LA MAGNITUD DEL ENGAÑO de Guillén Berástegui de Armas
Hoy he subido hasta aquí, pero no creí que que me llevara tal decepción cuando llegara. Los doscientos escalones que me separaban me han dejado agotado, pero mis músculos no están ni por asomo tan desgarrados como lo está mi alma ahora mismo, porque he descubierto la simpleza de mi ser.
Por un primer momento sonrío por todo cuando llego. Sonrío por haber escalado, sonrío por mirar que los pájaros surcan a mi lado, sonrío porque veo toda la ciudad desde aquí…y ahí empieza todo. Veo que la ciudad se impone ante mí desde ese monumento que tantos aprecian y que tanto significa para el pueblo. Veo de repente que sólo estoy encima de un gran montón de piedra y cemento. Veo que la gente es estúpida por querer tanto algo así. Entonces las miro, a todas esas personas que están ahí abajo haciendo una vida normal y cotidiana. La flecha de la iluminación atraviesa de pronto mi mente por completo, abriéndose del todo sin dejar que nada se quede en mi ridícula cabeza, porque eso es lo que soy, soy como ellos.
Me doy cuenta de que yo también pienso que eso hace a los hombres grandes, que somos grandes por torres y torres más altas. Me doy cuenta de la magnitud del engaño al que somos sometidos. Los humanos nos destruimos inconscientemente con la palabrería. Un día nuestras obras carecerán de límites y nuestra arrogancia podrá con nosotros.
El hombre no es más que un hombre. Habrá que buscar las alas antes de caer en el vacío.
La gente suele decir que los piratas ganan cualquier batalla, pero no es verdad. Cuando luchan contra los marineros, masacran todo cuanto pueden. No matan en busca de un tesoro, aunque todo el mundo piense que es así. Saben domar el mar y cuidar de su barco, lo aprendieron para nunca olvidarlo.
Lo que nadie sabe es que los piratas ganan porque ya tuvieron muchas batallas perdidas. Destruyen a los marineros que tienen algo que proteger porque ellos perdieron aquello que tenían que cuidar. Y por eso decidieron proteger al mar y a sus barcos. Tan cruel es su destino que custodian aquello que no necesita a nadie para estar a salvo.
Aquella noche no hubo ninguna batalla que librar. No había un mar del que escapar. Y en aquellos momentos los piratas recordaban el pasado que se había llevado el mar en las tormentas. Por eso el capitán se había quitado sus ornamentados ropajes y su espada, fiel acompañante. Aquella noche fue un hombre, y no el capitán de un barco pirata.
Se sentó en un pequeño rincón de la proa del barco. Sujetaba entre sus manos un farolillo. Lo soltó y dejó que ascendiera hasta llegar al cielo. No, aquella noche fue mucho más que un hombre, fue un padre. Volvió a ser el padre que, junto a su hija, liberaba luces que volaban hasta el cielo, convirtiéndose en una estrella más.
Volvió a ser el padre que había perdido una batalla, que había perdido a su hija, que no la había podido proteger de la muerte.
Pero a la mañana siguiente volvería a ser el hombre de las batallas perdidas que intentaba sembrar victorias cuando, en realidad, vivía en una gran derrota.
UN SUBJUNTIVO MUERTO EN ORSAY de Ana Marante González
No veo nada desde mi ventana, no encuentro personas, ni sonrisas ni lágrimas, no veo la Torre Eiffel ni tampoco sus luces, las estrellas y la luna alumbran otra estancia y no encuentro París porque tampoco me encuentro a mí. Solo veo el cielo, solo encuentro su color y oigo su silencio. Desde la ventana respiro el olor de la polución y pienso en ellos, en mis padres, en el momento en el que me convertí en el tópico de huérfana que se esconde en un museo. Mi padre era artista, mi madre era artista, yo no soy un pretérito imperfecto, soy un presente, pero no soy nadie, escapo a las reglas del modo indicativo o imperativo, yo soy un subjuntivo, un quizás encarcelado en el Museo de Orsay. Observo el Sacre Coeur y cierro los ojos mientras el silencio de la noche me hace de nana, pero entonces escucho unos pasos a mi espalda y asustada cojo un pincel a modo de arma. Suspiro, es Renoir, mi amigo, mi compañero de desván, otra alma secuestrada en un retrato.
– ¡Ey! ¿Te parecería bonito que yo te apuñalara con un pincel? ¿No encontraste mejor arma?- me pregunta con sus aires de superioridad.
– Lo siento, pensaba que eras algún curioso que se había colado en el museo. No nos conviene que las personas nos vean, demasiadas preguntas.
Renoir se sienta a mi lado y juntos observamos el Sacre Coeur y respiramos, pues es la única hora del día en la que podemos alimentar nuestro corazón de oxígeno. Entonces le hablo de mis padres y él me cuenta las historias de sus cuadros, expuestos en el salón de abajo, charlamos y charlamos. Otra noche más hablando con un fantasma, con el cuadro que decora el desván que me hace de hogar, hablando con el arte, mi única familia. Renoir y yo, pintado a en lienzos con vistas al Sacre Coeur , las mismas vistas durante los dos siglos que llevo viviendo dentro de un cuadro, rectifico, muriendo en un cuadro, con solo sesenta minutos al día cada madrugada para adquirir forma humana, mientras mis padres que no fueron pintados descansan en paz. Otra noche más ensuciando de lágrimas mi marco, siendo una muerta, una nadie, un subjuntivo muerto en el museo de Orsay.
Abro los ojos y lo único que veo es ego. Un ego intenso y profundo, veo a personas pasar con sus máquinas de luz. Los tiempos de ayer eran muy diferentes a los de hoy, todo ha cambiado, algunas cosas para bien, otras para mal.
Ya no reconozco ni mi propio hogar, llevo siglos mirando la misma dulce foto pero hoy será diferente.
Siempre he sido un hombre, o eso es lo que dice mi novia siempre. Cada día me lo recuerda, siempre me tortura con el mismo arma.
La verdad; la que tanto intento ocultar, la que a tantos problemas me ha llevado por hacer el pecado de florecer y no quedarse bajo tierra, por gritar sus colores y sus peculiaridades. Mi verdad, es que soy mujer. Me siento como una mujer, pienso como una mujer, actúo como tal…
Cada día me es un tormento, un sacrificio. Mis lágrimas me hacen parecer un demente, en vez de: REAL. Mis emociones me hacen siempre parecer un antónimo.
No veo día en el que no cometa equivocaciones, pero lo extraño, es que en mi interior no se sienten como tales. Hago lo que mi corazón me ordena, pero parece que ello es pecado.
Grito en silencio cada noche al dormir con la persona que más me odia en el mundo. Su excusa siempre es que sigue conservando esperanzas, la fe en que «vuelva» a ser yo, pero, lo que en realidad no sabe, es que siempre fui así. No quise convertirme en la mancha que ahora impregna su vida, pero mi corazón no podía aguantar más encerrado en semejante jaula; la que conlleva el convivir con la sociedad.
Hay un recuerdo que nunca llegará a escapar de mi memoria, que nunca llegará a convertirse en algo tierno.
Hoy mi rostro no es el mismo, y nunca volverá a serlo. Evocaciones surgen frente a mis ojos; ahora hinchados de tanto dejarme llevar. Sus manos se aferran a mi cuello violentamente ( *oscuridad* ), su voz se transforma en gritos inhumanos (*oscuridad*)
Quedo magullado en el suelo, con manchurrones de color escarlata recorriéndome la piel (*oscuridad*) aún puedo presenciar con toda su vivacidad su último golpe; ése que ni con sus polvos de maquillaje que en secreto me ponía, irían a arreglar.
Por fin puedo reflejar lo que siento al exterior, ¡por fin! Aunque no sea lo que deseaba. (Dolor)
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