NORMAL PEOPLE SCARE ME

«R.I.P» de Elena Monzón Cejas

Ellos los aplauden, la multitud está eufórica. Pero yo estoy aterrorizado. Veo como cargan mi figura, encapuchados, ocultos como asesinos. Estoy lleno de sangre y perforado por los clavos. Mi madre, otra muñeca que me observa sin cariño, la sangre se me congela porque no la conozco. Desde aquí contemplo el monstruoso espectáculo reencarnado en el cuerpo de un espectador. Noto un dolor en el costado, la sangre brota, me están crucificando la imagen de nuevo. Mi alma se muere acuchillada por sus palabras y entonces llega la nada.
La muchedumbre se calla, notan algo en sus corazones pero no saben que en la tierra terminé de morir.

«El penitente» de Iris Paz García

Hay exactamente doce escalones que conducen hasta la entrada del campanario. Tiene los pies descalzos, sucios, llenos de tierra y con alguna que otra herida de la que salen unas gotas de sangre. Ha recorrido toda la ciudad así, sin poder evitar los cristales rotos e hirientes. Le duelen las piernas y le resbalan lágrimas por las mejillas. Pero hace un esfuerzo y pisa el primer escalón. Y cada paso que da está precedido por el repicar de las campanas, como si de un cántico celestial o de una sonata fúnebre se tratara. Llega allí en el vacío temporal de las 12 en punto, cuando no es ni ayer ni hoy, cuando no es de noche ni de día. Detrás del hueco que hay entre ambas campanas se esconden unas gárgolas y un balcón con unas vistas excepcionales a la metrópoli. Se acerca hasta ese hueco para contemplar el paisaje. Cuando está allí, desde ese punto a tantos metros de altura con respecto al suelo, tiene la sensación de que ha logrado obtener el control de algo. Las gárgolas de piedra caliza son como una escolta para él, cada una situada a sus costados.

—Míralo, siempre con ese estúpido atuendo del pobre penitente que lamenta sus pecados y carga lamentos sobre sus hombros —dijo la gárgola a su izquierda, ignorando por completa la presencia del hombre y dirigiéndose a su compañera.

—¿Qué dices? Tus palabras no tienen sentido —inquirió el señor. Estaba harto de todo, de su vida, de las cargas que arrastraba consigo y de todos los errores que había cometido a lo largo de los años.

La otra figura grotesca de piedra tomó la palabra:

—Las gárgolas no saben ver lo aparente, pero sí el alma. Reconocemos los demonios, los diablos, los ángeles y a la gente como tú, los penitentes. En ti solo veo un rostro cubierto por la sombra del capirote y una túnica harapienta. Tus pies también están atados por cadenas.

—Y cargaré con ello toda mi vida —apuntó este, compadeciéndose de sí mismo.

—Serás un penitente hasta que abandones la angustia y empieces a buscar en ti mismo la ayuda que tanto necesitas.

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