Las arañas y las polillas se arrastraron hasta ese lugar de
tu interior donde antes resplandecía luz.
Sé que a veces tienes que ver a la sangre correr
serpenteante por las paredes del lavabo para saber que tienes un alma y que
estás vivo. Alegas que dormirás plácidamente, pero tú y yo sabemos que deseas a
ese alguien que extermine a tus huesos; que silencié a las corrientes gélidas
que fluyen por tus venas como viento de invierno. Sé que quieres resbalar a una
negrura estrellada, pero, por favor, no alejes tu vida de la mía.
Y aquí estamos otra vez, intentando comprender como tu mundo
se desmorona; intentando calmar al oleaje que arrecia con fuerza contra tu
frente. Vamos, necesito que me mires. Quítate las manos de los ojos; deja que
las lágrimas correteen por tu cara. Alísate las mangas y vuelve a mírame.
¡MÍRAME, joder! Déjame perderme por esos iris que una vez albergaron fuegos
artificiales y nubes de purpurina; déjame perderme por esos iris que una vez
diferenciaron la sangre del agua.
He reparado a Platty. Tenía un fallo en la cadena. No
sé si tu mente está demasiado débil para recordar, pero con ella pedaleábamos
hasta los confines de nuestro mundo. Bajo la sombra del puente, jugábamos a las
Pokémon. Tú siempre ganabas. Normal, cabrón, si siempre usabas las
holográficas…
No, por favor, no bajes tu mirada. No, joder, vamos. He
pensado en conducir hasta ese lugar que ya tu sabes. Niegas. Vale, ya me ha
quedado claro. Está bien. Pero ¿me dejarás saber tus planes para esta noche?
Porque si crees que te voy a dejar aquí, en esta habitación, que, por cierto,
apesta, estás equivocado. Hoy, el látigo que fustiga estruendosamente a tus
pensamientos descansará esta noche. La ametralladora rotatoria de tu mente
dejará de aniquilar a esos atisbos de luz.
Lloras. Mi alma se retuerce, presa de la nostalgia. Quien te
vio y quien te ve. ¿Qué hay de aquel chico que soñaba conquistar oídos? ¿Qué
hay de aquel chico que soñaba con subirse a un escenario, frente a su piano?
Mamá me ha llamado hoy por la mañana. Me ha dicho que tus quejidos anoche eran
insoportables. No tuvo el coraje para adentrarse a esta habitación suicida. Yo,
hermano, seré un tocapelotas. No me moveré de aquí si no es para llevarte a una
clínica. Sé que quieres yacer en el cementerio de las lápidas de neón. Ese lúgubre
lugar donde los epitafios están escritos en neón; ese lúgubre lugar repleto de
chiquillos como tú, con la cabeza germinada de sueños que se quedan en eso, en
semillas.
He saltado a una fosa de leones para sacarte de aquí.
Eres mi sangre.
Las lápidas de neón claman por tus huesos. Los quieren
devorar, lenta y macabramente.
Amely, tú mejor que nadie sabes que las disculpas no son lo mío. Ambas sabemos que el orgullo es mi mayor defecto. Pero tú ya te has disculpado suficientes veces, así que creo que es mi turno.
Creo que da igual la cantidad de veces que te cuente que no me da vergüenza salir contigo, de alguna manera siempre terminas sintiéndote insegura. Aunque lo he intentado tantas veces, el miedo siempre termina venciéndome y callándome como un pañuelo de dudas alrededor de mi boca. Me gustabas, me gustas y siento no encontrar el valor de gritarlo a los cuatro vientos, a pesar de que han sido muchas las veces que me he imaginado haciéndolo, y lo mucho que me gustaría.
Sé que te duele ser mi secreto y deseo más que nadie que dejes de serlo. Tengo miedo a perderte o perderme a mí en el intento. Tengo miedo a dar un solo paso en falso y acabar con todo sin quererlo, sabes que las voces del resto me controlan sin remedio.
Quiero que sepas que te quiero, a pesar de las circunstancias y de lo que pueda pasar en el futuro. Sé que a estas alturas, un «te quiero» no es suficiente para reparar el daño que todo esto te provoca. Por tu manera de ver el mundo, por tu paciencia a la hora de entenderlo todo, por abrigar mi corazón en los días más lluviosos, y por ser mi luz al final del túnel.
Espero que con estas palabras comprendas cómo me siento. Tú mejor que nadie sabes que las disculpas no son lo mío.
Estoy en una
isla, sin nadie en quien confiar. Ocho días seguidos, ocho horas cada uno, y ni
una puñetera línea. Ni una puta palabra. Y las que he escrito, corridas ya como
lágrimas de rímel por la sal de mi sudor, son vacuas, carentes de esencia. Carentes
de ese efecto que adormece a las infestaciones que se producen en mi mente.
Esto que pretendo escribir no es rap, ni hip-hop. Tan solo otro lastimoso
intento de hacer que ellas cesen con su macabro juego. Tan solo otro intento de
que ellas se acallen para siempre. A medida que las bolas arrugadas de papel
son barridas por el viento para terminar en ese lugar donde los límites de la
cordura se confunden con los de la locura, voy siendo consciente de que tengo
una mente muy loca que limpiar. Es en ese momento cuando siento como la presión
se cierne violentamente sobre mi cabeza, como si una tarántula tocase un
desafinado piano con sus férreas patas sobre mi cráneo.
Oh, abuelo,
tú eras uno de esos clásicos. Uno de esos vinilos que por mucho polvo que tengan
encima, siempre ha de ser escuchado. Auscultado para apreciar su grandeza.
Cuando tan solo era un niño que tergiversaba la realidad, te imaginaba como un
tocadiscos gigante. En este caso, tú eras el disco negro que no paraba de
describir círculos. Viajabas bajo esa punta de diamante, sintiendo lo mismo que
un astronauta que orbita alrededor del sol. Enfundado en un suéter de punto y
en unos tejanos descoloridos, peinado pulcramente, comenzabas a mecerte al son
de las grandes voces flamencas, mientras escrutabas la foto de la abuela que
reposaba junto al tocadiscos. Abrumado por la magnanimidad de tus movimientos,
tan solo podía quedarme allí, observándote desde ese estriado sillón.
Estabas aquí
cuando escribí esa canción que jamás se hizo para sonar en la radio; estabas
aquí cuando salté al precipicio sin fondo del que tú tantas veces me advertiste;
estabas aquí para presenciar cómo me aislaba en esos ritmos y mixes que tan
poco me han devuelto a cambio. Siempre me decía que debía ir a visitarte, pero
los conciertos son una puta droga. Más, más y más, le gritas a tu agente
nada más llenar el Madison Square Garden. Yo era un león babeante; los
conciertos, la solitaria liebre en medio de la llanura. Me alejé como un cohete
fugaz, cegando con esa luz adiamantada todo lo que una vez nos unió. Y es que
tras haberlo pensado mucho, abuelo, creo que no estaba preparado para verme
reflejado en unos ojos que no me conocían de las misma manera que yo te conocía
a ti.
Ahora, cada
vez que me siento frente a este piano, en esta solitaria playa, bajo la sombra
de las palmeras, soy incapaz de encontrar esa nota que eclipse sus oídos. No
puedo. Confeti, humo, luces multicolores…mi mente sigue presa a ese lugar. A
ese lugar, en el que, pese a todo, tengo miedo de mi propia música. Miedo a la
inexorabilidad del fracaso. Un día estas bamboleándote en el paracaídas, y al
siguiente yaces sanguinolento en el duro suelo del cementerio de los
olvidados.
La canción
está terminada, abuelo.
Eres una
leyenda en mi propia mente.
Hoy, el día
de tu muerte, grabé este última parte.
¿Saben ese momento en el que no entiendes absolutamente nada
y nadie te ayuda? La escuela es así.
Algunas personas entienden fácilmente cualquier materia. Los
profesores están encantados, hacen los ejercicios que explican, se sienten
realizados…Pero hay muchos alumnos a los cuáles no les ocurre eso. Les cuesta
empatizar con la materia, los números no son lo suyo, los idiomas, recordar
acontecimientos. Hay gente que lo explica varias veces, de distintas formas,
pero otra no.
Recuerdo cuando, en medio de la pandemia, mi Internet no
funcionaba bien, y nadie hacía nada por explicarme por escrito para no perder
las clases.
Hoy en día, casi nadie hace nada por los estudios, los
alumnos se deprimen al no entender algo, otros lloran porque suspenden, y todo porque,
en muchos centros, es más importante memorizar que entender y aprender. Nos
piden memorizar la historia y sus fechas, nos piden también hacerlo con
fórmulas matemáticas, con declinaciones y símbolos en latín y lengua. Ya
estamos cansados, queremos a alguien que, en vez de hacernos memorizar, que nos
entiendan a nosotros.
Muchos tienen vidas complicadas, problemas familiares,
incluso con el hecho de tener poca memoria se nos hace difícil.
Si tu hijo no aprueba, no saca buenas notas en una materia,
no le hundas, no es fácil.
Solo queremos compasión, entusiasmo a la hora de estudiar, y
que una nota no defina nuestro camino a la hora de seguir adelante.
Entre
rejas, encerrada el alma, atrapado el cuerpo. Entre cuatro montones de ladrillo
y cemento. No sé qué hacer. Me siento asfixiada. Echo de menos ver el frío
color gris de la calle, de las personas que pasan con cara triste, alargada,
cansada y harta. Ver a gente en el colegio, lío por allí, lío por allá. Solo
soy capaz de ver el lado malo. No me gusta. Y es que es una condena. O sales y
haces lo que te gusta y los demás mueren, o salvas a los demás y quien muere es
tu alma. A través de un agujero, ves el pequeño mundo exterior. Y es que, quien
no lo vive, no sabe qué significa. COVID, ¿por qué nos haces esto? ¿Qué quieres
de nosotros?
— ¡Uf! ¡Qué cansancio! — Dijo el hombre. «Tap tap» «tap tap taptap tap tap tap» — ¡Cariño! ¡La cena ya está lista! — Gritó su mujer. — ¡Voy! ¡Un segundo! ¡Que estoy terminando de poner las piedras! Tras poner unas piedras más, se dice a sí mismo: — bien, ya está. — ¡Empedrador! — Le exhortó el rey, que por ahí pasaba. — Sí, señor — El empedrador se puso de pie y recto como un militar. — Quiero que te vayas unos meses a la guerra, en Cuba — Dijo el superior. — Pero, pero, yo tengo aquí a mi mujer y a mis hijos, no puedo dejarles. Además, si muero, mi familia no podrá sobrevivir. Yo llevo el dinero a casa. Si fallezco, no tendrán nada. — Comentó el hombre casi llorando. — ¿¡Quieres morir ya!? — Saca una pistola de su capa y apunta al empedrador. Éste levanta las manos y después de pensárselo durante unos segundos, dice: — Está bien. Pero déjame despedirme de mis niños. — Entra en su casa con la cabeza bajada y con cara triste. Le anuncia la mala noticia a su mujer y a sus hijos y se dan todos un abrazo muy grande. De repente, el rey grita: — ¡Señor! ¡Venga aquí ahora mismo y traiga su carnet! Tengo que escribir su profesión, para que pueda entrar en el equipo militar de Cuba. El empedrador va corriendo a buscar a su habitación desordenada el carnet que está debajo de unos papeles muy importantes. Después de rebuscar un poco para encontrarlo, consigue ver el carnet. Angustiado, lo coge con agilidad y sale exhausto. Se lo entrega al rey en la mano, y éste se apoya contra el tronco de un árbol. Se saca una pluma del bolsillo y un bote pequeño con tinta. Sumerge la punta de la pluma en la tinta y escribe la profesión del hombre en la parte trasera del carnet. Bueno, o eso intentó. Resulta que el rey no sabía muy bien escribir la palabra «empedrador» y, por accidente, escribió la palabra «emperador». Así fue como un simple empedrador que trabajaba muy duro día y noche y, aun así, apenas les daba para vivir, se convirtió en un poderoso emperador. Y, obviamente, no fue a la guerra, ya que ahora tenía el poder. Él y su familia se volvieron ricos, vivieron felices, comieron perdices y f…¡Un momento! ¡No vayas tan rápido! ¡Que aún quiero añadir una cosa!:
Esta historia demuestra lo importante que es saber escribir. Por unas simples letras tu vida puede pasar a ser maravillosa, como en el caso del empedrador, u horrible, como puede ser tu caso si no escribes con calma y revisando lo que escribes. Y ahora sí. Ya hemos llegado al final: Todos en esta historia vivieron felices y comieron perdices. Y ¡fin!
¿Te imaginas que las mascotas, que son nuestras, nos tuvieran a nosotros como suyas?
Pues, por desgracia, en este horrible mundo que, por cierto, es el mismo que el tuyo, es así.
¿Tú en qué año estás? ¿En el 2021? Pues será eso, porque yo, Kira, ¡vivo en el 3047! Te aconsejo que disfrutes de cada momento al máximo, porque tu futuro será una verdadera tortura…
Es el sonido de su insoportable ladrido el que me pone de tan mal humor. No me deja ni respirar con ese tan agudo chillido que no deja de hacer. Me siento atrapada, sin poder aspirar la felicidad, solo porque a mi egoísta dueño le guste tener a una humana. Darle de comer la comida más insípida que jamás he probado, comprarle las cosas más baratas, aburridas y molestas que existen. Ahora entiendo lo mal que se siente tu pobre perro, tu gato, tu pez, tu tortuga, tu conejo, tu hámster, tu pájaro, tu caballo, tu cabra que está como una cabra, tu oveja, tu vaca y todos esos infinitos animales que solo se lamentan con gritos de ayuda que te llegan hasta el corazón. Esa profundidad en la que no pensamos. Ahora lo entiendo. ¿De verdad tenemos que pasarlo tan mal solo para darnos cuenta de lo egoístas que somos? ¿No somos capaces de ser compasivos sin sufrir? Pobre de ellos.
No puedo hacer lo que me gusta. Estoy condenada. Ya no voy a la playa y escucho ese sonido de esperanza, de relajación, de paz, que se me mete por las uñas y me llega hasta los huesos. Ese sonido que me transmite serenidad, que me hace estar feliz. El olor de la montaña, de la simple madera mojada por la lluvia calmante que trato de oír por la ventana. Pero que no me permiten abrirla.
Espero que dejes de ser así, como fui yo, o acabarás condenado sintiendo cómo se te desvanece el alma.
Aunque no te lo creas, echarás de menos el grito repetitivo y molesto del despertador para ir al colegio o para ir a trabajar.
Ponte las pilas o no sabrás que será de ti en unos cuantos años…
«¿Vivencia o creación?» de Laura Rodríguez Concepción
Mi experiencia más extraña reposa en la lobreguez de la noche, arropada por un torbellino de sueños, creaciones de mi mente o realidades de las cuales no se habla. Momentos terroríficamente mágicos ¿Reales? ¿Ficticios? No se sabe.
Una noche me desperté, no sé el por qué, simplemente abrí los ojos. Mi primer reflejo fue mirar hacia la puerta que daba al pasillo, un pasillo oscuro, un pasillo que conectaba cada una de las habitaciones de la casa. Era una casa afilada y puntiaguda, por lo tanto, os podéis imaginar la dimensión que tenía aquel intransitable pasillo.
Miré hacia allí, vi la silueta de un hombre, un anciano para ser exactos. Este cojeaba pero corría, corría hacia mi, hacia mi cama. Me sentía atrapada, no podía moverme, no podía cerrar los ojos, no podía hacer nada.
Cuando el anciano, el cual poco a poco se iba convirtiendo en una luz, se acercaba, iba siendo cada vez un ser más difuso. No identificable.
¿Me ves? – me dijo la luz
Sí, ¿qué eres? – le contesté. Las palabras salían solas de mi boca, era como si fuera una persona completamente distinta. En la vida real jamás hubiese contestado, es más me hubiese ido. Pero esa cosa o persona no me inspiraba del todo maleza.
Soy el anterior dueño de la casa, ahora aguardo en su oscuridad para protegerla de ustedes – me dijo decidido a ofender en tono amable.
Pero vamos a ver lucecita, ¿tú quién te crees que eres? Mejor sigue esa luz y déjanos vivir en paz, donde tú deberías reposar – le dije señalando la rendija por la que entraba un foco claro.
El anciano desapareció tras asentir, pareció haberme entendido. Normal no era, pensé, ¿se iba a ir así, sin más? ¿Por los comentarios de una “niña”?
Ya no pude dormir más, los pensamientos rotaban sobre mí. Me levanté a ver la televisión, me distraerá ¿qué iba a hacer si no? Encendí la luz, ya todo era distinto, no había nadie, como debía de ser. Estuve entretenida unos minutos mientras veía una película, me había vuelto a quedar dormida. Apagué la tele y me quedé allí, tumbada en el sillón.
Volví a despertarme, esta vez por las voces del telediario. La televisión estaba encendida ¿es que acaso no la apagué? Cogí el mando, le quité las pilas y desenchufé la tele. Nada volvería a molestarme. Pero se volvió a encender, así unas cuantas veces. Se apagó, se encendió, se apagó, se encendió…
Para ya, por favor, prometo cuidarle – grité hacia la tele, pensando en el anciano. Ese sinvergüenza andaría por ahí escuchando.
No recibí respuesta, simplemente la tele ya no actuaba descontrolada. Me sentía más tranquila ahora, pero seguía siendo de noche. Por ello, volví a quedarme dormida, mi cuerpo me lo pedía.
Y se repitió, abrí los ojos, vi de nuevo al anciano, se acercaba a mi. Esta vez, cerré los ojos y me di la vuelta, mirando a la pared. Si no lo miraba, nada pasaba.
“Abrí los ojos, esta vez de verdad. Mis padres estaban a mi lado, yo desorientada sudaba.
Te ha pasado otra vez, cariño. Parálisis del sueño”
«Todo está diluido» de Ana Agudo Binoche
Estoy en un barco, bueno, o al menos creo eso, todo está como diluido, sin detalles, con apariencia líquida. Tengo una sensación de vértigo, como si en un momento a otro me fuera a deshacer y desaparecer con el viento.
Siento el aire golpeando mi cara y mis mejillas y nariz están enrojecidas por el frío, aun así tengo calor, supongo que por el abrigo que llevo puesto.
Miro hacia abajo y puedo ver el gran espacio que hay entre la tablilla en la que me encuentro, vieja y frágil y el inmenso mar que recorre el horizonte. No soy muy ágil, tengo miedo a caerme y morir ahogada, me pregunto si alguien en este lugar se dignaría a recoger mis restos.
Siento una leve presión que se ejerce con firmeza sobre mi columna, es afilado y punzante. Me doy la vuelta y casi caigo de la tablilla por mi falta de equilibrio, sino hubiera sido porque me sujeté a las cuerdas sujetas al barco no estaría contando esta historia.
La hiriente presión vuelve, pero esta vez sobre mi pecho, justamente señalando mi corazón desbocado por el dolor y el cansancio. La sensación de angustia mengua a la vez que el objeto afilado se aleja de mi cuerpo.
Al alzar la vista me encuentro con una sombra, pero no de esas que aparecen con el sol al chocar con nuestro cuerpo, sino una que no está atada más que así misma. Tiene una apariencia tranquila y eso hace que vuela la angustia a mi pecho y que mi respiración se vuelva inestable.
Parece que pasaron unos segundos hasta que la sombra tornó su cabeza hacia un lado, como buscando algo, aunque no sabía lo que era, quizás alguna debilidad. Entonces, como si hubiera hecho algo que lo enfadara, me atravesó el pecho con el objeto hiriente que me había estado lastimando, esta vez pude ver lo que era, una espada, un puñal, no sabría concretar.
El dolor tardó una fracción de segundo en manifestarse, era como una corriente de fuego abrasadora que desfilaba por mi pecho que me consumía lentamente.
Me levanté enseguida, sudada, confusa y desorientada. Reconocí mi cuarto, mis sábanas y mi ventana, hasta la silueta de mi armario entreabierto. Pero lo que perpetuó desde el primer instante fue el recuerdo del dolor que había dejado esa espada en mi pecho, como si se hubiera quedado incrustada en mi interior, al igual que la sombra en mi pesadilla.
«Arena » de Yaiza Crespo Darias
Era un día cualquiera, estaba en la playa, paseando. Me distraía observando las marcas de pisadas sobre la arena, dorada por el sol. Mire hacía el frente, mis padres estaban unos metros por delante. Aburrido, desvíe la mirada hacia el mar, el agua estaba tranquila. En esa zona apenas había muy poca gente, a diferencia de unos metros atrás donde decenas de personas descansaban, tomando el sol o jugando en la orilla.
Miré por el rabillo del ojo hacia el otro lado, pude observar a un hombre de piel morena pero no presté mucha atención. Iba a acelerar el paso hasta alcanzar a mis padres, pero un extraño sonido de borboteo captó mi atención. Me volví de nuevo hacia el lugar de donde provenía el sonido, el mismo que había mirado momentos atrás de reojo, pero el hombre había desaparecido.
Miré alrededor, con sorpresa, buscándolo por los alrededores pero no estaba en ninguna parte. Me acerqué más al lugar, para mirar con más detenimiento, pero no había ningún rastro. No había pisadas. Sin embargo, en el suelo había un agujero, un solo agujero, del diámetro de una pelota de tenis y algo profundo. Era raro, no parecía natural.
Me agaché frente a él, había un líquido oscuro en el fondo, seguramente agua, pero para asegurarme metí la mano en el agujero. En un principio no me di cuenta pero entonces noté algo, el líquido tenía una contextura más densa de lo normal, con algo de miedo retiré lentamente los dedos, la punta de mis dedos estaba roja, la luz del sol hacía brillar el líquido. Era sangre.
Con miedo me limpié rápidamente en la arena, me acerqué al agujero de nuevo,sin entender nada. Me sorprendí al notar que el tamaño del agujero parecía haber decrecido. Iba a revisarlo aún más de cerca pero un gritó me interrumpió. Miré hacía mis padres, ahora estaban más lejos y me llamaban para que nos fuéramos. Me levanté deprisa y me sacudí la arena. Corrí hacia ellos tratando de olvidar lo que acababa de pasar, aún así no pude evitar una última mirada hacia atrás, el hoyo en la arena se estaba cerrando lentamente y no había rastro de que nada extraño hubiera ocurrido.
Mis padres me preguntaron que había pasado, les contesté que había visto una concha en la arena y me había agachado a buscarla. No se qué pasó, probablemente me lo imaginé todo, pero tampoco quise indagar más. No volví a hablar del tema y trate de olvidarlo. Era lo mejor.
«La señal» de Nira Hernández Ramos
Era pequeña. Me encontraba acostada en mi cama en busca del difícil sueño hasta que algo ocurrió. Fue tan rápido que no tuve otra forma de reaccionar, así que lo primero que hice fue gritar. La luz de mi cuarto se había encendido sola mágicamente y a mi parecer, era algo bastante aterrador. Mis padres se levantaron corriendo de la cama y se dirigieron hacia mi cuarto esperando una respuesta de por qué había gritado de esa manera. Rápidamente les conté. Ellos se rieron y dijeron que probablemente había sido un fallo de la luz. Comencé a llorar. Supongo que fue por el susto o algo así, pero no lo lograba entender. Ellos me consolaron y me recomendaron que intentase dormir otra vez. Antes de aquello, alcanzar el sueño era una tarea difícil, por lo que después lo fue mucho más. Me temblaba mucho el cuerpo y cada cierto tiempo habría los ojos para revisar que nadie me estaba acompañando esa noche. No pude más y fui a junto a mis padres. Finalmente conseguí dormirme, pero algo en mi mente seguía pensando en que aquello, no fue solo un fallo y tampoco era coincidencia. Pasaron los días y aún no conseguía obtener una respuesta. Llegó el viernes, digamos que el peor viernes de mi vida. Recuerdo que mi padre me dio una triste noticia, la cual hacía que todo tuviese algún tipo de sentido. Mi perro había muerto, justo el mismo día que el incidente de la luz. Puede sonar como una estupidez, pero desde ese momento comencé a creer en que aquella luz encendida de la nada no fue solo por casualidad, y que ésa había sido la forma del universo de avisarme de que algo estaba yendo mal aquella noche.
Yo quería
ser astronauta. Lo sigo queriendo, pero ya no puedo quererlo. No quieren que lo
quiera. Salir de este mundo que nos educa en la mediocridad, subir a la luna y
bajársela a esa amada a la que no sé si amo, a esa a la que no sé si puedo
amar. Sacrificarlo todo, centrarme en mí y luego en los demás. Autorrealizarme
y alejarme de todo lo que no sea necesario. Entrenarme, huir de las
distracciones, estar preparado para el día. Yo quiero ser astronauta porque es
todo lo contrario a lo que hay fuera: una tierra plagada de personas tristes o
que pretenden ser felices; un lugar en el que los besos se dan con alevosía y
en el que no somos protagonistas.
Mi sueño es
ser astronauta. Pero los sueños son solo eso. Una representación idealizada del
futuro que nos distrae de lo que ocurre, de cómo, poco a poco, nos convertimos
en máquinas puramente pragmáticas, sin más libertad que ese sueño que cada día
se difumina más. No sé si ser astronauta me haría feliz, pero no quiero hacer
otra cosa. Cuando todo es plano, las emociones fuertes son más intensas. Los
niños quieren ser astronautas porque ninguna otra opción es emocionante. Los
niños solo quieren ser felices. Y ser feliz aquí no es fácil. Se aprende a
malas.
» 1, 2, 3, 4 » de Pau Dekany Piña
1, 2, 3, 4. ¿Ves? Ya los he perdido, ya no los puedo
recuperar. Esos segundos ya se fueron y nunca volverán. Se fueron, tal y como
se están yendo estos. Luego, me arrepentiré de dejar ir esos segundos, me
pegarán contra el suelo al cargarme con el castigo del tiempo que pasa, siempre
a la misma velocidad. Una agonía constante de la que no nos libraremos hasta el
final, donde estaremos escribiendo un punto, un nuevo capítulo o a mitad de
línea.
No quiero sentir que los pierdo. Quiero escribirlos: esos
puntos, esas comas, esos silencios, ese dolor. Quiero sentarme en mi ventana,
con un café a mi lado, el barullo de la gente de fondo, y plantar la mina de mi
lápiz en una libreta, dibujando unos signos a los que les hemos puesto
significado. Quiero poder escribir también los versos más tristes, quiero poder
ver a ese olmo viejo, quiero llorarle al mar, la mar, cuando me separen de él,
quiero desmayarme, atreverme, estar furioso. Quiero vivir una vida en la que no
pueda salir sin una libreta y un lápiz.
Qué bonito es querer. Por querer, querría vivir así,
cogiendo un coche un día cualquiera y sin preocuparme del destino, solo de si
mis amigos ya se han decidido por qué canción poner después, para cantarla a
pleno pulmón en esa autopista en la que somos un simple coche más.
Quiero ser libre en un mundo en el que la única libertad es
la que vemos y no está, porque aunque la busquemos, no podemos encontrar algo
que no existe.
Con menos intensidad, también quiero otras cosas que dicen
que son buenas para mí, pero no es lo que anhelo, no será lo que me llene por
completo. Pero, si quiero aunque sea probar, poner en mis labios el sabor de mi
sueño, debo hacer aquello que quieren. Así, podré seguir viendo esas sonrisas
en mi vida. Aunque cambie años de aventuras por estudios y trabajo, ganaré
segundos de vida, vida de la buena, de la que merece la pena dedicarle cuatro
segundos.
Entra
a la sala y encuentra mi mirada, todo lo que nos rodea deja de existir. Tiene esa capacidad de entenderme incluso cuando no hablo, entiende mis silencios, entiende
mi mutismo. Entiende cada vez que una pequeña herida se reabre, sabe entonces
cómo sostenerme entre sus brazos. Cuando el cielo está cubierto por nubes
grises, no duda en acogerme bajo su
paraguas.
Su mirada me fascina, pero, ¿tanto como su mente?
Me doy cuenta que le miro, y me sumerjo por completo en sus ojos. Navego por
ellos cual barco a la deriva, me acogen en su inmutable paz. Yo, fiel
admiradora de los atardeceres, me doy cuenta de que estos carecen de sentido
cuando sus ojos brillan más que todos los ocasos a contemplar.
Sabe cómo contagiarme su alegría, su alborozo hace
que mi sonrisa sea un poco más amplia. He de admitir, llegó y rompió todos mis esquemas.
Derribó todas mis murallas, se abrió paso a mi corazón.
Nunca creí que podría enamorarme de un momento,
pero he de reconocer que me fascinan esos segundos, donde entre todo nuestro
caos, me mira y el tiempo se para. El tiempo se para, me sonríe y no puedo hacer más
que sentirme afortunada.
En escuelaliteraria.com utilizamos cookies para recopilar información estadística de su navegación así como para mejorar su experiencia de usuario. Al navegar por este sitio web, usted accepta su empleo. Puede cambiar la configuración de su navegador para no aceptar su instalación u obtener más informaciónestás aceptando el uso de cookies.