«Las cónicas del taburete universal» de Enrique Esteban de Cáceres
Me levanté de la silla. De MI silla. Tercera fila centro derecha si la miras desde delante. Me levanté porque todos los del curso de Jóvenes Escritores nos íbamos a sacar una foto con Antonia delante del cartel del libro. Estaba emocionado. Todos lo estábamos (creo), por lo menos ahora tendría algo que mostrar a mis compañeros. Y que decir que también me gustaba la idea de haber publicado algo. Me encantaba la idea.
Bueno, mi relato comienza cuando volvemos a los asientos con tres compañeros más que acababan de llegar. A ojímetro se podía ver que había espacio para todos, pero ante la duda (y porque soy subnormal) me quedé el último. Como podéis haber deducido ya, no había sitio para tres de nosotros, aunque deberían haber sobrado. El problema fue que varias señoras se habían sentado en la misma fila y no me había dado cuenta.
Tras un rato apareció el »securita’ ‘y nos puso dos sillas. Porque soy caballeroso (subnormal) y acordándome de que había más sitios en el otro extremo, no me molesté en quedarme y fui a la otra punta por detrás de la pequeña grada que habían montado. Había dos sillas y un taburete.
Cuando llego me encuentro que las sillas libres habían sido ocupadas por señoras mayores. De vuelta al rescate, el »securita» desplegó las últimas dos sillas delante mío y sabiendo que me quedaría de pie porque había otra señora con su hija, fui caballeroso. No hice ni un movimiento. Llegados a este punto se puede afirmar que mi caballerosidad no era subnormalidad, sino »jalipollez».
Empezó el acto, yo apoyándome contra la pared en la esquina de la grada. Antonia y el editor empezaron a hablar y a lo largo del evento tuve que apartarme y pedir perdón varias veces por estar en mitad del paso. Lo cierto es que no era el único que estaba de pie, pero yo era el único que sabía de la existencia del taburete: tres patas, de madera y de tapicería roja. Bastante elegante y podría haber sido mi trono. Un premio por mi caballerosidad; pero estaba el »securita» a mi lado y no estaba seguro de qué hacer. Y me pasé la mitad del evento atento al taburete. Mirándolo con premeditación y alevosía.
Podría haber sido más listo. Podría haberlo cogido o haber preguntado. Estaba en mitad de un universo literario, poco importaba lo que hiciese. Pero no lo cogí porque había más gente y yo soy caballeroso.
«Viajando en el tiempo» de Elena Monzón Cejas
Ya han pasado 15 años, pienso cuando llego al teatro, entro en la sala, ha cambiado más de lo que imaginaba, hay más butacas gracias a dios, pero los que más han cambiado son mis compañeros, ya me resulta difícil encontrar ese brillo infantil que había en sus ojos. Otros alumnos ya no están, por circunstancias de la vida.
Tampoco el editor que nos ayudó en un principio, ni mi padre, que ya es demasiado anciano para moverse.
En fin.
Cuando las sillas están abarrotadas se pronuncian los discursos con esas metáforas que ya sé dominar. Luego me aplauden por el libro que saqué este año. Si me hubieran predicho esto quince años atrás, no les habría creído.
Y después nos entregan los libros.
Me acuerdo de que avisaron que si pisabas en el centro del suelo te podías caer, al oír eso por primera vez me asusté, pero ahora deseo hacerlo.
¡Elena Monzón! Me acerco con los mismos nervios de antaño, y me coloco en el centro del teatro, una sensación de hundimiento aparece, mi cuerpo empieza a cambiar, las arrugas desaparecen, los granos vuelven a invadir mi cara, conmocionada descubro que estoy viajando en el tiempo, los minutos están congelados para los demás pero yo estoy cayendo…
Abro los ojos, estoy sentada junto a mis compañeros, todavía somos jóvenes y nuestro futuro sigue siendo incierto miro a la izquierda y veo a mi padre, que está orgulloso de mí, yo también lo estoy, nunca pensé que mi relato saldría en un libro. ¡Elena Monzón!, con las piernas temblando, me deleito todo lo que puedo con este ambiente de felicidad porque sé que es efímero, tengo que volver al presente, me dirijo hacia el centro de la sala, y algo tira de mí hacia delante, mi cuerpo cambia de nuevo, el tiempo se congela…
Cojo el libro y al sentarme, la persona que está al lado mío me dice !Ojalá pudiera viajar al pasado!. Tan solo tienes que cruzar el centro de la sala, murmuro con misterio.
«Mi pequeño duende» de Jon García-Valdecasas Vispe
– Tenemos un don, todos lo tenemos, yo lo tengo, tú lo tienes, cada ser que puede verlo, lo posee.
– ¿Ver el qué?
– Verlo a él.
– ¿Qué busca?
– Busca a gente diferente.
– ¿Dónde está?
– Se esconde. Está donde crees que no está. Es un reflejo, una maravilla, un misterio, un terror, una broma. Él lo es todo.
– ¿Es algo mágico?
– Es lo que crees que ves. Es literatura.
«Los caracoles sí saben leer» de Marta Ramos Gómez
«Los caracoles no saben leer» ¿Quién dice qué los caracoles no saben leer? La gente. ¿Quién si no? Pero los caracoles no son gente, ellos saben muy bien que sí saben leer, pero leer entre líneas, y también escribir. Además son muy atentos, pues poseen unas grandes antenas con las que observan y llevan su mundo a cuestas. Siempre van con su bella e intrigante lentitud por la calle, con su tamaño de hormiga y siempre pasando desapercibidos, y a vista de la simple gente, los caracoles siguen sin saber leer, y solo son animales raros que estorban. Pues está es la historia de 105 caracoles, todos diferentes pero con algo en común, el gusto por la escritura. Estos 105 caracoles eran algo distintos en su vida como animales, pues se fijaban en absolutamente todo, y los demás, la gente, simplemente sentía que eran animales raros pululando por las calles. Cada uno de estos 105 caracoles vivía con sus historias, hijos, hermanos… Y un día, por alguna extraña razón, decidieron entrar en una escuela caracoliana que ignorase las cosas serias, y tras varios cursos, o solo uno, dependiendo de cada caracol, pudieron publicar un texto en un libro, porque sí, la escuela era de caracoles que escribían, y sí, sí sabían leer, leer entre líneas, porque esos caracoles… Esos caracoles literarios distintos a ojos de la gente somos nosotros. Caracoles, pero caracoles con su casa e historias a cuestas, y, también, con un sueño cumplido.
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