«La calle de las dos palmeras» de Silvia Pérez Acosta
La guerra y la dictadura, una época en la que cualquier desobediencia estaba fuertemente penada.
Pero ella prefirió correr el riego, uno muy grande.
¿Cómo iba la hija primogénita de una familia respetada cometer tal ilegalidad?
Robaba comida de los restaurantes y bares, aprovechándose de la ingenuidad de la gente.
Pero aquella comida no la ingería, ni tampoco la vendía. La transportaba. Cargaba con ella por todo el pueblo, hasta la calle precedida por dos enormes palmeras, donde había una casa abandonada que escondía mucho más que ratas y polvo.
Allí se escondían todos los que no tenían adónde ir. Los perseguidos por la ley injustamente, los pobres que habían recibido duras represalias por alzar su voz, los que habían conseguido escapar.
Tantos años más tarde ella sigue recordando con detalle todo lo sucedido. Cada vez que pasa por la calle de las dos palmeras, a pesar de que ya todo ha cambiado, por unos segundos vuelve a sentirse esa joven que pone en peligro su honor por aquellos a quienes se lo habían arrebatado.
«Navaja» de Daniel Suárez Acosta
Van 45 minutos desde que alguien dijo algo en el coche. Me encuentro un poco mal del estómago pero no tiene nada que ver con la comida. Bastaron cinco segundos para arruinar toda una noche de diversión. No debimos alejarnos del centro, ni siquiera sé a quién se le ocurrió o por qué. Pero ya no importa.
En fechas como los carnavales, y más por la noche, sabes que el peligro aumenta. Todo el mundo es consciente pero la ignorancia y la prepotencia de la juventud hacen que nos olvidemos. Y de pronto, una bofetada de realidad hace que todo tu rostro hormiguee.
Lo del final de aquel largo callejón parecía una típica paliza para ajustar cuentas. Ya nos dábamos la vuelta. No teníamos nada que ver allí. Pero el silbido de una navaja en el silencio de la noche y un tímido grito de dolor, nos dan más razonesa para salir corriendo de aquella estrecha calle.
Son las tres y cuarto de la mañana. Creo que ninguno de nosotros tiene sueño. Aún así, solo quiero tirarme en la cama, mirar hacia arriba y meterme entre las sábanas tratando de evitar la fría brisa que sé que me invadirá hasta mañana.
Era la persona más bella que veía cada mañana, caminando con resolución mientras se reflejaba en los charcos de la calle. Habían sido compañeros desde la guardería, y se conocían como si el uno fuese el otro. Antes eran amigos inseparables, sin embargo, últimamente ya ni se miraban. Parecía como si se hubiese levantado una barrera entre ellos dos.
Terminó con su desayuno, acompañado de sus pastillas dulzonas, y se fue al instituto. Allí todo parecía un sueño, pues no podía olvidar aquellos ojos de un color castaño tan oscuro como el de la corteza de un roble, y que parecían evitar los suyos.
Durante la comida, Elisa, otra amiga de toda la vida le pidió ir al cine. Llevaba bastante tiempo revoloteando a su alrededor, y, pensó, que quizás ya era hora de pasar de página y evitar la estupidez de ser ignorado.
Cuando volvió a casa sobre las cinco, empezó a prepararse. No sabía si ir elegante o informal. A lo mejor no era una ocasión especial, aunque le daba la sensación de que sí. Al final decidió ir informal, aunque preparó un pequeño regalo.
En el cine tuvo que esperar un rato, pero cuando llegó ella supo que la espera había valido la pena. Dudó si darle el regalo en aquel momento, pero pensó que que lo mejor era esperar. Tras terminar la película decidieron pasear juntos, y, no supo cómo, acabaron en un callejón aparatado y solos.
Su pulso se aceleró mientras ella le invitaba sin palabras, con su mirada. Se acercó lentamente mientras sentía como un calor que no se debía a la altas temperatura le recorría todo el cuerpo. Un momento después estaban a escasos centímetros el uno del otro, con las cabezas casi tocándose. En ese momento vio en los ojos de ella el reflejo de unos ojos castaños tan oscuros como la corteza de un roble. Unos ojos que le habían estado evitando. Luego le vio en el reflejo.
Con un movimiento, los ojos de Elisa se desorbitaron y su expresión mostró la sorpresa de aquel momento irreal. Los fragmentos de cristal de su regalo se esparcieron por todo el callejón. Notó como un líquido caliente resbalaba por su mano. Se vio una última vez en los ojos de ella antes de que se volviesen opacos y se desplomase.
Estuvo un rato saboreando el momento, asta que no pudo más y se asomó al nuevo charco del callejón. Lo que vio era perfecto. ¡Era la perfección! Se estregó las manos por la cara lleno de gozo.
Era la persona más bella que veía cada mañana, y nunca más lo separarían de su reflejo.
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