Aquí tienen el cuento escrito por Iris en el Taller de Cuentos de Antonia Molinero que realizamos ayer en el Curso de Jóvenes Escritores. Escribieron 15 Cuentos que decidimos llamar Relencuos porque estaban más cerca del relato que del cuento.
«Un cuento es una pieza de relojería literaria perfecta, redonda y dinámica, pero capaz de parar el tiempo para conmocionar al lector» A. Molinero Calleja.
Iris Paz también es la ganadora de Concurso de Cuentos de La Laguna Noche En Blanco 2017.
«He aquí la mía» de Iris Paz García
Érase una vez alguien que lo sabía todo. Conocía las verdades universales, los secretos y que aquello que nunca había sido dicho. Tan grande era su saber que nadie lo sabía. Puede que ni siquiera ella lo supiera.
Los cuentos suelen hablar de los sabios, he aquí la mía. Tan inteligente como inmenso es el universo. Todas sus deducciones eran dichas a través de enigmas y adivinanzas que sólo quien estuviera dispuesto a escuchar lograría comprender. Decía cosas que parecían carecer de sentido como:
<<Si sigues el camino del arco iris llegarás al lugar cubierto por la lluvia>> o <<Es imposible que no haya nada porque la nada es algo. Y si no hay nada porque la nada no es algo, entonces hay algo que hizo que la nada sustituyera a lo que estaba lleno>>.
Decía que los monstruos existían, que estaban a nuestro alrededor pero se escondían en la boca oscura del lobo o bien jugaban a ser ovejas. Y siempre estaba ahí, esperando para devorarte.
Le gustaba visitar los cementerios para reconstruir las historias olvidadas, porque todas las tumbas acababan guardando relación las unas con las otras. Decía que el muerto no estaba muerto porque un día podrías reconocer todo aquello que era, su espíritu, en otra cosa. Ya fuera la tormenta incesante que no te dejaba conciliar el suelo o el repiqueteo de la lluvia sobre el pavimento. O quizás en el brillo de una estrellas fugaz.
No confiaba en nada porque había que desconfiar de todo y lo real se podía confundir con lo irreal y lo irreal se podía confundir con lo real.
Ellos cuestionaban todo cuanto ella decía. Se atrevían a hacerlo porque era una niña, y los niños no saben de lo que están hablando.
Yo fui otra de las que se atrevía a decir que de su boca solo salían sandeces:
—Hija, solo dices tonterías. Cualquiera que te oiga pensaría que estás loca.
—Mamá, ¿no se te ha ocurrido pensar que quizá tú eres la loca?
Los cuentos suelen hablar de los sabios, he aquí la mía. La niña que conoce todas las historias, y si conoces y comprendes las historias, entiendes el mundo.
La vena de su frente se hinchaba al ritmo del minutero del reloj. Su corazón bombardeaba con la rapidez de sus palabras y sus manos se movían en sintonía con sus pasos. Don Julián Marante estaba nervioso, era el gran día del Santo, su gran día. Entonces nada más llegar a la Real Socuedad se dispuso a adornar el lugar con órdenes y gritos:
-¿Dónde vas Manuel? Me da igual, te vas a la plaza a que Carmencita planche la bandera de Canarias. Sin una arruga, ¿Me has oído? Ni una. Eh tú, el de los pantalones hortera, prepara el cuadro con las medidas exactas y como yo lo quiero. Y la sorpresa final del acto de la Semana Grande. .. lo haré yo, sí, ya verán qué bonito me va a quedar.
Fuerte desastre. ¿Es que nadie podía hacer las cosas como él quería?. Así el cabeza de familia de los Marante organizaba la bajada de la Virgen de la isla de la Palma.
Él era un personaje, con su lenguaje artificioso y la colonia que le compraba su esposa Migdalia. Demasiado peculiar para encajar en la realidad como un personaje secundario. Era el cotilleo de muchos, pero también el protagonista del desorden cultural del pueblo de San Antonio.
La vena de su frente se hinchaba al ritmo del suero del hospital, su corazón bombardeaba con la lentitud de su respiración y sus manos no se movían. Así, años más tarde, mi abuelo organizaba su gran adiós.
«Recuerdos de Madrid» de Guillen Berastegui de Armas
Casi lloró cuando sus compañeros de despacho se despidieron de él. Durante 15 años compartiendo la abogacía con ellos, ahora tocaba irse. Era la vez que más le había costado marcharse y bien lejos además, a Canarias.
–Tranquilos, vuelvo en 6 meses para hacer unas últimas cosas aquí en Madrid– dijo con ojos húmedos Nacho.
¡Ay Nacho! Recuerdo con ojos igual de húmedos todo lo que me contó. Llegó aquí con todo lo que yo necesitaba, su sabiduría y su experiencia. Me formó para ser el mejor. En tan poco tiempo nuestro pequeño despacho en Santa Cruz creció. Recuerdo todo eso como igual recuerdo como hablaba de sus compañeros de Atocha y de sus años de lucha en la clandestinidad por culpa del franquismo. Recuerdo a un héroe.
Pero ahora no recuerdo, sino que siento su historia de cuando volvió a Madrid. Un Madrid que era igual cuando lo dejó… o eso parecía. Estaba tan cerca de encontrarse a los compañeros que tanto añoraba cuando todo pasó… las balas, los gritos. Mientras todo el mundo huía, él iba hacia la fuente del sonido. Cuando llegó ya no había nada. Los terroristas se habían ido, pero allí, seguían sin embargo, sus amigos, sus camaradas, muertos. Hombres que solo montaron un despacho con el fin de proteger a quienes creían que lo necesitaban. Aquellos no eran solo compañeros de trabajo, sino de lucha, una lucha que no había acabado. Nacho no se merecía todo aquello.
Todo fueron lágrimas durante el camino de vuelta. Todavía recuerdo cómo nos abrazamos, al encontrarnos. Cómo tú llorabas por ellos y como yo lloraba porque estuvieras vivo, de vuelta, aquí conmigo, maestro.
Yo tenía ocho años, a penas entendía nada, y él tenía noventa y ocho, se llamaba Antonio y era mi bisabuelo. Siempre lo llamaba abuelo, porque así lo llamaban todos y a él le gustaba. Cuando yo era más pequeña iba a caminar con él, era un hombre mayor, pero fuerte, iba todos los días a caminar y a mí me encantaba ir con él. Recuerdo que siempre me contaba historias de cuando él era joven, pero yo era muy pequeña, no las entendía, pero me gustaba estar con él. Recuerdo también bajar después de comer a su casa y verlo viendo telenovelas, le encantaban, y yo tampoco lo entendía, me limitaba a jugar sola, pero escuchando sus historias que poco después olvidaría. El tiempo pasaba, y nadie podía pararlo, las cosas fueron cambiando y él ya no podía levantarse apenas de su cama… Y un día, su corazón ya no latió más, y eso tampoco lo entendí. Yo tenía ocho años y él noventa y ocho, y a pesar de pasar mucho tiempo a su lado apenas lo recuerdo. Hoy en día sé que siempre iba descalzo, que solo tenía zapatos los domingos y eran los del hermano mayor. Sé que iba todos los días de Guamasa a Valle de Guerra caminando, descalzo, para trabajar y darle dinero a sus padres. A su familia. Era el quinto de diecinueve hermanos, y era feliz sintiendo que trabajaba por ellos. Ahora lo entiendo todo. Entiendo el dinero que me daba para que, llegado el momento, me comprara un coche, dinero que yo gastaba en juguetes. Entiendo el valor que le daba a todo lo que tenía, entiendo que quisiese contarme todas sus historias que yo, por ser pequeña, no entendía. Ahora sí entiendo que me hubiese encantado poder pasar muchas horas más a su lado, ahora entiendo que lo admiraba.
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