Abro los ojos y lo único que veo es ego. Un ego intenso y profundo, veo a personas pasar con sus máquinas de luz. Los tiempos de ayer eran muy diferentes a los de hoy, todo ha cambiado, algunas cosas para bien, otras para mal.
Ya no reconozco ni mi propio hogar, llevo siglos mirando la misma dulce foto pero hoy será diferente.
Siempre he sido un hombre, o eso es lo que dice mi novia siempre. Cada día me lo recuerda, siempre me tortura con el mismo arma.
La verdad; la que tanto intento ocultar, la que a tantos problemas me ha llevado por hacer el pecado de florecer y no quedarse bajo tierra, por gritar sus colores y sus peculiaridades. Mi verdad, es que soy mujer. Me siento como una mujer, pienso como una mujer, actúo como tal…
Cada día me es un tormento, un sacrificio. Mis lágrimas me hacen parecer un demente, en vez de: REAL. Mis emociones me hacen siempre parecer un antónimo.
No veo día en el que no cometa equivocaciones, pero lo extraño, es que en mi interior no se sienten como tales. Hago lo que mi corazón me ordena, pero parece que ello es pecado.
Grito en silencio cada noche al dormir con la persona que más me odia en el mundo. Su excusa siempre es que sigue conservando esperanzas, la fe en que «vuelva» a ser yo, pero, lo que en realidad no sabe, es que siempre fui así. No quise convertirme en la mancha que ahora impregna su vida, pero mi corazón no podía aguantar más encerrado en semejante jaula; la que conlleva el convivir con la sociedad.
Hay un recuerdo que nunca llegará a escapar de mi memoria, que nunca llegará a convertirse en algo tierno.
Hoy mi rostro no es el mismo, y nunca volverá a serlo. Evocaciones surgen frente a mis ojos; ahora hinchados de tanto dejarme llevar. Sus manos se aferran a mi cuello violentamente ( *oscuridad* ), su voz se transforma en gritos inhumanos (*oscuridad*)
Quedo magullado en el suelo, con manchurrones de color escarlata recorriéndome la piel (*oscuridad*) aún puedo presenciar con toda su vivacidad su último golpe; ése que ni con sus polvos de maquillaje que en secreto me ponía, irían a arreglar.
Por fin puedo reflejar lo que siento al exterior, ¡por fin! Aunque no sea lo que deseaba. (Dolor)
Caminé. Caminé sola un martes lluvioso a las cinco de la tarde por La Laguna. No quería compañía, no tenía ningún destino, simplemente caminé. Llevé un lápiz y papel y a cada rato me ponía a escribir algo, pero seguía caminando, no sabía qué quería, no tenía ganas de nada, ni siquiera buscaba algo en concreto, pero no llevaba un buen día. Solo quería olvidar, olvidar aquel nombre, ese que me hacía daño constantemente, ese que hoy, una vez más, había vuelto a salir del pasado. Seguí sin rumbo, y ya eran las siete, se me había pasado la hora de las clases de saxofón, pero daba igual. Todo daba igual. Al girar una esquina, por la cual paso todos los días acelerada para ir al instituto, me paré. Me paré y observé como nunca lo había hecho antes todo lo que había en aquella calle. Entonces la vi, aquella papelera rodeada de flores al lado de la cual, en un banco, había pasado mil horas contigo, cuando te quería, o más bien, cuando me querías, porque yo aún sigo haciéndolo. A lo largo de los años que pasé contigo, esa calle cambió mucho, y también la papelera y las flores que tenía alrededor. Cuando empecé contigo la papelera no tenía nada escrito, tampoco tenía flores. Unos meses más tarde, alguien había escrito en ella un nombre, que curiosamente coincidía con el tuyo, Bruno. Un tiempo más adelante, las flores empezaron a crecer, pero nuestro amor, o más bien el tuyo, cada vez se apagaba más. Un tiempo después lo hiciste, me engañaste. Yo no lo pude soportar, y a pesar de lo mucho que te amaba, y te amo, lo dejé contigo, me alejé de ti, pero solo físicamente, porque de mi mente aún no te has ido. Hoy me paré una vez más en esa calle, pero tú ya no estabas, y las flores, las flores estaban mucho más grandes; habían invadido a la papelera, y parecía que me miraban diciendo: hiciste bien, todo florecerá y su nombre se borrará de esta papelera, haciéndolo a su vez de tu corazón.
El tumulto de gente abarrota la sala en un santiamén. Personas de todas las etnias entran a la vez, como un tropel, y me dejan suspendido en medio de un mar humano.
Me fijo en la mirada de cada ser que atraviesa mi alrededor, todas perdidas. Todas en direcciones diferentes. La infinidad de turistas sacan móviles y cámaras de fotos e intentan captar el mejor plano entre toda la gente.
-¡Paso! – Grito desesperado entre la multitud- Leches, que dejen paso.
Nadie se mueve ni un ápice. Rebajo mi mirada hasta mi transmisor, pensando en las órdenes salidas por el chisme hace por lo menos una media hora:
-Supervisa estancia.
Consigo abrirme paso, rebaso a un pareja japonesa que comentan ensimismados las pinturas. Esquivo a un grupito de ancianos y me escabullo entre los que mantienen sus cámaras en alto para las fotos del recuerdo.
-Aquí seguridad, nada extraño en la sala, todo en orden-. Le grito al aparato esperando que alguien escuche mis declaraciones al otro lado de la linea.
De repente unas exclamaciones inundan la estancia.
Empujo desesperado a las dos primeras filas y llego a la valla de seguridad. Entonces… Abro mucho los ojos y arranco el walkie del cinturón…
Tartamudeando… Informo hacia el aparato.
-No me lo puedo creer… Aquí en la sala, hemos… hemos perdido un cuadro.
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