«LEYENDA» DE OTTO FARRUJIA

Estoy en una isla, sin nadie en quien confiar. Ocho días seguidos, ocho horas cada uno, y ni una puñetera línea. Ni una puta palabra. Y las que he escrito, corridas ya como lágrimas de rímel por la sal de mi sudor, son vacuas, carentes de esencia. Carentes de ese efecto que adormece a las infestaciones que se producen en mi mente. Esto que pretendo escribir no es rap, ni hip-hop. Tan solo otro lastimoso intento de hacer que ellas cesen con su macabro juego. Tan solo otro intento de que ellas se acallen para siempre. A medida que las bolas arrugadas de papel son barridas por el viento para terminar en ese lugar donde los límites de la cordura se confunden con los de la locura, voy siendo consciente de que tengo una mente muy loca que limpiar. Es en ese momento cuando siento como la presión se cierne violentamente sobre mi cabeza, como si una tarántula tocase un desafinado piano con sus férreas patas sobre mi cráneo.

Oh, abuelo, tú eras uno de esos clásicos. Uno de esos vinilos que por mucho polvo que tengan encima, siempre ha de ser escuchado. Auscultado para apreciar su grandeza. Cuando tan solo era un niño que tergiversaba la realidad, te imaginaba como un tocadiscos gigante. En este caso, tú eras el disco negro que no paraba de describir círculos. Viajabas bajo esa punta de diamante, sintiendo lo mismo que un astronauta que orbita alrededor del sol. Enfundado en un suéter de punto y en unos tejanos descoloridos, peinado pulcramente, comenzabas a mecerte al son de las grandes voces flamencas, mientras escrutabas la foto de la abuela que reposaba junto al tocadiscos. Abrumado por la magnanimidad de tus movimientos, tan solo podía quedarme allí, observándote desde ese estriado sillón.

Estabas aquí cuando escribí esa canción que jamás se hizo para sonar en la radio; estabas aquí cuando salté al precipicio sin fondo del que tú tantas veces me advertiste; estabas aquí para presenciar cómo me aislaba en esos ritmos y mixes que tan poco me han devuelto a cambio. Siempre me decía que debía ir a visitarte, pero los conciertos son una puta droga. Más, más y más, le gritas a tu agente nada más llenar el Madison Square Garden. Yo era un león babeante; los conciertos, la solitaria liebre en medio de la llanura. Me alejé como un cohete fugaz, cegando con esa luz adiamantada todo lo que una vez nos unió. Y es que tras haberlo pensado mucho, abuelo, creo que no estaba preparado para verme reflejado en unos ojos que no me conocían de las misma manera que yo te conocía a ti.

Ahora, cada vez que me siento frente a este piano, en esta solitaria playa, bajo la sombra de las palmeras, soy incapaz de encontrar esa nota que eclipse sus oídos. No puedo. Confeti, humo, luces multicolores…mi mente sigue presa a ese lugar. A ese lugar, en el que, pese a todo, tengo miedo de mi propia música. Miedo a la inexorabilidad del fracaso. Un día estas bamboleándote en el paracaídas, y al siguiente yaces sanguinolento en el duro suelo del cementerio de los olvidados.    

La canción está terminada, abuelo.

Eres una leyenda en mi propia mente.

Hoy, el día de tu muerte, grabé este última parte.

Ellos, los fans, ya están contentos.

Y ahora tan solo deseo tener un almuerzo contigo.

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