto sobre el mar» de Nazayda Balmaseda Ramos 

El reflejo del sol arrancando destellos a un espejo cristalino, veraz, etéreo. 

El peligro tangible, la paz silenciosa, llenando huecos de vacío, de ruido nulo meciendo mi silencio, resaltando lo minúsculo de nuestra existencia. Un cuerpo inmenso hecho de agua y sal, una confusión irónica entre nuestras lágrimas y su identidad, una línea delgada entre nuestro dolor y la libertad de su vastedad.

Incertidumbre ahogada, hogar perpetuo que nos abandona a nuestra suerte en un mundo ajeno a él; alejado de todo pero cerca de mí, con la promesa de ser infinita en la ausencia de aire, de ser parte de todo sin ser nada.

«Las profundidades» de Dana Razzak Anta

Abro los ojos y me doy cuenta de que no he visto nada así antes, de que todo lo que conocía no era nada comparado con eso. El mar no es sólo agua, es la inmensidad que rodea a toda la vida que habita en aquellas profundidades. 

El silencio infinito me impide relajarme, si cierro los ojos sólo escucho mi corazón latiendo cada vez más y más fuerte. Cada vez hay más burbujas y respiro aceleradamente. Un escalofrío me recorre las venas, de repente el silencio cesa y un pitido me alerta del poco oxígeno que me queda. Necesito subir a la superficie, pero no lo he visto todo. En realidad nadie lo ha visto, por eso es tan misterioso.

Yo creo que no solo hay peces de distintos colores, también están esos míticos animales marinos, como las sirenas y los tritones. O todos esos recuerdos de gente anhelando a seres queridos que han perdido, todos los secretos que le contaron a esa masa azul que nos rodea. Pero no todo es de color de rosas, está el clásico enemigo de la naturaleza, el que convive con nosotros, pero al que nadie teme hasta que es demasiado tarde, ese material hecho por compuestos orgánicos, tan común y tan devastador.

«El laberinto del que ya salí» de Jimena Banzo

Una etiqueta a la que no pertenezco pegada a un fondo blanco sin posibilidad de cambiar, 

una promesa irrompible, 

supuestamente. 

Noches claras en las que la rompí, una y otra vez, sin arrepentirme, pero culpable, 

pero ya da igual, ha cambiado, ha tomado otra forma distinta 

y me ha hecho ver que soy suficiente sin la persona hipotéticamente perfecta para mi, 

la que me haría impecable, la que haría que sentara cabeza y dejara de volar entre nubes, 

esos que tanto dijeron que necesitaba otra mitad para completarme, a los que escuche demasiado bien, y por demasiado tiempo, 

hasta que creí que sólo había una forma de vida que era la suya 

ya no me influyen, seguirán lanzando sus ideales contra mi, pero yo caminaré con la cabeza alta, 

cuadricularme en un color, pero entendí que soy miles de matices, pinceladas delicadas, y llenas de rabia,  

corrí tan rápido, dejando huellas a mi paso que nunca se borrarán, perdurarán en el futuro, en el pasado y en el presente. 

perdí mi parte sumisa, gané miles de fragmentos más, 

me acepte mi misma imperfecta, con roturas que quizás nunca terminarían de sanar, con mi interior lleno de texturas, paisajes y almas que al pasar a mi lado dejaron un trozo dentro de mi. 

mi mayor proeza, la perfecta, imperfecta. 

el laberinto del que ya salí. 

«Espiral» de Violeta Gutiérrez Huecas

«Me desperté a las 4:17», no sabía de donde había salido ese mensaje, ni porque se encontraba en mis notas del móvil, no recordaba haberlo escrito, ni siquiera haberlo soñado, bien es cierto que estas semanas me había estado despertando de golpe a altas horas de la noche, sintiendo que alguien me agarraba las muñecas, pero de ahí, a escribir una nota, había un buen trecho. Y no volví a saber de esa nota. No hasta pasados varios dias.

Porfin, mi momento más esperado del día, camita, dormir, sentir el frío entre las sábanas y sentirte a salvo bajo el edredón, cuando en realidad tu eres tu propia incertidumbre.

Los sueños son la mezcla de los sentimientos, de personas de tu alrededor, de historias que tú mente crea para pasar la noche, sin embargo toda esa oscuridad que habita los rincones de tu pensamiento necesita salir, necesita probar que es igual de fuerte que tus pensamientos positivos.

Pesadillas, esas que atormentan tu descanso y perturban la tranquilidad de tu seguridad, esas que anuncian la verdad alternativa, esas que nunca te dejarán ser paz.

Me dormí aquella noche pensando en las cosas que debía hacer al día siguiente, me dormí con la seguridad de que bajo mi manta nada podría ocurrirme, ignorando lo mucho que me equivocaba.

Una espiral de sueños y pesadillas mareaba mi quietud, mi mente trataba de despertarme, de avisarme de que no era real, pero una barrera se había interpuesto entre el mundo de los sueños y la realidad, algo había bloqueado mi salida de aquel universo, corría y corría y nunca llegaba al final, mis dientes se caían, payasos me incitaban a acompañarles por las calles, alcantarillas sin fin, casas con vida propia, cortinas que ocultaban misterios sin resolver, y de repente, oscuridad, todo se apagó, nada continuó.

La lluvia comenzó a caer y en medio de la oscuridad, note como aquel fino diluvio no mojaba lo que al parecer era mi pijama, mi mente se logró colar en aquel pequeño resplandor de lógica, algo aprisionó mis muñecas, marcando así para siempre las garras del terror. Y volví, volví al mundo al que pertenecía, retorne de lo paralelo en lo que me había quedado atrapada, de nuevo allí estaba, despierta a las 4:17, temblando de pánico, recordando con inquietud mi pequeño viaje.

Y entre mis sábanas en la oscuridad, algo agarró mi mano, calentando mis miedos, extrañamente reconfortando mi respiración, recordándome así, que debajo del edredón, jamás estaríamos solos.

«Zenit» de Daniel Suárez Acosta

El grave silbido del viento está en mi contra, pero no detiene mi avance por el empedrado camino de regreso. Aunque es muy probable que mis chanclas sí que lo hagan, la planta del pie molesta más a cada paso que doy. La proximidad del mar refresca el aire, quizás demasiado teniendo en cuenta que el sol está cada vez más lejos de su zenit. El desenfadado tiempo se tornará insoportable mucho antes de que llegue a casa; el anochecer golpea con fuerza cada vez que cae. Debí haber salido antes del charco.

Todavía queda un rato para llegar al faro, pero al menos ya puedo verlo desde la distancia, tocando el cielo, apagado y sin intención de encenderse. Ya no hay gente en el camino ni en los charcos, siempre queda más vacío en invierno aunque sea la época del año en la que más me llena a mí. No por el clima, que deja bastante que desear, sino por todo lo que hicimos y lo que nos queda por hacer. Echaba de menos estas noches, las sudaderas y los pantalones cortos, el salitre. La sirena que me dio tantas penas como alegrías, desaparecida entre las olas. Personaje tras personaje, nunca conocí a nadie de aquí que me haya dejado indiferente. No hay sitio que me dé más paz, aunque no haya estado exento de guerra. El faro que iluminó mi vida aún estando apagado, la respuesta cuando no la hay. El lugar que me enseñó a vivir, a no esperar a que nadie encienda esa luz por mí. 

«A kind of magic» de Pau Dekany Piña

Allá donde mirase en mi mente, todo era agua. Un agua oscura, que escondía criaturas que todos tememos: el miedo, la soledad, la inseguridad. Algunas algas se enrollaban en mis tobillos, y tiraban de mí hacia ese oscuro fondo marino. Mientras luchaba por respirar, por vivir, por que alguien me sacase, seguía estudiando y pintando una sonrisa en mi cara para no preocupar a mis amigos.

La cama me atrapaba, el colegio me engullían y ellos cada vez daban un paso más lejos. Pensaba que esa mar que llevaba dentro había salido de mí, y se personificó en mi día a día. El ritmo de mi vida era una pequeña síncopa de olas que se mecían en mi cuerpo. 

Un día, rebuscando en las memorias de una casa que estaba naciendo, mi padre sacó una gran caja. Su cara proyectaba esa alegría que tanto anhelaba tener, y me enseñó ese pequeño recuerdo que cargaba consigo. Abrió ese aparato que nunca vi funcionar, y cuando terminó de explicarme como funcionaba, se marchó.

Lo puse en mi cuarto, junto con aquel cartón duro que estaba dentro de la caja. «Queen». Supe que era, ese grupo que tanto me había conectado con mi padre, y me atreví a cambiar el compás. Acaricié las pequeñas grietas del disco negro, lo giré sobre su eje incontables veces, aprecié cada milímetro de ese círculo, como si hubiese llegado de Marte. Lo deslicé hasta colocarlo en su sitio. Me fijé en la pequeña aguja, un brillo tan minúsculo que deja ciego al que lo ve por primera vez. La hice flotar hasta ese camino que le tocaba recorrer. Que envidia que ella supiera por donde coger, y yo estuviera tan perdido. Se escuchó un pequeño ruido blanco, e inmediatamente sonó.

Las olas empezaron a cesar en fuerza al escuchar el baile de la aguja con el vinilo. Las algas se fueron cayendo, y mis pies bailaban al ritmo de ese grupo de rock. Por un momento, sentí el aire en mi piel, y apreciaba cada imperfección de ese sonido antiguo. Ya había escuchado esa canción antes, pero no me había nunca salvado como ahora. Me quedé como un barco a la deriva, disfrutando de como el sol volvía a salir de entre las nubes. 

Una puerta ante mí se abrió,  y agarré esa mano que quería también bailar. Dos generaciones distanciadas por kilométricos años, pero unidas por una simple melodía. Un momento único en el insignificante universo, que apartaba todo lo que no servía para soltar unas risas. Los tres minutos más brillantes de toda la oscuridad en la que vivimos, estaban transcurriendo en ese momento. Nada importaba, ni las notas, ni las tareas, ni esa gente que creía que me conocía. Nada por lo que me deprimía existía en ese entonces, solo un padre y un hijo cantando su grupo favorito.

«Profundizar» de Jimena Banzo García

En un silencio en el que se oye el romper de las olas, el sonido de las piedras moverse contra el vaivén de la marea pero que es un silencio óptimo, colores claros, recuerdos evocados, esos días en los que el mar estaba embravecido, la sal se te pegaba al cuerpo e inundaba tus fosas nasales impidiéndote oler nada más, salías pensando que te habías quitado toda la arena pero luego descubrías miles de granos unidos a tu cuerpo, cuando habías dicho de no volver a entrar al agua, helada y perfecta, aunque luego volvieras a pasar horas con la perfecta temperatura pegada a tu cuerpo, los labios morados y los dientes castañeando, correr por la arena seca hasta la mojada por el calor que desprende la playa, enterrarte en la arena con el resentimiento de pensar en volver a quitarte el calor que se había adosado a tu figura, cuando quedaban quince minutos de sol que comprobabas con tus dedos, esas veces en las que te quejabas de ir a la playa solo por el simple hecho de hacerlo ya que tenías ese sentimiento agridulce de la pereza de moverte y el saber que cuando bucearas hasta quedarte sin aire habría valido la pena, el libro que volvía a casa con una nueva capa de recuerdos, esa vez en la que en la que casi rompes a llorar porque la rosa no llegó al agua y se juntó con un alma perdida, no llegó porque no quisiste ponerle una piedra ya que tendrías que haberle puesto cinta y no querías tirar plástico al mar, tantos recuerdos impecables, rotos, insuperables, de alegría, llanto, tristeza.

Porque ¿Quién se imaginó que aprenderías tanto junto a una ola?

Dana Razzak Anta

Ese lugar en el que he reído, en el que he llorado tantas veces. Luminoso y oscuro a la vez. Pequeño, pero grande en mi mente.

Ese lugar que me salvó tantas veces de la soledad absoluta. Donde pasé buenos momentos con mis amigas, o más bien con mis antiguas amigas. En el que tantas veces nos hemos caído, jugado… Objetos que traen tan buenos recuerdos, como las papeleras en las que encestábamos el papel que envolvía nuestro desayuno del recreo, esa rotonda de flores en la que jugamos al pilla pilla, o aquella alcantarilla en la que nos hemos resbalado más de mil veces.

Los días de lluvia en los que nos tapaba el techo, mientras que mirábamos por el balcón todo el patio mojado, y la gente intentando resguardarse. Los días soleados en los que corríamos y saltábamos en los charcos sin preocupaciones, viendo las nubes alejándose, y en los que nos sentábamos a hablar o a usar la imaginación para jugar. 

Ese lugar en el que a veces aprovechábamos para estudiar juntas, nerviosas por no haber estudiado antes, pero nunca aprendimos la lección. Veces, que celebrábamos la victoria del partido de baloncesto y otras en las que consolábamos a nuestro equipazo.

Ese lugar lleno de recuerdos, lleno de mis ideas sobre cosas que nunca entendí. El lugar en el que compartía todos los secretos con mis hermanas del alma. Las culpables de que en este momento mi alma esté rota. Ahora ese lugar está vacío, ahora, ese lugar guarda mis oscuros pensamientos, sobre como todo lo que teníamos se hundió, sobre como todo se perdió en el profundo, oscuro e infinito mar del olvido. 

Durante todo ese tiempo pasaba por ahí, y me reía, recordando todo lo que pasamos juntas. Ahora, cuando lo hago, pienso en todo lo que había tenido, en todo lo que perdí, en todo lo que me falta. 

«Estrella» de Nazayda Balmaseda Ramos

Adrenalina. Energía recorriendo las venas de un cuerpo que rebosa expresión. El suelo es un manto negro, recogedor de sueños y de arte, una explanada con un límite tan desdibujado que parece invisible. Las cuerdas cuelgan, agarradas de un enganche oculto por la negrura que se extiende hasta el techo. Adelanto mis pasos y me adentro en ese sueño, polizón de la realidad. El telón sube lentamente, alargando esos segundos de expectación y temblor que sacuden mi cuerpo, ese punto en el que sabes que ya no hay vuelta atrás y coges aire porque es lo único que te queda. Respirar.
Los focos prenden fuego a la inseguridad, cegándome;  reflejando el brillo de las estrellas fugitivas de la belleza, cuyo propósito es iluminar el camino de aquellos que han perdido su voz. Me aíslan, crean un muro de luz entre mi corazón y los que laten conmigo detrás de ella. Es ahí cuando me arropa la calma, un sentido de pertenencia, de hogar. Quiero quedarme ahí, en la realidad soñadora, en el telón subido, en las estrellas prófugas y en el corazón palpitante. Quiero llenarme de emoción para dejar de estar vacía, ser un punto diminuto en el hábitat de los atrevidos. Soy alma y soy cuerpo, errando entre ambos medios . Me fundo con las luces que me rodean, me derrito en vida. Y brillo.

Olivia Li Cabrera Gómez

Eligieron crearlas de plástico, para que no desapareciesen, porque no podemos aceptar que las cosas lo hacen, porque nos negamos a ver la hojas verdes poniéndose cada vez más marrones. 

Entrelazando las espinas y pidiendo que no corten. Las flores, colocadas con cuidado llenando cada espacio, muy juntas y recorriendo el círculo sobre mi pelo. La diadema de flores que me puse aquel verano, con la que sople las velas. La que reflejaba lo que fui aquel año y todos en los que permaneció colocada al lado de mi cama.

Pero ya no la encuentro, la veo y forma parte de un recuerdo aún sin estar marchita. Ahí el porque de que fuese de plástico. La intención de que durase para siempre, lo difícil de aceptar que las flores se acaban muriendo. Todo lo que duele verlas secas y sin color porque antes fueron demasiado perfectas. De lo bonito duele el perderlo, de los colores parte el que no busquemos al negro.

El recuerdo de esa niña desaparecida entre los pétalos que siguen pero ya no sobre su cabeza. El intento de buscar lo que queda de ella, el dolor de sus miradas al darse cuenta que ya no la llevo puesta. Veo que a veces se paran, me mirar y se apartan, se dan cuenta de la ausencia de las flores y automáticamente lo justifican a un cambio. Les duele no verlas y lo entiendo, pero no entiendo de qué parte el autoconvencerse de que estas nunca iban a acabar marchitas.

Creo que hay que olvidarse de que las cosas se acaban, vivir como si siempre fuesen a quedar flores que arrancar de los bordes del camino. Pero no hay que obligar al otoño a que las siga dejando vivas. Pretender que el invierno deje de serlo para poder conservar ese calor que tu te niegas a perder. 

Han dejado de pintar cada uno de los bolis que he acabado tocando, y al principio los miraba como si fueran para siempre.  Pero un día dejan de pintar y no entendemos en qué momento desaparecieron, vemos el recipiente vacío, pero no en todos los folios que se fue quedando. 

Muy poca gente es capaz de aceptar el fin de las cosas, capaz de mirarlas y saber que no son para siempre mientras las esta tocando. Nadie sabe que se acaban yendo hasta que se van. Cuando cogemos una flor del suelo y le buscamos un lugar dentro de lo momentáneo que son nuestras vidas. Un sorbo de agua en el que sumergirla, que nos hace creer que acabará durando más que las de la anterior primavera. Como esperando a que se quede, como si fuese a durar más que esa noche. Como si el agua, o el que fuesen de plástico fuese a hacer que duraran para siempre.

«Enredadas letras» de Violeta Gutiérrez Huecas

Con su tapa fuerte y rígida protegía todas mis fantasías, con sus páginas amarillas envolvía mis sueños, esa pequeña libreta de colorines semejante al arcoíris, esa que me regaló mi abuela cuando ella todavía era parte de mi familia, esa en la que tantas veces habían caído mis lágrimas.

La tinta cubría toda la superficie, letras enmarañadas en un mar de palabras, legibles pero a la vez imposibles de entender, eran mis sueños aquello que leía, eran mis ilusiones aquellas que decoraban las páginas.

Leer siempre había sido una vía de escape, sin embargo aquello era condenar mi mente a volver atrás en el tiempo, a revivir todo lo que en su momento trate de olvidar.

Las páginas atesoraba felices viajes a lugares maravillosos, meriendas con quién fue mi otra mitad, noches en vela imaginando un futuro, una lista de fantasías sin cumplir que con ilusión creé.

Sin embargo atesoraban también sufrimiento, aguadas lágrimas que mi corazón no podía callarse mas, pesadillas que me perseguían incluso despierta, el vacío de sentirme infeliz dentro de una familia aparentemente perfecta.

Aquella era mi alma, siempre acompañándome en mi mochila, siempre dispuesta a ser el hombro donde llorar, siempre viviendo junto a mi, viendo cómo lograba construir poco a poco, y observando también como caía aquello que había construido.

Por eso cuando me dijeron que debía deshacerme de ella, una parte de mi alma se encogió, y en una esquina lloré, lloré por todos los momentos que desaparecerían entre el fuego, lloré por todos los castillos construidos, también por los que habían caído, llore por un mundo de fantasías que iba a ser consumido, y lloré por todas esas palabras sin sentido, que dentro de mi propio mar, habían encontrado su camino.

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