«EL CUERPO DE HABITO» DE OLIVIA LI CABRERA GÓMEZ

Se nos acaba olvida, se nos lleva el viento, dejas de estar como las velas una vez encendidas, que se quedan en el fuego que poco a poco las acaba por desaparecer sin dejar nada de ellas por el camino. Pero en tu caso, dejando tu cuerpo como memoria de tu existencia a través de él.

Dejamos de estar cuando nos morimos porque no somos eso que usamos para decir las palabras, lo que intenta hacernos ver entre un mundo todo igual, lo que te duele cuando te caes de los bordillos, lo que sangra. A través de lo que tomamos presencia, como otro de los que llenan las calles, inundan los metros quitándole espacio al aire entre vagón y vagón, entre cuerpo y cuerpo. 

Y por eso morimos, porque somos lo que intenta decir que lleva dentro esa masa con la que nos movemos por la tierra, la que nunca encuentra las palabras, la que se queda en la ahí cuando nos vamos. 

Me regaló un espejo que ocupó el espacio de todos los ríos en los que me fui mirando para intentar entender qué movían mis pensamientos, en qué estaba atrapada, qué utilizaba para pronunciar las palabras. Y me vi, igual a todos, igual de real que el resto de cuerpos que ocupaban mi salón, que llenaban cada hueco sin usar.

Miro el cielo, el aire que lo llena, sintiéndome eso, una masa intangible de pensamientos, de ideas fugaces que llenan un cuerpo que jamás podrá pronunciarlas. Miro cómo el viento susurra sus secretos usando los árboles, chocando contra los cristales, siendo él el que habla aún sin poder decir nada.

Puedes tocar la tierra, las rocas de la playa, la arena que algún día las formó. Pero siento que al tocarlas solo puedo palpar lo que las recubre, lo que les deja mostrase al mundo y se quedará aquí cuando estas se mueran. 

Vi una mariposa, vi cómo volaba al intentar tocarla, como huía de todo lo que se le acercaba. Cómo ni se dejaba ser tocada por el suelo ni por la tierra que nos arrastra a todos a permanecer en la linea recta que conforma el camino, sin dejarnos libertad para elegir el nuestro.

Las mariposas y el aire en el que permanecen, lo único que las puede tocar.

Pero un día encontré los restos de una tirados por el jardín, su cuerpo, como el envase en el que yo me encuentro. La vi, debajo del aire, sobre el suelo que pisaba y que por fin le alcanzaba. El cuerpo que pensé que era solo aire. Pensé que su manera de rozar los árboles y hacer sonar las ventanas era el de permanecer casi quietas en medio de nada teniendo en cuenta que para mí el aire lo era. 

Cogí sus alas, incapaces de volar sin llevar lo que murió dentro y las metí entre el espejo que me anclaba a la tierra y ahora a ellas a mí. 

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